domingo, 31 de julio de 2022

Otherwise [CCCLXXXVI]

Edgardo Malaver

 

 

Feodor Chaliapin Jr. como Jorge de Burgos
en
El nombre de la rosa (1986)



 


         Acabo de hacer, esta mañana mismo, un descubrimiento que todavía no deja de asombrarme cada vez que me acuerdo mientras hago las cosas típicas del domingo. El entusiasmo que me crea este descubrimiento, sin embargo, no me lleva a pensar que haya sido yo el primero que se da cuenta de semejante hecho, y mucho menos que haya sido por mis propios medios, aunque ¿por qué otros medios podía ser? Lo que acabo de descubrir es que la palabra inglesa otherwise equivale en español, literalmente, a la expresión de otra guisa. Y la coincidencia no sólo es de sentido sino que también fonética e incluso etimológica. Lo único en que no coinciden es, aparentemente, en la frecuencia de uso.

         Una vez que uno conoce la palabra guisa en español, que no la enseñan en casa, y en la escuela, cuando la enseñan, es por accidente y se tardan, la expresión de otra guisa queda clara, si es que llega uno a oírla alguna vez. Y en inglés, por otro lado, es enormemente frecuente, pero a algunos extranjeros nos cuesta captar al primer intento el mecanismo por el cual llega a referirse, cuando actúa como adjetivo, a aquello que es diferente o inhabitual o, como adverbio, a lo que se hace o sucede de otra manera o de “la otra” manera, la contraria a la que estemos tratando. Y este último rasgo es el que salta a la vista cuando lo ponemos frente al espejo con la construcción española.

         Lo que hay que saber entonces es lo que significan los sustantivos wise y guisa, que a propósito he dejado hasta ahora. En sus mentes ustedes ya se respondieron que significan ‘modo’, ‘manera’, ¿no es cierto? El diccionario de la Academia agrega, en la primera acepción, ‘o semejanza de algo’. Pasa lo mismo en inglés. El Collins pone: ‘way, manner, fashion or respect’. Parece que se tradujeran uno a otro.

         Los oigo decir ahora: “Ay, pero eso está en desuso”. Sí, yo también me doy cuenta. Y los lexicógrafos. Los dos diccionarios los dicen, y quizá sea ahí donde está lo más sustancioso de este asunto: la Academia dice de guisa que en el pasado significaba ‘voluntad, gusto, antojo’ y, en tercera acepción, ‘clase o calidad’. Mientras tanto, el Collins marca el wise sustantivo (‘way of proceeding or considering’) como “archaic” y da ejemplos de construcciones, que yo sepa, muy poco frecuentes en la actualidad, como in any wise e in no wise. Corominas ubica la aparición de guisa en español en los años 1140 y Collins la de wise en inglés antes del 900.

         Sin embargo, esto de ninguna guisa es todo. Miremos hacia la lengua francesa y veremos que existe la palabra guise casi de la misma manera que en la española y digo casi únicamente porque en francés no está en desuso—. Tiene el mismísimo significado y se usa para expresar que uno va a hacer las cosas o a actuar de tal o cual manera: à ma guise, por ejemplo, habría sido la frase favorita de Frank Sinatra si hubiera crecido en Francia. Igualmente, anota el Larousse, puede emplearse para indicar un uso alternativo de cualquier cosa, como en la frase En guise de repas, on nous servit des sandwichs.

         En italiano, del que no diré casi nada para no pisar territorio mayormente desconocido —aún—, por lo que observo, pasa igual, y me llaman la atención dos detalles: que in guisa de (y sus variantes, que las tiene) es de uso más bien elevado y que también existe un otherwise italiano: in altra guisa. En portugués, territorio que he explorado mucho menos que el italiano, funciona de modo muy parecido al de los otros, y casi idéntico que en francés. (¡Ah! En francés puedo agregar que, aunque no existe el verbo guiser, sí existe déguiser, ‘disfrazarse’, o sea, vestirse en guisa diferente a la cotidiana.)

