lunes, 6 de enero de 2020

Ni tres ni reyes ni magos [CCLXXXVI]

Ariadna Voulgaris


Según san Agustín, para seguirle el ritmo a la estrella de Belén
los Reyes Magos necesitaban dromedarios



         Envalentonada por los comentarios de mis amigos de Venezuela sobre mi artículo acerca de la Navidad (más de la mitad firmados por mi amiga Alejandra), me voy a atrever a escribir ahora sobre la Epifanía, es decir, la llegada de los magos de Oriente. Aquí entre nos, había querido hacerlo desde que el director publicó “El primero que cayó por inocente” (Ritos LXXXVIII) hace poquitico más de cuatro años, pero él se refería al muérgano del rey Herodes, que es el malo de esta película, y yo quiero hablar de los buenos muchachos que llamamos Reyes Magos. Y ese es mi punto: que no eran magos, mucho menos reyes y ni siquiera deben haber sido tres.
         Esta vez le toca al compañero san Mateo echarnos el cuento. Así como, por causa de una sola palabra de san Lucas, durante la historia se ha entendido que la Santísima Virgen dio a luz a la intemperie, en el caso de los Reyes Magos siempre se ha concebido que son tres debido a que ese fue el número de regalos que le trajeron al “rey de los judíos”, cuya estrella “habían visto” (Mateo 2, 2). Pero no hay evidencia ninguna en el evangelio de que fueran tres, siete ni doce, quién sabe si eran cuarenta. Solo podemos estar ciertos, por el plural magos, de que eran más de uno.
         Tampoco dice en ninguna parte que sean reyes. Según el historiador italiano Franco Cardini, el primero que llamó reyes a estos personajes fue Tertuliano (155-220 después de Cristo) al descubrir un pasaje en los Salmos en que David afirmaba que el Mesías, de niño, sería visitado por soberanos gentiles. Y fue nada menos que san Agustín de Hipona (354-430 después de Cristo) quien calculó que para llegar de Oriente a Belén en el tiempo que debe haber estado aquella estrella guía en el firmamento, tenían que haber viajado en dromedarios africanos, más que en camellos, que son más lentos.
         Lo que sí dice san Mateo es que eran magos. Sin embargo, no se puede interpretar esta palabra hoy de la misma manera que se entendía en el siglo I. El número tres y la noción de rey no han cambiado gran cosa en este suspiro de ángel que ha transcurrido desde que nació Jesús, pero no es lo mismo con la palabra mago. En aquel tiempo, un mago era una suerte de científico que estudiaba los astros y la matemática de la historia. Bastante imprecisa que era aquella “ciencia”, que ya se llamaba astrología, pero era lo más avanzado que existía. Aquellos “astrólogos” tenían la disciplina de un científico profesional (razón por la cual eran capaces de predecir acontecimientos, no por ser adivinos ni charlatanes) y bien lejos que estaban de parecer siquiera autores de horóscopos semanales, prestidigitadores que sacan palomas blancas de sombreros negros o personajes misteriosos que desaparecen edificios detrás de grandes cortinas de seda. Ni siquiera eran lo que en la Edad Media perseguía la Inquisición por tener relaciones (incluso sexuales) con el demonio. Ni el doctor Bombay, el amigo de Samantha Stevens, que tenía el poder de aparecer y desaparecer en el tiempo y el espacio, calificaría como mago si lo paráramos al lado de Melchor, Gaspar y Baltazar.
         Como consecuente, a pesar de lo muy poco que sabemos de los Reyes Magos, son unos personajes imprescindibles en el cristianismo. Representan al mundo pagano que viene a honrar a Cristo, a la ciencia que saluda a su hermana la fe, a la historia que se reinicia ese día: son el pasado, el presente y el futuro e incluso se les representa como uno anciano, uno joven y uno de mediana edad. Y son las razas de la tierra (se pinta a uno europeo, uno africano y uno asiático) que se juntan alrededor de un niño venido del cielo. Eso, primero eso, es lo importante... cultural, religiosa e históricamente.

ariadnavoulgaris@gmail.com



Año VII / N° CCLXXXVI / 6 de enero del 2020




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