sábado, 23 de abril de 2022

Inteligencia artificial [CCCLXXXIII]

Luis Roberts

 


 

La siempre vigente advertencia de Orwell

 

  

         Hace unos días en el chat de la Escuela de Idiomas Modernos (EIM), se ha colado la preocupación del Observatorio Venezolano de Políticas Culturales (OVEPC) de la Unión Europea, a través del grupo de trabajo del Open Method of Coordination (OMC), de la propia EIM —espero— y de mí mismo como traductor, por la degradación social y económica del traductor, “...sino que, además, las herramientas digitales ofrecen ahora a todo el mundo el espejismo de tener la capacidad de traducir de una a, incluso, muchas lenguas”. La sencilla pregunta es: ¿puede la inteligencia artificial sustituir, léase eliminar, la profesión de traductor? En todas partes ya se encuentran aparatitos por menos de 100 dólares para viajar sin tener el problema de la lengua, pues el aparato te traduce lo que tú digas, o lo que te digan, desde y a cualquier idioma, vayas al Tibet o a la Ucrania anterior a la “putinada”, claro.

         ¿Pueden estos aparatos suplantar a un preparado intérprete en conferencias en la ONU, en la OPEP, en la OCDE? No. ¿Nunca? Por ahora. Se acaba de publicar en España un trabajo realizado por lingüistas con un inventario de miles de errores, no de traducción, sino gramaticales y sintácticos, en libros, periódicos, folletos, publicidad, incluso en páginas web gubernamentales, porque, debido, por un lado al paradigma de la “urgencia” de nuestro tiempo, y de ahorro de costes, por otro, la figura del corrector casi ha desaparecido de estos ámbitos, y lo peor es que el consumidor no reclama porque su nivel lingüístico es cada vez menor y, o no lo percibe, o no le importa. Recordemos el famoso reciente estudio de que en el Quijote hay más de 23.000 palabras del castellano, que un profesional cualificado apenas utiliza más de 3.000 y que un joven adolescente o ya no tanto, utiliza unas 700, incluyendo memes y groserías.

         En España ha surgido una nueva actividad para los buenos traductores: la “posedición”. Consiste, simplemente en darle un barniz decente, con tarifas más bajas, por supuesto, a las traducciones que tanto en el audiovisual como en otros campos se hacen con máquinas, con inteligencia artificial, con Google, con reconocimiento de voz, etc. El ya famoso historiador y profesor de la Universidad de Jerusalén Yuval Noah Harari, en su último libro 21 lecciones para el siglo XXI, se atreve a “pronosticar” las profesiones que desaparecerán en un futuro próximo; la primera es la de publicista, pues el algoritmo usurpa sus funciones, la segunda la del médico, pues ya existen robots con millones de datos en su memoria que ningún médico puede tener entre sus conocimientos y que pueden dar un diagnóstico mucho más preciso. Las enfermeras y enfermeros tardarán más tiempo en desaparecer porque son las que intuyen en la mirada del paciente cómo se siente y cómo hay que cuidarlo. Seamos pues las enfermeras del idioma, los “correctores” de las máquinas, los que demos belleza a nuestro idioma, los que lo cuidemos. Por ahí debería orientarse la nueva tendencia de la enseñanza de la traducción, por lo menos hasta que la inteligencia artificial nos alcance.

         ¿Pero la belleza no es un concepto subjetivo hasta en el idioma? Steven Weinberg, fallecido premio Nobel de Física, habla de la belleza de las teorías físicas, que son bellas por su simplicidad y su inevitabilidad, y a los curadores y críticos de arte que le reprocharon que no podía hablar de la belleza de unas teorías, Weinberg les contesta que tan subjetiva es la idea de la belleza de las teorías físicas como la de la belleza artística, y que el concepto de belleza no tiene nada que ver con el de la elegancia de las ecuaciones, como algunos confunden, pues, como dijo Einstein: “Dejemos la elegancia para los sastres”.

         Y a los que argumentan hoy que la inteligencia artificial nunca podrá suplir la belleza creada por el hombre, lingüística, o de otra índole, les propongo echar un vistazo al experimento que ha hecho el periodista científico español Kiko Llaneras con un programa de inteligencia artificial llamado Geniverse (geniverse.co) “pensada para aumentar tu creatividad”. Tú le dices qué quieres que pinte y el programa, la máquina, lo hace. Llaneras reconoce que lo que más le impresionó fue cuando le pidió al programa que le pintara un valle atravesado por un río, con búfalos alrededor y nubes multicolores. Aquí tienen la prueba. 




