Edgardo Malaver
Ya me
había sucedido con Ángel Rosenblat: pensar que se me estaba ocurriendo una idea
original y descubrir, apenas leer un poco sobre el asunto, que ya el maestro lo
había dicho antes. Volvió a sucederme el 6 de noviembre, esta vez con Andrés
Bello: apenas terminé de escribir mi esclarecido artículo de ese día sobre la
conjugación de los verbos nevar y forzar, sólo después de terminar, me tropecé
con el pedestal de Bello, y todavía me siento pequeñito.
Dejé
pasar los días para recuperarme, consciente de que esta iba a ser una segunda
razón para escribir sobre él hoy, 29 de noviembre, fecha de su nacimiento.
El
capítulo XXIV de su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), titulado
“Verbos irregulares”, nos descubre, nada menos, las 13 clases de irregularidad
que pueden presentar los verbos en español. Somerísimamente, se dividen así:
La
primera clase incluye todos los terminados en –acer, -ecer, -ocer, como nacer, florecer, conocer, respectivamente; pero también lucir, asir, caer, yacer. La segunda clase comprende
aquellos que alteran la vocal acentuada de la raíz y la convierten en diptongo
en la conjugación: acertar, adquirir, jugar, volar; y sigue una
larguísima lista, que Bello explica pormenorizadamente. La tercera cambia la e de la última sílaba de la raíz a i, o la o a u: concebir (concibo), podrir (pudras). En la cuarta clase la anomalía
es añadir una y a la raíz general,
terminada en vocal: argüir (arguyo). La quinta es exclusiva, según
Bello, para el verbo andar, mientras
que la sexta lo es para oír.
Pertenecen a la séptima clase todos los que terminan en -ducir (entre los cuales el autor destaca traducir), traer y sus
compuestos. La octava incluye sólo salir
y valer. La novena, bastante
compleja, puede simplificarse groseramente así: el grupo de los que se conjugan
como advertir y el formado por dormir y morir. La décima clase está formada por esos enrevesados verbos que
tienen cuatro raíces posibles: caber,
saber, hacer (y sus compuestos, como satisfacer)
y poner. La undécima está formada por
los verbos que tienen tres formas de base: querer
y poder (con la peculiaridad adicional
de que no se prestan para el imperativo). Los de la duodécima clase, tener y decir (y sus compuestos), tienen… ¡cinco raíces! La clase
décimotercia —así dice Bello— está reservado para el verbo decir y todos los que se construyen a partir de él, que también
pueden tener hasta cinco raíces.
Bello
aísla de éstos un grupo que llama “irregulares sueltos”, debido a su excesiva
irregularidad y las dificultades que implica su clasificación. Incluye en él dar, estar,
haber, ir, placer y ver. Sin embargo, no se detiene ahí. El
siguiente capítulo se titula “De los verbos defectivos”, que forzosamente son
irregulares. Y hasta el capítulo XXVIII sigue tratando la conjugación, su
fascinante construcción y sus precisísimos significados.
Cualquiera
diría, entonces, que con esto es suficiente para desistir de estudiar español, aun
siendo hablante nativo; cualquiera diría que jamás y nunca vamos a poder captar
con conciencia todos los detalles que hace falta considerar para utilizar
semejante complejidad; pero Bello nos reserva aún una joya más como conclusión
de sus anotaciones sobre el asunto: “Yo dudo que alguna de las lenguas romances
sea tan regular, por decirlo así, en las irregularidades de sus verbos, como la
castellana”. Y agrega más tarde: “Y aun sucede en castellano que diferentes
causas de anomalía concurren muchas veces en un mismo verbo”.
Así como
no se puede ahora salir a la calle sin persignarse, no debería uno atreverse a
hablar de la lengua sin leer a Bello. ¡Ave,
magister!
emalaver@gmail.com
Año V / N° CLXXXII
/ 29 de noviembre del 2017
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