Edgardo Malaver Lárez
Los Jardines
Colgantes de Babilonia son la única maravilla del mundo antiguo de sobre la cual no queda evidencia tangible. Ilust.: O. Mann |
En español
hay más diminutivos que palabras. Hay tantos que en unos países se usan unos
que a veces en otros países no se conocen. Pienso ahora mismo en el diminutivo borrico
de los españoles, que para nosotros en Venezuela, por más que le pongamos
cabeza, está lejos de sugerir su significado de ‘burro pequeño’. Pondré un solo
ejemplo, porque hay más en el número II de Ritos, de marzo del 2013, en
el que José Antonio Millán nos hablaba de lo que llamó diminutivos ocultos,
es decir, términos que, en apariencia, o por reputación, son palabras primitivas,
pero que por morfología son diminutivos: ardilla, abanico, cangrejo.
En Perú los
diminutivos son caracteres tan dominantes que, a menudo, incluso las apócopes los
tienen: acortan, por ejemplo, señora y dicen seño, pero luego,
influidos por el poder seductor del diminutivo, a las mujeres que han llegado a
la madurez las llaman señito. El diminutivo incluso ha penetrado el
territorio de los habitualmente imperturbables adverbios: aquicito, tardecito,
casito. Aunque algunos de ellos viven también en otros países, aquí se
sienten más en casa.
¡Pero...!
Lo que más me asombra y me vuelve a asombrar, por más que lo oiga cada día con más
frecuencia, es el diminutivo de algunos nombres propios que hasta parecieran
haber sido diseñados intencionalmente para no admitir diminutivo. Y hay tres
nombres particulares, masculinos los tres, de esos impermeables que, en Perú,
han tenido que bajar la cabeza ante las fuerzas hipocorísticas del habla:
Edgar, César y Héctor. Los tres son nombres cuyo rasgo común más destacado es el
de llevar el acento en la penúltima sílaba; además de eso, es interesante que terminan
con un sonido consonántico que no les da, en realidad, señales masculinas ni
femenina. ¿Y cómo se construye en Perú el diminutivo de estos bienaventurados nombres?
Edguítar, Cesítar y Hectítor. Seguramente hay otros, pero
para ser rigurosamente honesto, no han llegado aún a mis oídos.
Entonces, dejándome
llevar por las insinuaciones el método científico, intenté hacer un corpus de
estos nombres para ver qué me descubría. Quizá por mi impericia como filólogo, sólo
encontré Amílcar. A pesar de que cumple con la descripción del “corpus”, apenas
puedo hacerme hipótesis porque nunca he oído que a nadie lo llamen Amilquítar.
Ampliando un
poco el criterio de selección, se me aparecen estos: Apolinar, Baltazar, Omar y
Oscar. La diferencia con los anteriores es que son todos palabras agudas, pero
lo importante es que nadie va a dudar de construir sus diminutivos con el
sufijo -cito. Es decir, habrá que ponerlos en otra gaveta.
Una curiosidad
que tiene el “corpus” inicial es Héctor, que termina con -or y no con -ar,
y su “descendiente”, Hectítor. Por esa razón, decidí ampliarlo y entonces
entraron nombres como Agenor, Amador, Igor, Nabor, Nicanor y Salvador. Sin
embargo, ninguno de estos parece susceptible de aceptar el peculiar infijo de
diminutivo que los convertiría en Agenítor, Amadítor, Iguítor,
Nabítor, Nicanítor y Salvadítor. A no ser, limitadamente, remotamente,
por el primer caso, no suenan plausibles. A este grupo pertenecerían —¿como excepción
fonética, quizá, por ser grave entre los agudos?—, Néstor y Nestítor,
pero todos conocemos a algún Néstor al que llaman Nestico.
Hasta donde
he llegado en esta brevísima investigación, todo indica que es un diminutivo
peruano. Apenas tenga más noticias al respecto, me apresuraré a comentárselo a
ustedes aquí mismo. Si de veras lo es, quizá se explique por la influencia que
han tenido las lenguas indígenas sobre los hablantes del español en Perú. Y si
ocurre en otros países, bien podría ser una “reacción” del propio español a
nombres que, en el fondo y en su origen, son extranjeros: inglés el primero, latino
el segundo y griego el tercero. Sin embargo, muchos de los otros que hemos
considerado y que adoptan diminutivos de manera muy propiamente española
también lo son. Toca seguir investigándolos.
Cuando yo
era pequeño, al lado de mi casa vivía una familia cuyo hijo más joven se
llamaba Esteban, y todos lo llamábamos Estebita. A la primera, cualquier
podría haber pensado que estábamos menoscabando la masculinidad de aquel niño,
pero lo cierto es que a nadie llamaba esto la atención porque es una de las formas
regulares en que se comporta el diminutivo en español. Pasa lo mismo, al menos
en Venezuela, con el sustantivo mano: su diminutivo más común es manito,
aunque sea, y siga siendo, femenino.
Qué lástima
que antes de Cristo no existiera la lengua española. Habría sido un gusto saber
con qué diminutivo llamaba su madre a aquel rey de Babilonia que ahora recordamos
por la construcción de míticos jardines colgantes y la destrucción del templo
de Jerusalén.
emalaver@gmail.com
Año
XI / N° CDXXXVI / 4 de diciembre del 2023
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