Cualquier crítico de arte de los de “¿cuánto hay pa eso?”, que los ha habido siempre, diría que un desconocido nuevo genio de la pintura estaba exponiendo su obra en la galería X. La inteligencia artificial ya está aquí y todos, traductores incluidos, tenemos que prepararnos para eso. Orwell ya no es política ficción, es una crónica de nuestros días.

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXIII / 23 de abril del 2022

Día del Libro y del Idioma


martes, 15 de marzo de 2022

Quiero un libro de Magdalena Seijas [CCCLXXXII]

Edgardo Malaver

 

 

Barquisimeto, como lo conoció Magdalena Seijas.
Foto cortesía de Luis Alberto Perozo

 

 

 

         La semana pasada, cuando mi amigo Sérvulo Uzcátegui volvió a las páginas de Ritos de Ilación, como casi siempre, con reflexiones literarias, se me antojó que yo debía hacer lo mismo. Y para que hubiera alguna diferenciación entre nosotros, pensé que si él hablaba de autores hiperconocidos como Teresa de la Parra y Julio Garmendia, yo iba a escoger alguno de tantos cuyos nombres nadie recuerda. Y fue así como, escarbando entre mis anotaciones, volví a dar con una mujer del siglo XIX que, a pesar de los obstáculos, se las arregló para dejarnos silenciosas evidencias impresas de su existencia.

         La escritora Magdalena Seijas, según Rafael Ángel Rivas y Gladys García Riera, nació en Barquisimeto un día que no ha quedado anotado, tan poco se sabe de ella. En alguna época, sin embargo, una calle de la ciudad ha llevado su nombre. Si usted desea ir del Instituto Universitario Jesús Obrero al restaurant La Flaca Fast Food, que está tres largas cuadras más allá en la calle 54, puede caminar hacia el este por la carrera 22-A, que antes de llamarse así, se llamó Magdalena Seijas. También existe un auditorio Magdalena Seijas en el Instituto Pedagógico de Barquisimeto.

         Seijas escribió al menos cinco novelas, según el diccionario de Rivas y García Riera: Aves sin nido (1903), Amor y fe (1904), Raquel (1905), Un rayo de sol (1907) y Flor de martirio (1920). En 1919, un año antes de su muerte, publicó también una obra epistolar titulada Aventuras de dos muñecas, título que insinúa al mismo tiempo narración y poesía. Como ensayista, publicó en 1902 Responsabilidad de las madres.

         No parece haber —debo seguir investigando— libros de cuentos de la autora, pero Rafael Fernando Seijas (1845-1902) incluye un cuento suyo en el célebre Primer libro venezolano de ciencias y bellas artes, de 1895. El cuento, a la vez breve y contundente, se titula “Cosas del tiempo”, y su protagonista, Consuelo, que de principio a fin del relato está sentada frente al espejo, aparece como un retrato la mentalidad que la época imprimía en las jóvenes y que las hacía incluso verse a sí mismas como meras imágenes superficialmente bellas, pero totalmente inútiles para otros fines, ni siquiera para el crecimiento de su propio ser interior.

         Seijas narra serenamente, describiendo a su personaje solamente en aquellos detalles que conciernen a su belleza física y el esmero que constantemente pone en acentuarla y hacerla visible y, con el paso de los años, en mantenerla a flote cubriendo las fallas, hasta que sufre la cruel derrota del tiempo y la decadencia natural de los cuerpos. Consuelo descubre, después de una vida de mirarse al espejo y esperar que su belleza atrajera a alguien, que todo ha sido un engaño y que ha perdido el tiempo. No le queda nada más que llorar, y también con esa sensación del fracaso más nítido se queda el lector, que se pone de su lado, pero no puede hacer nada por las mujeres del pasado. A pesar de esto, el relato, como toda obra de arte concebida con el ser humano en el norte, nos trae al presente para revelarnos su poder persuasivo y su imponderable belleza.