         Y más allá en el pasado, según los etimólogos que he podido consultar, particularmente Corominas, el origen de nuestra guisa hispana, ítala y lusa (la gala es guise) está, quién sabe cómo, en una antigua palabra germánica: wisa. El alemán de hoy en día tiene también su Weise, que, por lo que entiendo, equivale a manera, y además, existe, de guisa semejante a lo que hace el inglés, como sufijo para crear adverbios a partir de adjetivos: normalerweise, ‘normalmente’, o adjetivos a partir de sustantivos: kinderweise, ‘infantil’.

         Quién sabe cómo, quién sabe cuándo, quién sabe por cuál sinuoso camino, de labios de qué descalzo campesino, de qué violento soldado, de qué ilustrado poeta, vinieron desde mundos tan lejanos semejantes sonidos a los oídos de nuestros antepasados, que con tan perdurable anzuelo se colgaron de sus conciencias y con tan clara voz nos han alcanzado en el presente.

         Y detrás de todo esto, como el bibliotecario ciego de El nombre de la rosa, frotándose las manos de la imaginación al disfrutar de la telaraña verbal sobre la que nos ha hecho vivir y construir nuestro mundo durante tantos siglos, se nos revela el viejo latín, que no cesa de lanzar su polen a nuestro viento, que no cesa de esclarecernos, una vez y otra vez, generación tras generación, las formas visibles e invisibles que tiene la realidad.


emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXVI / 31 de julio del 2022

  

miércoles, 8 de junio de 2022

Puerta abierta, justo peca [CCCLXXXV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

La Puerta de Brandenburgo, cerrada para justos y pecadores
desde 1961 hasta 1989



 

         Parece una máxima latina, que son siempre mínimas. Y quién sabe si proviene de aquellos tiempos. Es como si dijéramos ars longa, vita brevis o amor omnia vincit o memento mori. Puerta abierta, justo peca dice todo lo que quiere decir en cuatro palabras. Y se explica sola: si usted deja una puerta abierta, puede pasar cualquier cosa. En la demora está el peligro, diría don Quijote. Esta versión, que es la que yo aprendí en la infancia, tiene insinuaciones lujuriosas y todo: cualquiera que, por mí que intente ser decente, encuentra una puerta abierta, puede ceder a la tentación. Es lo que tienen los refranes: que pueden perder palabras, pero eso como que les aumenta el significado.

         En España tienen, según el Centro Virtual Cervantes, otra versión que hace implicaciones igualmente graves: en arca abierta, el justo peca. Parece referirse solamente a la tentación del dinero, pero da lo mismo: aunque a Dante le parezcan más degradantes los de la carne, pecado es pecado. Y en una segunda versión española que cambia arca por casa, todas las posibles faltas se reúnen bajo un mismo techo.

         Su forma compacta, su limitado número de sílabas, que la hacen concentradamente sabia y enormemente atractiva, termina siendo aplicable a cantidad de situaciones porque su brevedad le deja espacio a todo. Cuide usted los detalles, porque lo que puede perder es grande. Entre más pienso en ella, más me parece latina y, por eso, misteriosamente comprobada por la experiencia. No me cuesta nada imaginar al emperador Claudio, por ejemplo, dando órdenes para que se cierren todas las puertas en la noche, porque donde hay una puerta abierta, cualquiera derrama sangre.

         El Centro Virtual Cervantes pone que la expresión puerta abierta, justo peca se usa poco. Es verdad, nunca la oigo, a menos que yo mismo les responda con ella a mis hijas o a mis alumnos cuando una puerta, real o metafórica, que ha debido cerrarse ha quedado abierta. Me doy cuenta de repente de que, sin proponérmelo, estoy heredando a la generación que me sigue una frase que me llega de antepasados tan remotos que no los puedo recordar.

