lunes, 17 de julio de 2017

Asesino [CLXI]

Edgardo Malaver



En los siglos XI a XIII los cruzados intentaron reconquistar
los territorios en que se había escenificado la vida de Jesús




         La policía de Londres nunca encontró a Jack el Destripador. Nunca supo su nombre verdadero ni tuvo asomo de intuición de su apariencia. En 1888 el célebre asesino descuartizó a cinco mujeres al abrigo de la oscuridad de la noche y logró escapar sin ser visto ni despertar sospecha. Tenía una preferencia malévola por las prostitutas, por lo que muchos han insinuado que su perturbación espiritual debía ser aún mayor que su desvío psicológico.
         En realidad, la conducta de un asesino no deja, por lo regular, mucho espacio para las líneas rectas. Y normalmente las curvas y los quiebres van en diversas direcciones. Es como la propia palabra asesino, que ha serpeado por los siglos y ha pisado el territorio de varios idiomas, aunque siempre dentro de la atmósfera del crimen.
         En los tiempos de las Cruzadas —la primera se inició en el 1096 y la última, la novena, terminó en 1272—, apareció en el reino nazarí un grupo que, para resumir lo que se dice de él, estaba formado por fanáticos musulmanes que consumían hachís y, en nombre de Alá, emboscaban a sus adversarios políticos y militares, casi siempre cristianos, para inmolarlos. Aunque algunos autores dicen que no eran adictos, la secta terminó recibiendo el nombre de ‘los fumadores de hachís’, que en la lengua árabe de la época se decía, aproximadamente, hash shashin. A pesar de ser una pequeña minoría, la severidad de sus actos llamaba mucho la atención. Por algo nos dejaron en herencia una palabra.
         A pesar de que la palabra asesino tiene sinónimos claros como homicida, criminal, sicario, verdugo, matón, matarife, suicida, kamikaze, genocida, en derecho se reconocen marcadas diferencias entre un simple homicida, por ejemplo, y un asesino. Un homicidio no implica la preparación alevosa y torcida que requiere un asesinato. Y aunque suene duro a nuestros oídos, no todos los homicidas son delincuentes, porque un homicidio puede ser accidental, involuntario e incluso inadvertido. Todas estas “modalidades” de ejecutar el acto de matar (y las que, gracias a Dios, no se me ocurren) desembocan en el final común de la muerte de la víctima, pero cada una de ellas contiene algún rasgo que las distingue de las demás.
         No parece haber grandes diferencias entre los crímenes que cometían los miembros de la secta de los consumidores de cáñamo y muchísimos que se cometen ahora. Elementos como la elucubración, la ventaja física, la emboscada, las motivaciones ideológicas, la ambigüedad moral y ética, e incluso el uso de sustancias estimulantes son comunes a una y otra época, pero hay factores nuevos: armas más “sofisticadas”, sueldos más jugosos, perpetración en público y, a veces, hasta cámaras de televisión.
         Caín, Bruto, Barba Azul, Charlotte Corday, el asesino de John Lennon comparten con muchos reyes, tiranos y jefes militares ese nombre que recrudece la oscuridad de su significado con la inocencia de sus víctimas. Asesino, como sucede con cada palabra puesta en su ambiente natural, no será nunca una simple palabra. Dicha con la fuerza que da el dolor, traída a la voz por la injusticia, pronunciada por los labios rabiosos de los dolientes, puede convertirse en la piedra más dura lanzada a la frente de los opresores.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CLXI / 17 de julio del 2017

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