         Conocía este texto desde hace unos meses, pero hace unas tres semanas me tropecé con una nota de El Cojo Ilustrado resucitado por Twitter, donde ponían un texto firmado por Magdalena Seijas y aparecido en la revista en 1896. El texto, brevísimo y exquisito, se titula “El ideal”, y cabría perfectamente en lo que hoy llamamos prosa poética. José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), que con justa razón goza ahora de la fama de cultivar como un dios esta forma de hacer poesía, tiene que haber bebido, a pesar de ser más joven, de la misma fuente que Magdalena Seijas. Donde Ramos Sucre dice, en “Preludio” (1925):

 

El movimiento, signo molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo; mas yo lo habré escalado de brazo con la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor,

 

ya Seijas había dicho, en “El ideal” (1895):

 

Yo haré solitaria el viaje de la vida, pues sin ti todo me lastima, pero en las noches silenciosas, si oigo un arrullo que no es ni el gemir de la torcaz ni la queja del aura en la espesura, ¡creeré que es tu voz que remeda un nombre que no puedo descifrar!

 

Donde Ramos Sucre dice:

 

...de tal modo que este será el epitafio de nuestro idilio y nuestra existencia: pasaron como sonámbulos sobre la tierra maldita...,

 

Seijas ha dicho:

 

el hombre también perece cual la flor, y sólo quedan en el corazón huellas de recuerdos o sobre las tumbas epitafios que nadie lee...

 

         A estas alturas no puedo esconder que estoy sencillamente encantado con la desconocida Magdalena Seijas.

         Hace unas horas encontré una revista mexicana de 1902 en la que aparece una historia firmada por ella. Sé que es la misma de Barquisimeto porque comienza hablando del “caudaloso Santo Domingo”, que corre de Mérida a Barinas para unirse al río Apure. “La loca del cacaotal”, que tiene una prosa por momentos sencilla, por momentos profunda, pero siempre armoniosa, trata, como los otros dos cuentos, del amor, de la vida y de la vida ingrata de las mujeres en un mundo injusto. Zuna es una esclava de 19 años que ha decidido dejar de alimentarse para acabar con el sufrimiento de haber perdido a su hijo y de haber sido separada de su África natal, donde ostentaba el rango de princesa. Aunque su ama, Josefa, se empatiza con ella y le da comodidades para que recupere el deseo de vivir, Zuna enloquece y sólo llega a alcanzar la felicidad gracias a la muerte.

         A este ritmo, posiblemente para diciembre pueda armar un libro de cuentos dispersos de Magdalena Seijas. Necesito que pronto vuelvan a abrir las bibliotecas nacionales para ir a buscar las novelas. Si alguien del respetable público tiene noticias de alguno de los libros de esta joya larense y venezolana, qué bueno sería escucharlas. Quiero un libro de Magdalena Seijas.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXII / 14 de marzo del 2022

 

 

 

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Ligeia, Annabel y otras mujeres de Poe

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lunes, 7 de marzo de 2022

La obra de un navibotellista: Julio Garmendia y La tienda de muñecos [CCCLXXXI]

Sérvulo Uzcátegui

 

 

Venezuela en la obra de Garmendia, según Uzcátegui

 

 

 

         Para mí ha sido un tema recurrente escribir o traducir escritos sobre “rarae aves” de la literatura como Rafael María Baralt, Teresa de la Parra, Antonio Márquez Salas y, más recientemente, Franz Kafka, y cuando le llegó el turno a Julio Garmendia, quien tal vez es una de las aves más raras de nuestra literatura venezolana, me topé con algo que me mantuvo atorado durante más de un año. Claro que la actual situación con la pandemia de la covid-19 y la gran incertidumbre que generó —y sigue generando— contribuyeron un poco a ese atasco, pero eso sólo ha sido una circunstancia adicional; el hecho es que en toda su parquedad, sobriedad y sencillez aparentes, la corta obra de Julio Garmendia es una de las más complejas que he encontrado en mi vida. Y ésa es la principal razón por la que apenas hoy logro dar forma a este artículo.

