lunes, 26 de octubre de 2015

Números impresionantes (II) [LXXIX]

Edgardo Malaver


            Por alta que sea la cifra, los llamados números redondos (que no deja de ser también una imagen poética) no tienen mucha sonoridad. Se expresan casi siempre con una sola palabra, y muchas veces monosílaba. Noventa, novecientos, nueve mil son expresiones más bien sencillas; diez, cien, mil pueden ser cifras muy significativas, pero son palabras monosílabas que casi no “impresionan” a nadie.
            ¿O quizá deberíamos decir que si la lengua les ha adjudicado signos tan simples ha de ser porque en la mente de los hablantes esas cantidades no son difíciles de abarcar? El nombre ciempiés, por ejemplo, no indica que este animal tenga cien patas, ni mil... ¡mucho menos diez mil!, como indican sus nombres científicos. Implica que es mucho más sencillo decir (o recordar o imaginar o, incluso, concebir) mil cosas que contarlas. Seguramente contar las patas del ciempiés nos daría un número más atractivo, más sonoro, más impresionante.
            Hay, sin embargo, otras formas de numerar que pueden impresionarnos más que las cifras con que trabajan los matemáticos. Los hablantes siempre se las arreglan para crear metáforas y juegos que expresan cifras enormes de cosas: un montón de árboles, un chorro de problemas, un camión de sonrisas. En la película El pez que fuma, la Garza, la dueña del burdel, dice que ella no ha tenido hombres, sino autopistas de hombres. Otros, con un poco más de crudeza, dirán que han encontrado un vergajazo de gente en un lugar, que botaron un mierdero de muebles viejos, que se han bebido un coñazo de cervezas. Y los hay más elegantes que dirán: una retahíla de frases hechas, una sarta de mentiras, una ristra de groserías. Para la matemática no existen estos “números”; la gramática los llama sustantivos colectivos; pero en la mente de los hablantes son equivalentes a cantidades que en ocasiones pueden ser más precisas que el número pi.
            Los números no son impresionantes, entonces, únicamente por su sonoridad. También pueden serlo por el tamaño, la fuerza o la longitud o el número de partes de la cosa con la que se relaciona. Con este mecanismo, es difícil poner freno a la creación lingüística. Habría que poner freno a la imaginación. Y la imaginación, como los números, es infinita, pero cabe toda en la ciencia de los números, como cabe en la ciencia de las palabras. Tal como un número puede ser múltiplo de otro, que es múltiplo de otro y de otro, una palabra puede ser hiperónimo de otra, que puede serlo de otra y de otra. Lo impresionante, al final, es que haya tanta semejanza, tanta equivalencia... tanta simetría.

emalaver@gmail.com




Año III / Nº LXXIX / 26 de octubre del 2015

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