         Cierro los ojos y oigo con claridad estas palabas de labios de mi tía Teresa, que tantas veces tomaba la última palabra de lo que uno acababa de decir para comenzar a cantar o para recordar alguna expresión de su madre, mi bisabuela. Una tarde nos metimos todos en el carro, y antes de arrancar, mi primo Miguel, su hijo mayor, dijo: “Hay una puerta abierta”. Y ella entonces recitó por primera vez para mis oídos: “Puerta abierta, justo peca”. Y yo, que disfrutaba tanto escucharla hablar y cantar y contar y preguntarle y buscarle palabas en el diccionario, he guardado sus palabras hasta hoy para ponerlas, por fin, aquí.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXV / 8 de junio del 2022

 

lunes, 16 de mayo de 2022

Más bien que Gómez [CCCLXXXIV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Francisco Herrera Luque, autor de En la casa
del pez que escupe el agua (1978)

 

 

 

         Si me pusiera en esta tarde de lunes, para homenajear a mi abuela, que hoy cumpliría 101 años de edad, a enumerar las expresiones graciosas, hermosas o sabias que decía cada día, se me acabaría la semana sin que hubiera hecho otra cosa que narrar y narrar sus historias. Ya me detengo bastante tiempo en ellas cuando hablo con mis hijas, con mis alumnos o con parientes que, inocentes, a veces pisan la trampa de recordarla conmigo.

         Una que recuerdo mucho, que, de hecho, utilizo todos los días cuando me saluda alguien conocido, es estar más bien que Gómez. Usted me llama por teléfono y me pregunta: “¿Cómo estás, Edgardo?”, y yo respondo, como impulsado por un resorte: “¿Yo? Yo estoy más bien que Gómez”. Comencé a escuchar y a repetir de mi abuela esta expresión hace mil años y fue hace bastante poco que me di cuenta de que no dice “mejor”, sino “más bien”, que algo tiene que significar.

         La mayoría de las personas a quienes les confío esta respuesta piensa que lo digo porque Gómez (Juan Vicente, 1857-1935) “está muerto y yo estoy vivo”, pero casi no tiene nada que ver con eso. Digo casi porque ciertamente, en la mentalidad popular, en la mente de todos, vivir es estar “más bien” que estar muerto, pero, si la pensamos un poco, esta expresión nos revela unas implicaciones políticas e históricas que no aparecen a primera vista.

         Nunca se me ocurrió preguntarle a mi abuela lo que significaba estar más bien que Gómez, pero sabemos que, al llegar al gobierno, incluso ya desde los tiempos en que no era más que la sombra de Cipriano Castro (1858-1924), a Gómez comenzó a irle muy bien. Pasó de ser un hacendado sin muchas pretensiones de una apartada provincia andina a ser el hombre más poderoso y acaudalado de Venezuela; Gómez tenía tanto poder que ni siquiera se sentía obligado (aunque sus muchas constituciones lo decían expresamente) a residir en la capital de la república para gobernar. La fortuna de Gómez, que según el historiador Ramón J. Velásquez (1916-2014) ascendía al final de su vida a 115.000.000 de bolívares, estaba diseminada por todo el territorio de Venezuela. Además, lo que se le antojaba a Gómez, como si hubiera nacido de un rey de la Edad Media, era ley irrefutable. O sea, no es difícil concluir que cuando el dictador estaba en la cúspide de su poder, que entre abril de 1910 y el día de su muerte en diciembre de 1935, fue todo el tiempo, nadie estaba mejor que él.

         En 1935, Juanita Lárez, mi abuela, era ya una muchacha grande. Sus mayores y el entorno de la familia, la gente en general, toda Venezuela, debía utilizar aquella expresión para significar ‘estar muy bien’, como hipérbole del bienestar que disfrutaba la persona cuya situación era insuperablemente mejor que la de todos los demás en todo el país. Ella probablemente la oyó decir desde su nacimiento, y la utilizó en su juventud, en los años en que yo era niño, durante mi adolescencia y más tarde, hasta que los sonidos abandonaron sus labios.

 

* * *

 

         Llega alguien a casa por la tarde y le pregunta a mi abuela:

         —¿Cómo te has sentido hoy, Juanita Lárez?