         Julio Garmendia es (al menos para mi generación) un concepto firmemente encasillado, casi un lugar común en nuestra literatura venezolana. A estas alturas del siglo XXI, el volumen de las páginas que sobre él se han escrito supera ampliamente lo que él publicó en su larga vida. Sus relatos me han acompañado desde la escuela primaria y a lo largo de la secundaria, más específicamente varios relatos o extractos de los mismos en mis libros de Castellano y Literatura, en una época en la que, si quería leerlos, tenía que comprar el libro o ir a una biblioteca, cuando no tenía la suerte de que alguien en casa tuviera ya el libro. Sólo más adelante, a mediados de los años 80, tuve suficiente dinero suelto para comprar en una conocida librería en Sabana Grande un ejemplar de La hoja que no había caído en su otoño, que leí ávidamente y conservé por varios años, hasta que se perdió en una de las sucesivas mudanzas de mi familia. Luego me fui a Alemania, siguiendo los pasos de la mujer de mi vida, no sin que justo antes de eso mi familia se mudara a un apartamento en la esquina de Socorro en la Avenida Fuerzas Armadas, desde cuyas ventanas en el piso 5 o 7, podía verse la calle (y, si mi memoria no me engaña, también la propia fachada) del viejo Hotel Cervantes, donde Garmendia pasó la última etapa de su vida. Y fue entonces cuando lo perdí de vista, dedicado a otras cosas, hasta hace muy poco, cuando, sobre todo gracias a los libros en formato PDF, he vuelto a leerlo.

         Ahora que he leído completa la edición de su obra en la Biblioteca Ayacucho (la más completa a mi parecer) Me he condenado a mí mismo a trabajar en un ensayo más amplio y complejo sobre este autor larense pero universal en muchos sentidos; pero aquí quiero concentrarme en ese tan singular relato que es “La tienda de muñecos”, que le da título a su primer libro, publicado en 1927.

         Varias veces se han usado adjetivos como “indefinible“ o “inclasificable” para referirse a ese relato, en el que el autor utiliza el ya muchas veces utilizado recurso del falso apócrifo, para introducir al lector de un empujón en un breve pero intenso informe en primera persona acerca de un hombre que recibe, de manos de su abuelo y su padrino, una vieja tienda de poca iluminación y menos ventilación (como he podido verlas todavía en el centro histórico de la ciudad de Quito, donde vivo actualmente) poblada por juguetes y muñecos antiguos, como ya casi no se los ve hoy en día; una tienda donde el anónimo autor del informe ha nacido y crecido, y donde todo indica que también morirá, como su abuelo y su padrino, en una especie de universo cerrado y de tiempo congelado lleno de formalidad y solemnidad, donde cada muñeco, en una especie de sociedad humana en miniatura, ocupa un lugar y desempeña un papel que están firmemente establecidos y donde la movilidad social es vista con desconfianza; en suma, un retrato miniaturizado de lo que al parecer era aún la sociedad venezolana de comienzos del siglo XX (antes de que nos azotaran, primero el boom del petróleo y, más adelante, lo que suelo llamar, recurriendo a una expresión de E.M. Cioran, “el virus de la libertad”), y como sigue siendo la sociedad quiteña de la que ahora estoy siendo testigo; una sociedad diminuta fabricada y colocada dentro de una botella, o un recipiente de vidrio de abertura estrecha, con mano diestra y técnica misteriosa, como desde hace siglos y hasta el día de hoy lo siguen haciendo los artesanos que arman y despliegan, sobre todo barcos dentro de botellas de diversos tamaños, como los Buddelschiffe alemanes o los bateaux en bouteille franceses; estos últimos incluso han acuñado el término navibouteilliste, o simplemente bouteilliste, para referirse a esos maestros artesanos, y, a falta de un equivalente en nuestro idioma, simplemente voy a calcarlo (¿qué más da?) para redefinir a Julio Garmendia, que en uno de sus misteriosos relatos supo meter su sociedad en una botella y, convertida en una cápsula de tiempo, hacerla llegar hasta nosotros. Tal es el mérito de Julio Garmendia, el navibotellista.

