Edgardo
Malaver
Maestro bueno, ¿qué debo hacer? Ilustración china (1879) del pasaje de Jesús y el joven rico |
Hace un año publicamos en Ritos un artículo inspirado en el Día
del Maestro en el que, sin embargo, hablaba yo de la etimología de la palabra alumno. Se titulaba “Niños de pecho”.
Hoy, abrumados de tristeza por el inmerecido desprestigio que sufre, dedicamos
este día a la palabra maestro.
La palabra maestro proviene del
sustantivo latino magister, o magistrum. Sabiendo esto, uno finalmente entiende por qué los
maestros, entre sí, llaman magisterio
a su profesión, a las actividades que llevan a cabo o, incluso, a las
organizaciones que los agrupan. Entiende también uno lo que significa el
término clase magistral. Y si es por ampliar
el vocabulario, uno anota entonces magistratura,
magisterial, maestría (que solemos llamar magister
scientiarum), contramaestre, maestranza. Todas ellas parecen
referirse a alguien o algo que destaca de lo demás.
Ciertamente. La palabra contiene el
adverbio magis, que equivale a nuestro
más. Para resumir lo que podría ser
una charla demasiado fastidiosa sobre una lengua que mi familia no ha hablado
ni estudiado, por lo menos, en las últimas cinco generaciones, concluyamos que uno
llama maestro al ‘que sabe más’ de un asunto, de una disciplina (en la que lo
siguen unos discípulos). Por otro
lado, con el adjetivo minus, ‘menos’,
se construyen minister, que en
español equivale a ‘sirviente’, ‘lacayo’, ‘criado’, y, lógicamente, ministerio, es decir, el ‘servicio’... o
así era en la antigüedad. En la actualidad, curiosamente, el magisterio está bajo
las órdenes de ministros, que no suelen ser maestros de nada ni parecen
interesados en llegar a serlo.
En inglés, la palabra master, que equivale a ‘amo’, pero
también a ‘maestro’ en un sentido más místico —Jesucristo y Confucio son
maestros, Obama es un simple lecturer—,
deriva igualmente de magister, como maître en francés, mestre en catalán y maestru
en rumano. Siempre rodeadas estas palabras de la dignidad que da el respeto que
sienten los demás por quienes no sólo enseñan sino que además no cesan de
aprender, como si siempre fueran pupilos de escuela, como si intentaran hallar
el ser humano que llevan por dentro.
En español, y en todos los idiomas, que
yo sepa, sólo después de obtener una licencia (o licenciatura) para ejercer una
profesión puede uno inscribirse en una maestría, es decir, no se alcanza el
grado de maestro al concluir los estudios universitarios. El de maestro es,
pues, un título mucho más honroso que el de profesor, por más que muchos
profesores se sientan disminuidos —hasta se molestan— cuando los llaman así.
Uno no se atreve, porque no concuerda, a llamar profesor a Andrés Bello, a
Simón Rodríguez, a Cecilio Acosta, o a Mariano Picón Salas, a Luis Beltrán
Prieto Figueroa, a Arturo Úslar Pietri. Estos son maestros, por más que algunos
de ellos hayan sido profesores imprescindibles a nuestras universidades. La
educación formal moderna ha encontrado una fórmula para aminorar esos pruritos:
los profesores son instructores, asistentes, agregados, asociados, titulares. Existe otra palabra, en
apariencia asépticamente científica y contemporánea —permite aglutinar todas
las anteriores, ni siquiera tiene género—, pero no es difícil adivinarle el
genotipo romano: docente. Y un
docente es justamente un maestro, el que “dociliza”, el que convierte el barro
informe que es el niño en figura humana consciente y madura.
Cada 15 de enero aparece en Venezuela,
único país en que se celebra en esta fecha, multitud de artículos de periódicos
en los que se ensalzan las virtudes que ha de tener un individuo, de cualquier
edad, para merecer el nombre de maestro. ¿Cuáles son esas virtudes? Los
sinónimos de la palabra nos las dicen: padre,
hermano, amigo, compañero, protector, modelo, líder, guía, conductor, orientador, consejero, tutor, mentor, héroe.
Y no sólo etimológica sino que también
culturalmente, un maestro, un magister,
es una persona en quien sus alumnos confían y a quien quieren emular.
Los discípulos de Jesús, por ejemplo, no lo llamaban maestro sólo porque él les enseñaba algo
que ellos buscaban aprender. También lo era porque ellos veían en él un modelo,
un norte, una esperanza cierta de hacerse hombres mejores, una prueba viviente
de que es posible convertir la prédica en conducta cotidiana.
Qué poderosa esta palabra y qué
reveladora su etimología: ella sola dice que aquel que no está dispuesto a todo
esto no es un maestro, es un diletante.
emalaver@gmail.com
Año V / N° CLXXXIX / 15 de enero del 2018
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