         Y ella, margariteñamente, contesta:

         —¿Yo? Yo estoy más bien que Gómez —y agrega después de un segundo, con picardía—: Jodío está aquel a quien yo le debo... porque este año no le puedo pagar.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXIV / 16 de mayo del 2022

 

 

 

sábado, 23 de abril de 2022

Inteligencia artificial [CCCLXXXIII]

Luis Roberts

 


 

La siempre vigente advertencia de Orwell

 

  

         Hace unos días en el chat de la Escuela de Idiomas Modernos (EIM), se ha colado la preocupación del Observatorio Venezolano de Políticas Culturales (OVEPC) de la Unión Europea, a través del grupo de trabajo del Open Method of Coordination (OMC), de la propia EIM —espero— y de mí mismo como traductor, por la degradación social y económica del traductor, “...sino que, además, las herramientas digitales ofrecen ahora a todo el mundo el espejismo de tener la capacidad de traducir de una a, incluso, muchas lenguas”. La sencilla pregunta es: ¿puede la inteligencia artificial sustituir, léase eliminar, la profesión de traductor? En todas partes ya se encuentran aparatitos por menos de 100 dólares para viajar sin tener el problema de la lengua, pues el aparato te traduce lo que tú digas, o lo que te digan, desde y a cualquier idioma, vayas al Tibet o a la Ucrania anterior a la “putinada”, claro.

         ¿Pueden estos aparatos suplantar a un preparado intérprete en conferencias en la ONU, en la OPEP, en la OCDE? No. ¿Nunca? Por ahora. Se acaba de publicar en España un trabajo realizado por lingüistas con un inventario de miles de errores, no de traducción, sino gramaticales y sintácticos, en libros, periódicos, folletos, publicidad, incluso en páginas web gubernamentales, porque, debido, por un lado al paradigma de la “urgencia” de nuestro tiempo, y de ahorro de costes, por otro, la figura del corrector casi ha desaparecido de estos ámbitos, y lo peor es que el consumidor no reclama porque su nivel lingüístico es cada vez menor y, o no lo percibe, o no le importa. Recordemos el famoso reciente estudio de que en el Quijote hay más de 23.000 palabras del castellano, que un profesional cualificado apenas utiliza más de 3.000 y que un joven adolescente o ya no tanto, utiliza unas 700, incluyendo memes y groserías.

         En España ha surgido una nueva actividad para los buenos traductores: la “posedición”. Consiste, simplemente en darle un barniz decente, con tarifas más bajas, por supuesto, a las traducciones que tanto en el audiovisual como en otros campos se hacen con máquinas, con inteligencia artificial, con Google, con reconocimiento de voz, etc. El ya famoso historiador y profesor de la Universidad de Jerusalén Yuval Noah Harari, en su último libro 21 lecciones para el siglo XXI, se atreve a “pronosticar” las profesiones que desaparecerán en un futuro próximo; la primera es la de publicista, pues el algoritmo usurpa sus funciones, la segunda la del médico, pues ya existen robots con millones de datos en su memoria que ningún médico puede tener entre sus conocimientos y que pueden dar un diagnóstico mucho más preciso. Las enfermeras y enfermeros tardarán más tiempo en desaparecer porque son las que intuyen en la mirada del paciente cómo se siente y cómo hay que cuidarlo. Seamos pues las enfermeras del idioma, los “correctores” de las máquinas, los que demos belleza a nuestro idioma, los que lo cuidemos. Por ahí debería orientarse la nueva tendencia de la enseñanza de la traducción, por lo menos hasta que la inteligencia artificial nos alcance.

         ¿Pero la belleza no es un concepto subjetivo hasta en el idioma? Steven Weinberg, fallecido premio Nobel de Física, habla de la belleza de las teorías físicas, que son bellas por su simplicidad y su inevitabilidad, y a los curadores y críticos de arte que le reprocharon que no podía hablar de la belleza de unas teorías, Weinberg les contesta que tan subjetiva es la idea de la belleza de las teorías físicas como la de la belleza artística, y que el concepto de belleza no tiene nada que ver con el de la elegancia de las ecuaciones, como algunos confunden, pues, como dijo Einstein: “Dejemos la elegancia para los sastres”.

         Y a los que argumentan hoy que la inteligencia artificial nunca podrá suplir la belleza creada por el hombre, lingüística, o de otra índole, les propongo echar un vistazo al experimento que ha hecho el periodista científico español Kiko Llaneras con un programa de inteligencia artificial llamado Geniverse (geniverse.co) “pensada para aumentar tu creatividad”. Tú le dices qué quieres que pinte y el programa, la máquina, lo hace. Llaneras reconoce que lo que más le impresionó fue cuando le pidió al programa que le pintara un valle atravesado por un río, con búfalos alrededor y nubes multicolores. Aquí tienen la prueba. 