 

servuzcg@yahoo.es

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXI / 7 de marzo del 2022

  

 


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Libros análogos o digitales, o La lectura cuando no disponemos de libros

Obsoletely fabulous

Baralt no desapercibido


lunes, 28 de febrero de 2022

Plumas de gallina en una plaza [CCCLXXX]

Edgardo Malaver Lárez

 


  

Marisela, obra de Douglas Castillo, mira
el cielo en Apure, Venezuela

 
 

 

         San Felipe Neri (1515-95), según cierta tradición oral, una vez escuchó la confesión de una mujer que se arrepentía de haber calumniado a una vecina. El santo vio en ella la pena del remordimiento y le explicó que, excepcionalmente, le iba a poner la penitencia antes de darle la absolución. Le pidió que fuera a su casa y eligiera la gallina más gorda que tuviera. Luego, la penitente tenía que buscar el centro justo de la Plaza de San Pedro y desplumar ahí la gallina. Sólo después podía volver al confesionario para recibir el perdón.

         La mujer fue a su casa y escogió la gallina, la llevó a la plaza y la desplumó y volvió al templo para contárselo al confesor. “Padre, deme la absolución porque he cumplido la penitencia”, debe haberle dicho, contenta de que hubiera sido tan sencillo. Pero el sacerdote, según la tradición, le contestó: “No, antes tienes que regresar a la plaza y recoger todas las plumas que le arrancaste a la gallina”.

         La lengua, como concluye Quevedo en uno de los tantos cuentos que se le atribuyen, es lo mejor que tiene el hombre, pero es también lo peor. Con la lengua hablamos de amor, con la lengua enseñamos cosas buenas a nuestros hijos, con la lengua bendecimos a Dios; pero también con la lengua nos insultamos unos a otros, con la lengua sembramos intriga entre los hermanos, con la lengua causamos dolor y vergüenza.

         Con una sola palabra puede uno salvar a una persona de la desesperanza y la soledad, pero también con una sola palabra puede hundirla y destruirla. Con una palabra cambió Santos Luzardo la visión que tenía Marisela de sí misma, que le permitió abandonar el estado de salvajismo en que la habían dejado sus padres para convertirse en una mujer bella y responsable de su propia vida. También con una sola palabra aquella ave infernal aplastó en el suelo, para siempre, al ya desconsolado protagonista del poema más célebre de Edgar Allan Poe.

         “Por toda palabra ociosa será juzgado el hombre”, les dijo Jesús a los fariseos. Y agregó que será por el uso de la palabra que se le perdonará o se le condenará. Años más tarde, un amigo suyo, Santiago, escribiría: “El que puede dominar su lengua será capaz de dominar todo su cuerpo”.

         Hablar, entonces, no es sencillo, no es cosa de juego. Hablar, en todos los contextos, es más bien arriesgado. No sabemos nunca qué camino van a tomar nuestras palabras ni qué semilla van a sembrar en los corazones donde caigan. No es sensato pensar que las palabras son apenas eso, palabras. No hay palabra que sea solamente una palabra. Las palabras pueden ser piedras que hacen heridas, murallas que no se pueden saltar, océanos que se pueden cruzar.

         Además, las palabras se las lleva el viento, como se llevó las plumas de la gallina de aquella calumniadora. Recurrimos a esta expresión para implicar que lo que se dice carece de firmeza y significado, pero resulta que ahí está justamente el peligro, porque el viento se devuelve, siempre se devuelve. Y la suave brisa que soplaba cuando dijimos una "simple" palabra puede regresar convertida en huracán. Y no se puede hacer nada para detener un huracán.

         En suma, hablamos más de lo que es sabio hablar, hablamos demasiado sin pesar las palabras que decimos, y lo menos que hay que hacer en la vida es usar la palabra con descuido. Decir es adquirir un compromiso, sea para bien o para mal. Decir nos ata a lo que hemos dicho, sea que hablemos para acariciar o para golpear. Por algo en algunos países les dicen a los arrestados, como en las películas: “Tiene derecho a permanecer callado. Todo lo que diga puede ser y será utilizado en su contra”. El silencio, por ende, también tiene su valor, y no se lo lleva el viento.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXX / 28 de febrero del 2022

 

 


 

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viernes, 25 de febrero de 2022

Aniversario con heterónimos [CCCLXXIX]

Edgardo Malaver Lárez


 

Queridos amigos, Ritos de Ilación está llegando

hoy a su noveno aniversario. Qué de cosas hemos dicho en ese tiempo. Y qué de cosas queremos seguir diciendo. Gracias a los colaboradores, a los lectores. Gracias a la lengua española, que nos abriga como una... lengua madre.

