lunes, 18 de enero de 2016

Niños de pecho [XCI]

Edgardo Malaver



Miguel de Unamuno en algún pasillo
de la Universidad de Salamanca (1936)



Para Miriam Lárez,
literalmente mi primer alma mater, por el Día del Maestro

         Primero les pareció que coger era siempre y en todas partes vulgar y les dio por decir agarrar en todo lugar y momento; después no quisieron decir más hacer porque era informal y comenzaron a decir realizar para parecer educados; más tarde les dio la fiebre de que poner no debía usarse porque eso era lo que hacían las gallinas, y desde entonces dicen colocar hasta cuando se ponen a llorar. Hay un zancudo que sobrevuela una pobladísima nube de hablantes, los marea y les inocula una gripe a causa de la cual, de la noche a la mañana —o más bien de un canto de gallo a otro—, dejan de decir lo que es lógico, habitual y congruente para hundirse en el desbarajuste y el sinsentido. Todo esto, sin embargo, puede llegar a entenderse, porque, al fin y al cabo, así evolucionan las lenguas. A mí lo que me molesta es el bendito zancudo.
         Un día ese zancudo le picó a un representante estudiantil, y éste, sin tener memoria de los siglos de existencia de la lengua que hablaba, comenzó a evangelizar a los demás diciéndoles que la palabra alumno era, nada menos, un insulto para los estudiantes.  Su idea principal era —aún es, porque la prédica no cesa— que alumno se componía del prefijo a- (negación) y la raíz lumen (‘luz’); o sea, que un alumno es al final alguien que carece de luz. Una de las ideas secundarias era que, vistos así, los alumnos habían sido sometidos desde tiempos antiguos a la voluntad de los iluminados profesores, que se creen dueños de todo el saber humano, al cual les dan acceso sólo a cuentagotas y mediante reprochables prácticas y actitudes autoritarias.
         ¿Los sin luz? Ciertamente parece un insulto. Sin embargo, ese pretendido desmontaje morfológico de la palabra y su desafortunado resultado revelan un enorme desconocimiento de su dignísimo significado, su etimología y, también, del español, del latín y de la historia y el funcionamiento de todos ellos. No hace falta consultar el diccionario de cabecera de Cicerón para descubrir que alumnus era en Roma un participio del verbo alo (‘alimentar’), es decir, era lo que ahora se llama una palabra primitiva, no derivada. Un alumnus era ‘aquel que es alimentado por otro’, y más originariamente, un ‘niño de pecho’.
         Más tarde debe haberse empezado a llamar alumnos a los niños que aprendían de un maestro, porque intelectual y espiritualmente también estaban alimentándose de él. Por una buena razón, más tarde todavía, se llamó alma mater a las universidades, porque en el terreno de los conocimientos, la universidad es la madre que nos nutre y nos forma altos ideales humanos. (Ah, alma y alto también provienen del verbo alo.)
         Ser alumno, entonces, tendría que ser, por lo menos para nosotros los universitarios, tener ante nosotros todos los caminos abiertos, los caminos que han recorrido todos los hombres, pero que para cada hombre es un camino nuevo. Y la tarea de enseñarnos a elegir está en manos de nuestros maestros, que con propiedad pueden hablarnos de su paso por esos caminos. En vez de una época en que carecemos de luz, es una época en que descubrimos la luz que nos habita. Me acuerdo de Miguel de Unamuno, que una vez en una conferencia en Salamanca, ante una pregunta ingenua de un estudiante sobre Cervantes, le respondió, aproximadamente: Adivino por su pregunta que usted no ha leído Don Quijote. Qué afortunado es usted, que puede leerlo por primera vez e iluminarlo con los ojos de un niño.


emalaver@gmail.com



Año III / Nº XCI / 18 de enero del 2016

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