Cualquier crítico de arte de los de “¿cuánto hay pa eso?”, que los ha habido siempre, diría que un desconocido nuevo genio de la pintura estaba exponiendo su obra en la galería X. La inteligencia artificial ya está aquí y todos, traductores incluidos, tenemos que prepararnos para eso. Orwell ya no es política ficción, es una crónica de nuestros días.

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXIII / 23 de abril del 2022

Día del Libro y del Idioma


martes, 15 de marzo de 2022

Quiero un libro de Magdalena Seijas [CCCLXXXII]

Edgardo Malaver

 

 

Barquisimeto, como lo conoció Magdalena Seijas.
Foto cortesía de Luis Alberto Perozo

 

 

 

         La semana pasada, cuando mi amigo Sérvulo Uzcátegui volvió a las páginas de Ritos de Ilación, como casi siempre, con reflexiones literarias, se me antojó que yo debía hacer lo mismo. Y para que hubiera alguna diferenciación entre nosotros, pensé que si él hablaba de autores hiperconocidos como Teresa de la Parra y Julio Garmendia, yo iba a escoger alguno de tantos cuyos nombres nadie recuerda. Y fue así como, escarbando entre mis anotaciones, volví a dar con una mujer del siglo XIX que, a pesar de los obstáculos, se las arregló para dejarnos silenciosas evidencias impresas de su existencia.

         La escritora Magdalena Seijas, según Rafael Ángel Rivas y Gladys García Riera, nació en Barquisimeto un día que no ha quedado anotado, tan poco se sabe de ella. En alguna época, sin embargo, una calle de la ciudad ha llevado su nombre. Si usted desea ir del Instituto Universitario Jesús Obrero al restaurant La Flaca Fast Food, que está tres largas cuadras más allá en la calle 54, puede caminar hacia el este por la carrera 22-A, que antes de llamarse así, se llamó Magdalena Seijas. También existe un auditorio Magdalena Seijas en el Instituto Pedagógico de Barquisimeto.

         Seijas escribió al menos cinco novelas, según el diccionario de Rivas y García Riera: Aves sin nido (1903), Amor y fe (1904), Raquel (1905), Un rayo de sol (1907) y Flor de martirio (1920). En 1919, un año antes de su muerte, publicó también una obra epistolar titulada Aventuras de dos muñecas, título que insinúa al mismo tiempo narración y poesía. Como ensayista, publicó en 1902 Responsabilidad de las madres.

         No parece haber —debo seguir investigando— libros de cuentos de la autora, pero Rafael Fernando Seijas (1845-1902) incluye un cuento suyo en el célebre Primer libro venezolano de ciencias y bellas artes, de 1895. El cuento, a la vez breve y contundente, se titula “Cosas del tiempo”, y su protagonista, Consuelo, que de principio a fin del relato está sentada frente al espejo, aparece como un retrato la mentalidad que la época imprimía en las jóvenes y que las hacía incluso verse a sí mismas como meras imágenes superficialmente bellas, pero totalmente inútiles para otros fines, ni siquiera para el crecimiento de su propio ser interior.

         Seijas narra serenamente, describiendo a su personaje solamente en aquellos detalles que conciernen a su belleza física y el esmero que constantemente pone en acentuarla y hacerla visible y, con el paso de los años, en mantenerla a flote cubriendo las fallas, hasta que sufre la cruel derrota del tiempo y la decadencia natural de los cuerpos. Consuelo descubre, después de una vida de mirarse al espejo y esperar que su belleza atrajera a alguien, que todo ha sido un engaño y que ha perdido el tiempo. No le queda nada más que llorar, y también con esa sensación del fracaso más nítido se queda el lector, que se pone de su lado, pero no puede hacer nada por las mujeres del pasado. A pesar de esto, el relato, como toda obra de arte concebida con el ser humano en el norte, nos trae al presente para revelarnos su poder persuasivo y su imponderable belleza.