¡Feliz cumpleaños de Ritos para todos!



 

Orinoco, río de ilación

 

 


         Para celebrar el noveno aniversario de Ritos de Ilación, me puse a hacer el ocioso ejercicio de pensar de qué podría tratar la revista (como generosamente la llama nuestra compañera Laura Jaramillo, la otra cumpleañera de la semana), si tuviera otro nombre. No es que estemos pensando en cambiárselo, es que la palabra ritos se parece a tantas otras, o al menos exige tan pocos cambios para transformarse en otras palabras, es decir, se presta tanto para crear heterónimos, que provoca jugar.

         Por ejemplo, si Ritos de Ilación se llamara Gritos de Ilación, cualquiera pensaría que se trata de un grupo de gente que protesta contra alguna situación insoportable, y quizá escribiríamos todas nuestras afirmaciones entre signos de exclamación. Si fuéramos expertos en simbología, podríamos haberlo llamado Mitos de Ilación y, después de nueve años, los lectores tendrían la imaginación bien abultada.

         Difíciles de imaginar, digo yo, serían las áreas a las que podríamos habernos expandido cambiando solamente las vocales de ritos (y no siempre las dos). Ratos de Ilación sería más bien una publicación de señoras, jubiladas todas, que disfrutan pasar juntas cuatro tardes a la semana, tejiendo o tomando té. Retos de Ilación sería el sitio web de una asociación de montañistas y escaladores que no pueden vivir sin imponerse “desafíos que los lleven cada vez más arriba”, como diría su video de presentación. Mientras tanto, un grupo de bigotudos con bandanas y pasados de kilos que recorren largas carreteras a bordo de un enjambre de Harleys formarían club y lo llamarían Rutas de Ilación. En Caracas y en Mérida podría fundar un restaurante un fanático de la película Ratatouille y llamarlo Ratas de Ilación, con su respectiva aplicación para ordenar delivery. (Estoy pensando ahora que sería más lógico si fuera el nombre de una banda dedicada a robar en mansiones lujosas, pero quizá estos no quieran hacerse publicidad.) En otros países de América del Sur, tendría sentido tener un “órgano divulgativo” para una asociación que se llamara Rotos de Ilación. No creo que los miembros femeninos, si se separaran de la asociación, aceptaran bautizar el suyo Rotas de Ilación.

         Hay, por otro lado, mucha gente que gusta de hacer muecas en los momentos menos oportunos, y ellos podrían tener hasta una sala de fotografía llamada “Rictus de Ilación”. Como pasa con las llamadas Ratas de Ilación, no es probable que los colectivos de secuestradores deseen hacerse conocer con el nombre comercial de Raptos de Ilación, porque, apenas lo hagan, los especialistas del equipo de fisonomistas Rostros de Ilación van a ir a identificarlos y se acabó el grupo... y el negocio. Vicios de Ilación tal vez sí les sería atractivo a los que fuman o toman demasiado alcohol.

         ¿Qué publicaríamos si nuestro espacio se llamara Litros de Ilación? Quizá serían estudios sobre el Orinoco, o mediciones científicas sobre las lluvias e inundaciones... o ambas cosas. Si en las vacaciones montáramos un quiosquito de empanadas en la orilla de la playa, podríamos entregar a nuestros clientes un volante sobre atractivos turísticos cercanos, que se llamara Fritos de Ilación. Los amantes de las finanzas virtuales probablemente se harían asiduos a nuestros comentarios si nos cambiáramos el nombre a Criptos de Ilación. E indudablemente, si nos dedicáramos a la música, nos llamaríamos Ritmos de Ilación.

         También podríamos hacer muchas combinaciones, y muy rítmicas, con las palabras en las que se puede transformar ilación. Ritos de Fijación podría ser un libro en que un psicoanalista escribiera, como hizo Freud, sobre casos que representaron para él éxitos palpables. O retos... o mitos... o simples rictus). Mientras tanto, la gente que gusta de la genealogía y sus ceremonias, se deleitaría con nuestros Ritos de Filiación. También los estudiosos de la teoría literaria nos visitarían de vez en cuando si nos rebautizáramos como Ritos de Ficción. O incluso más, si cabe, Mitos de Ficción.

