lunes, 10 de julio de 2017

Plebiscito [CLX]

Edgardo Malaver



En el 287 antes de Cristo, el pueblo romano se fue
de Roma hasta que se le reconocieron sus derechos


 


         Yo conocí la palabra plebiscito de labios de mi abuela Juanita, que me contaba a menudo su relato particular del final de las dictaduras de Juan Vicente Gómez y de Marcos Pérez Jiménez. Días o semanas después, oí a alguien más hablar del mismo tema, pero decía más bien plesbiscito. La confianza que le tenía a mi abuela era tal, que no se me ocurría de ninguna manera que ella se hubiera equivocado, así que, para estar preparado si se presentaba la ocasión, corrí a mi diccionario, y descubrí, primero, esa extraña ese antes de la ce y, luego, que la otra, la de la primera sílaba, como yo pensaba, era un error.
         En noviembre de 1957, Pérez Jiménez, sabiendo que, como 1952, no iba a poder ganar lícitamente las elecciones, decretó la realización de un plebiscito (no previsto en la Constitución de 1953) para que los ciudadanos decidieran si debía o no seguir en el gobierno hasta 1962. Durante la votación, que ocurrió en mitad de un período de protestas populares fuertemente combatidas por los cuerpos de seguridad, los votantes recibían un sobre con dos tarjetas: una circular y azul que expresaba el voto afirmativo y la otra cuadrada y roja para votar en contra del gobierno. Había que introducir una sola en la urna.
         Como suele suceder en las dictaduras, los empleados públicos fueron amenazados con perder sus trabajos si votaban por el no. En mi familia, mi tío Miguel, cuñado de mi abuela, trabajaba en el Instituto Nacional de Obras Sanitarias (INOS) y el día siguiente del plebiscito debía llevar a la oficina cinco tarjetas rojas para demostrar que su familia había apoyado a Pérez Jiménez. De modo que la mía y muchísimas familias venezolanos debían encontrar una forma de votar en contra y, a la vez, conservar el empleo. La solución para mi abuela fue convertirse en una de los 186.015 votantes (6,35 por ciento) que entregaron el sobre vacío y se llevaron las dos tarjetas en un bolsillo.
         Los plebiscitos tienen una larga historia y un origen honroso. La lucha por la igualdad de derechos entre patricios y plebeyos en Roma comenzó unos 600 años antes de Cristo. Los plebeyos habían ido conquistando posiciones y objetivos hasta que, en el 287 antes de Cristo, a raíz de una victoria militar importante en los Apeninos, los patricios derogaron arbitrariamente los derechos de la plebs, del pueblo. La respuesta de éste fue abandonar en masa la ciudad, con lo cual paralizaron, de la noche a la mañana, casi todas las actividades cotidianas en toda Roma, acontecimiento que terminó llamándose Secessio plebis (separación plebeya).
         Congregados en lo que hoy se llama Trastevere, redactaron un proyecto de ley en la que las decisiones de los plebeyos, tomadas por medio de plebis scita, adquirían rango de ley para todos los ciudadanos romanos sin necesidad de aprobación del Senado. No volverían a Roma a menos que se aceptara y pusiera en práctica esta norma. Los nobles, temiendo la ruina económica de la ciudad a causa de la ausencia de la mano de obra, la aprobaron inmediatamente.
         La palabra plebiscito, entonces, se forma del genitivo plebis y el sustantivo scitum (resolución, decreto). Scitum está relacionado también con debate, dilucidación, consenso, y está presente en la raíz de nuestro sustantivo ciencia. En suma, puede traducirse plebis scitum como ‘decisión de la gente’. Y como se transparenta, no hay razón para pronunciar esa ese en la primera sílaba, porque la palabra plebe, que también tenemos en español desde siempre, no la incluye.
         En este momento de la historia de Venezuela, sin embargo, junto con el conocimiento de la palabra, de su pronunciación y su significado, lo que más valdría la pena sería hacer honor a su origen: la lucha por la igualdad de todos ante la ley, sin ventajas para los poderosos. En diciembre de 1957, Pérez Jiménez volteó las cifras del voto para permanecer en Miraflores. Logró salirse con la suya porque, en apariencia, tenía todos los poderes de su lado... y el miedo de mucha gente. Un mes después, fue él quien tuvo miedo cuando se le volteó todo el mundo.
         Hoy en Venezuela, miedo tienen muy pocos. Y como en Roma, los que están acorralados son los que están en el poder. Que decida la gente, diría un romano descalzo. Yo pienso en mi abuela, y oigo dentro de mí su voz que me dice y me repite: “Vivir en dictadura es lo peor, lo peor”.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CLX / 10 de julio del 2017

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