         Conocía este texto desde hace unos meses, pero hace unas tres semanas me tropecé con una nota de El Cojo Ilustrado resucitado por Twitter, donde ponían un texto firmado por Magdalena Seijas y aparecido en la revista en 1896. El texto, brevísimo y exquisito, se titula “El ideal”, y cabría perfectamente en lo que hoy llamamos prosa poética. José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), que con justa razón goza ahora de la fama de cultivar como un dios esta forma de hacer poesía, tiene que haber bebido, a pesar de ser más joven, de la misma fuente que Magdalena Seijas. Donde Ramos Sucre dice, en “Preludio” (1925):

 

El movimiento, signo molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo; mas yo lo habré escalado de brazo con la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor,

 

ya Seijas había dicho, en “El ideal” (1895):

 

Yo haré solitaria el viaje de la vida, pues sin ti todo me lastima, pero en las noches silenciosas, si oigo un arrullo que no es ni el gemir de la torcaz ni la queja del aura en la espesura, ¡creeré que es tu voz que remeda un nombre que no puedo descifrar!

 

Donde Ramos Sucre dice:

 

...de tal modo que este será el epitafio de nuestro idilio y nuestra existencia: pasaron como sonámbulos sobre la tierra maldita...,

 

Seijas ha dicho:

 

el hombre también perece cual la flor, y sólo quedan en el corazón huellas de recuerdos o sobre las tumbas epitafios que nadie lee...

 

         A estas alturas no puedo esconder que estoy sencillamente encantado con la desconocida Magdalena Seijas.

         Hace unas horas encontré una revista mexicana de 1902 en la que aparece una historia firmada por ella. Sé que es la misma de Barquisimeto porque comienza hablando del “caudaloso Santo Domingo”, que corre de Mérida a Barinas para unirse al río Apure. “La loca del cacaotal”, que tiene una prosa por momentos sencilla, por momentos profunda, pero siempre armoniosa, trata, como los otros dos cuentos, del amor, de la vida y de la vida ingrata de las mujeres en un mundo injusto. Zuna es una esclava de 19 años que ha decidido dejar de alimentarse para acabar con el sufrimiento de haber perdido a su hijo y de haber sido separada de su África natal, donde ostentaba el rango de princesa. Aunque su ama, Josefa, se empatiza con ella y le da comodidades para que recupere el deseo de vivir, Zuna enloquece y sólo llega a alcanzar la felicidad gracias a la muerte.

         A este ritmo, posiblemente para diciembre pueda armar un libro de cuentos dispersos de Magdalena Seijas. Necesito que pronto vuelvan a abrir las bibliotecas nacionales para ir a buscar las novelas. Si alguien del respetable público tiene noticias de alguno de los libros de esta joya larense y venezolana, qué bueno sería escucharlas. Quiero un libro de Magdalena Seijas.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXII / 14 de marzo del 2022

 

 

 

Otros artículos de Edgardo Malaver:

Plumas de gallina en la plaza

Ligeia, Annabel y otras mujeres de Poe

Traductores de lo intraducible

Tu misión, Jim, si decides aceptarla...

Ochocientas velitas


lunes, 7 de marzo de 2022

La obra de un navibotellista: Julio Garmendia y La tienda de muñecos [CCCLXXXI]

Sérvulo Uzcátegui

 

 

Venezuela en la obra de Garmendia, según Uzcátegui

 

 

 

         Para mí ha sido un tema recurrente escribir o traducir escritos sobre “rarae aves” de la literatura como Rafael María Baralt, Teresa de la Parra, Antonio Márquez Salas y, más recientemente, Franz Kafka, y cuando le llegó el turno a Julio Garmendia, quien tal vez es una de las aves más raras de nuestra literatura venezolana, me topé con algo que me mantuvo atorado durante más de un año. Claro que la actual situación con la pandemia de la covid-19 y la gran incertidumbre que generó —y sigue generando— contribuyeron un poco a ese atasco, pero eso sólo ha sido una circunstancia adicional; el hecho es que en toda su parquedad, sobriedad y sencillez aparentes, la corta obra de Julio Garmendia es una de las más complejas que he encontrado en mi vida. Y ésa es la principal razón por la que apenas hoy logro dar forma a este artículo.