         Y para que no todo sea ficticio e hipotético, puedo revelar —no me parece que lo haya hecho antes en estos nueve años— que en el 2013, cuando buscaba un nombre “que no desdijese mucho” de su ideal, vine a figurarme que Ritos fuera una especie de comienzo para mis alumnos y todo aquel que quisiera atisbar lo que en él dijéremos —¿sonó a narrador de Don Quijote?—, que fuera apenas el comienzo de un recorrido de disfrute con las palabras, con la ciencia y el arte de la lengua. Leer el primer número tenía que ser como... como un rito de iniciación...! ¡Eso, un rito, pero de ilación, que fue la palabra que encendió esta llama! Aquel día tuve, ya lo ven, mi primer rito de ignición.

         Y ahora celebramos nuestro noveno aniversario. Todo un hito de ilación.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXIX / 25 de febrero del 2022

 EDICIÓN DEL NOVENO ANIVERSARIO

 

 

 

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sábado, 29 de enero de 2022

La experiencia vicaria [CCCLXXVIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

La vicaria (o Catharanthus roseus)
es originaria de Madagascar

 

 

 

         Mis alumnos estaban estudiando esta semana que acaba de terminar el elusivo concepto de literatura. Uno de mis compañeros de cátedra les dio una clase sobre esta noción y, naturalmente, en algún momento llegó al término experiencia vicaria, que definió rápidamente y quedó muy claro. Sin embargo, dos días después, en el foro que tenemos en una plataforma de aulas virtuales, una estudiante lo recordó y comentó, acertadamente, que era mediante el pacto ficcional, la suspensión de la incredulidad del lector, que podíamos llegar a vivir la experiencia vicaria, sentir lo que sienten los personajes de una obra literaria, es decir, empatizar con ellos.

         Sentí la necesidad de comentar sobre la palabra vicario y me fui por un camino que me trajo de vuelta a Ritos. De modo que va a ser aquí donde dé mi respuesta a esta alumna y a todo el grupo.

         Lo primero que vino a mi mente fue el título que tiene el papa de “Vicario de Cristo”, es decir, el que lo representa en la tierra; por semejanza, en cada diócesis, el obispo tiene también un vicario, que es el sacerdote que queda en su lugar cuando él está ausente. El diccionario de la Academia dice en primera acepción, que pone como adjetivo, la que más nos interesa: “Que tiene las veces, poder y facultades de otra persona o la sustituye”.

         En realidad, esta palabra existía en latín antes de la llegada del cristianismo a Roma. Vicarius significaba ‘suplente’. Un funcionario o un sirviente que sustituía a otro que moría o que era asignado a otras funciones se llamaba vicarius. Deriva de vicis, ‘turno’, ‘opción’, que terminó convirtiéndose en nuestra vez en español. De esta vicis proviene también el prefijo vice-, que aparece en vicepresidente, vizconde, virrey; en todas estas palabras está el significado del sustituto, del que asume la posición de otro. La forma ad vicem , además, se usaba como nosotros usamos ahora en vez de.

         La joya escondida de esta genealogía de palabras es el adverbio viceversa, tan útil y, hasta ahora, tan misterioso. En latín se escribía como dos palabras y describía la imagen de un movimiento que sustituía (vice), que invertía el curso (verso), el orden de las cosas. Cuando alguien ha pasado muchas vices, muchas veces, por cambios de estado o de circunstancia, se dice que ha tenido vicisitudes, que también es una palabra que luce disfrazada de otra cosa.

         En suma, la experiencia vicaria, en literatura, consiste en sentir, gracias a la sola significación de las palabras que leemos u oímos del narrador de una historia, aquello que están sintiendo los personajes de esa historia. Gracias a las palabras, y gracias a ese tejido de imágenes y evocaciones que es la literatura, somos capaces de experimentar el dolor de Werther, la soledad de Aureliano Buendía, la injusta frustración de María Eugenia Alonso. Nos sentimos, vicariamente, en lugar del personaje y luego, en la llamada realidad, aunque no nos pase nunca, conocemos la sensación. Es el secreto de la literatura para hacernos volver a ella una y otra vez. No sabemos con precisión lo que es, no tiene forma ni color, no sirve para nada, pero no podemos vivir sin ella.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año IX / N° CCCLXXVIII / 29 de enero del 2022

 

 

 

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