         Julio Garmendia es (al menos para mi generación) un concepto firmemente encasillado, casi un lugar común en nuestra literatura venezolana. A estas alturas del siglo XXI, el volumen de las páginas que sobre él se han escrito supera ampliamente lo que él publicó en su larga vida. Sus relatos me han acompañado desde la escuela primaria y a lo largo de la secundaria, más específicamente varios relatos o extractos de los mismos en mis libros de Castellano y Literatura, en una época en la que, si quería leerlos, tenía que comprar el libro o ir a una biblioteca, cuando no tenía la suerte de que alguien en casa tuviera ya el libro. Sólo más adelante, a mediados de los años 80, tuve suficiente dinero suelto para comprar en una conocida librería en Sabana Grande un ejemplar de La hoja que no había caído en su otoño, que leí ávidamente y conservé por varios años, hasta que se perdió en una de las sucesivas mudanzas de mi familia. Luego me fui a Alemania, siguiendo los pasos de la mujer de mi vida, no sin que justo antes de eso mi familia se mudara a un apartamento en la esquina de Socorro en la Avenida Fuerzas Armadas, desde cuyas ventanas en el piso 5 o 7, podía verse la calle (y, si mi memoria no me engaña, también la propia fachada) del viejo Hotel Cervantes, donde Garmendia pasó la última etapa de su vida. Y fue entonces cuando lo perdí de vista, dedicado a otras cosas, hasta hace muy poco, cuando, sobre todo gracias a los libros en formato PDF, he vuelto a leerlo.

         Ahora que he leído completa la edición de su obra en la Biblioteca Ayacucho (la más completa a mi parecer) Me he condenado a mí mismo a trabajar en un ensayo más amplio y complejo sobre este autor larense pero universal en muchos sentidos; pero aquí quiero concentrarme en ese tan singular relato que es “La tienda de muñecos”, que le da título a su primer libro, publicado en 1927.

         Varias veces se han usado adjetivos como “indefinible“ o “inclasificable” para referirse a ese relato, en el que el autor utiliza el ya muchas veces utilizado recurso del falso apócrifo, para introducir al lector de un empujón en un breve pero intenso informe en primera persona acerca de un hombre que recibe, de manos de su abuelo y su padrino, una vieja tienda de poca iluminación y menos ventilación (como he podido verlas todavía en el centro histórico de la ciudad de Quito, donde vivo actualmente) poblada por juguetes y muñecos antiguos, como ya casi no se los ve hoy en día; una tienda donde el anónimo autor del informe ha nacido y crecido, y donde todo indica que también morirá, como su abuelo y su padrino, en una especie de universo cerrado y de tiempo congelado lleno de formalidad y solemnidad, donde cada muñeco, en una especie de sociedad humana en miniatura, ocupa un lugar y desempeña un papel que están firmemente establecidos y donde la movilidad social es vista con desconfianza; en suma, un retrato miniaturizado de lo que al parecer era aún la sociedad venezolana de comienzos del siglo XX (antes de que nos azotaran, primero el boom del petróleo y, más adelante, lo que suelo llamar, recurriendo a una expresión de E.M. Cioran, “el virus de la libertad”), y como sigue siendo la sociedad quiteña de la que ahora estoy siendo testigo; una sociedad diminuta fabricada y colocada dentro de una botella, o un recipiente de vidrio de abertura estrecha, con mano diestra y técnica misteriosa, como desde hace siglos y hasta el día de hoy lo siguen haciendo los artesanos que arman y despliegan, sobre todo barcos dentro de botellas de diversos tamaños, como los Buddelschiffe alemanes o los bateaux en bouteille franceses; estos últimos incluso han acuñado el término navibouteilliste, o simplemente bouteilliste, para referirse a esos maestros artesanos, y, a falta de un equivalente en nuestro idioma, simplemente voy a calcarlo (¿qué más da?) para redefinir a Julio Garmendia, que en uno de sus misteriosos relatos supo meter su sociedad en una botella y, convertida en una cápsula de tiempo, hacerla llegar hasta nosotros. Tal es el mérito de Julio Garmendia, el navibotellista.

 

servuzcg@yahoo.es

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXI / 7 de marzo del 2022

  

 


Otros artículos de Sérvulo Uzcátegui Gómez:

La TARDIS y la traductología: una mirada al futuro de la traducción

Libros análogos o digitales, o La lectura cuando no disponemos de libros

Obsoletely fabulous

Baralt no desapercibido


lunes, 28 de febrero de 2022

Plumas de gallina en una plaza [CCCLXXX]

Edgardo Malaver Lárez

 


  

Marisela, obra de Douglas Castillo, mira
el cielo en Apure, Venezuela

 
 

 

         San Felipe Neri (1515-95), según cierta tradición oral, una vez escuchó la confesión de una mujer que se arrepentía de haber calumniado a una vecina. El santo vio en ella la pena del remordimiento y le explicó que, excepcionalmente, le iba a poner la penitencia antes de darle la absolución. Le pidió que fuera a su casa y eligiera la gallina más gorda que tuviera. Luego, la penitente tenía que buscar el centro justo de la Plaza de San Pedro y desplumar ahí la gallina. Sólo después podía volver al confesionario para recibir el perdón.

         La mujer fue a su casa y escogió la gallina, la llevó a la plaza y la desplumó y volvió al templo para contárselo al confesor. “Padre, deme la absolución porque he cumplido la penitencia”, debe haberle dicho, contenta de que hubiera sido tan sencillo. Pero el sacerdote, según la tradición, le contestó: “No, antes tienes que regresar a la plaza y recoger todas las plumas que le arrancaste a la gallina”.

         La lengua, como concluye Quevedo en uno de los tantos cuentos que se le atribuyen, es lo mejor que tiene el hombre, pero es también lo peor. Con la lengua hablamos de amor, con la lengua enseñamos cosas buenas a nuestros hijos, con la lengua bendecimos a Dios; pero también con la lengua nos insultamos unos a otros, con la lengua sembramos intriga entre los hermanos, con la lengua causamos dolor y vergüenza.

         Con una sola palabra puede uno salvar a una persona de la desesperanza y la soledad, pero también con una sola palabra puede hundirla y destruirla. Con una palabra cambió Santos Luzardo la visión que tenía Marisela de sí misma, que le permitió abandonar el estado de salvajismo en que la habían dejado sus padres para convertirse en una mujer bella y responsable de su propia vida. También con una sola palabra aquella ave infernal aplastó en el suelo, para siempre, al ya desconsolado protagonista del poema más célebre de Edgar Allan Poe.

         “Por toda palabra ociosa será juzgado el hombre”, les dijo Jesús a los fariseos. Y agregó que será por el uso de la palabra que se le perdonará o se le condenará. Años más tarde, un amigo suyo, Santiago, escribiría: “El que puede dominar su lengua será capaz de dominar todo su cuerpo”.

         Hablar, entonces, no es sencillo, no es cosa de juego. Hablar, en todos los contextos, es más bien arriesgado. No sabemos nunca qué camino van a tomar nuestras palabras ni qué semilla van a sembrar en los corazones donde caigan. No es sensato pensar que las palabras son apenas eso, palabras. No hay palabra que sea solamente una palabra. Las palabras pueden ser piedras que hacen heridas, murallas que no se pueden saltar, océanos que se pueden cruzar.

         Además, las palabras se las lleva el viento, como se llevó las plumas de la gallina de aquella calumniadora. Recurrimos a esta expresión para implicar que lo que se dice carece de firmeza y significado, pero resulta que ahí está justamente el peligro, porque el viento se devuelve, siempre se devuelve. Y la suave brisa que soplaba cuando dijimos una "simple" palabra puede regresar convertida en huracán. Y no se puede hacer nada para detener un huracán.

         En suma, hablamos más de lo que es sabio hablar, hablamos demasiado sin pesar las palabras que decimos, y lo menos que hay que hacer en la vida es usar la palabra con descuido. Decir es adquirir un compromiso, sea para bien o para mal. Decir nos ata a lo que hemos dicho, sea que hablemos para acariciar o para golpear. Por algo en algunos países les dicen a los arrestados, como en las películas: “Tiene derecho a permanecer callado. Todo lo que diga puede ser y será utilizado en su contra”. El silencio, por ende, también tiene su valor, y no se lo lleva el viento.

 

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Año X / N° CCCLXXX / 28 de febrero del 2022

 

 


 

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