Edgardo Malaver
Hace unos meses un canal de televisión venezolano presentó
una telenovela chilena que bien podía describirse como una reescritura de la brillante
novela El difunto Matías Pascal, del escritor
italiano Luigi Pirandello. La telenovela trataba de las transformaciones que
sufre una familia de clase media cuyo padre, Carlos Vega, muere en el primer
capítulo y no deja a su esposa y sus tres hijas más que deudas y un rosario de
sorpresas sobre la vida oculta que llevaba. El que en vida era conocido y
alabado como un hombre trabajador, responsable y devoto resulta ser un
sinvergüenza que todo lo ha conseguido por vías ilegales y moralmente
condenables. La única propiedad que no se ha perdido es un negocio que queda en
el centro de Santiago. Cuando van a visitarlo, creyendo que se trata de un
restaurant, descubren que era un prostíbulo y esa misma noche llega un juez a
embargarlo. Las cuatro mujeres emprenden entonces la recuperación del negocio,
que convierten en una discoteca. Y no por la ciudad, sino por el apellido de
las tres muchachas, le cambian el nombre a Club Las Vegas.
Lo que convierte Las
Vegas en un caso extremo no es nada de lo dicho en el párrafo anterior,
sino el hecho de que, a pesar de haber sido filmada originalmente en español,
es decir, con actores que hablaban español como lengua materna, en un país de
habla española y, a pesar de que en Venezuela, desde que el mundo es mundo,
hablamos también español, el audio con que fue emitida aquí la telenovela no
era el original sino un doblaje.
Viene a mi mente el caso de El Chavo del 8. En los años 70, oíamos a la Chilindrina decirle a
Quico, por ejemplo: “Pareces un zopilote mojado”, y no hacíamos más que
reírnos. ¿A alguien le importaba lo que pudiera significar zopilote modado en México? Estaba claro que lo estaba insultando.
Si alguien quería imaginarse a un zopilote mojado —para lo cual no había
tiempo: había que seguir viendo y riéndose—, sólo tenía que ver a Quico. Cuando
don Ramón tomaba la decisión de irse de la vecindad y pedía al Chavo que le
cargara las petacas o doña Clotilde invocaba
a los espíritus chocarreros o doña
Florinda describía cariñosamente a don Ramón diciendo que tenía patas de chichicuilote, a nadie se le ocurrió
decirse: “Caramba, chico, vamos a traducirles
esta serie a los venezolanos para que no se pierdan en medio de tanto
mexicanismo”. Todos entendimos siempre todo. Y lo disfrutamos. Y los niños de
la segunda década del siglo XXI también lo entienden y lo disfrutan todo en El Chavo... ¡sin doblaje!
Cuando, por ejemplo, Julio Cortázar escribe: “Los puchos caían
sobre la rayuela y Oliveira calculaba para que cada ojo brillante ardiera un
momento sobre diferentes casillas”, ¿se pone a pensar que en español de Cuba o
de Costa Rica quizá no se llame así lo que él llama rayuela o que los colombianos o los españoles quizá no conozcan la
palabra pucho? No hace falta pensarlo
porque está escribiendo en la lengua materna de esos lectores. Y si los autores
propios no tienen ese detalle con los lectores que hablan tantas variedades de
la misma lengua, ¿tienen que tenerlo los traductores que nos descifran obras
extranjeras? Y si es así en la traducción, ¿tendría que ser diferente en el
doblaje?
¿Había que doblar Las
Vegas? ¿Acaso el español de Chile anda por el mundo, como Matías Pascal y
Carlos Vega, de incógnito? ¿Es tan lejano al de Venezuela como para que los
venezolanos necesiten que se les “traduzca” un material que ha sido elaborado
en su propia lengua? De ser así, ¿por qué no se dobló Aquí no hay quien viva o Yo
soy Betty, la fea? La “industria” del doblaje parece haber dado un paso más
en su evolución, más allá de la manía de ponerle nombres “neutros” a todo; pero
¿no estará, en su afán de borrar las “fronteras lingüísticas”, llegando al
extremo de crearlas donde nunca han existido?
emalaver@gmail.com
Año III / Nº LXVIII / 3 de agosto del 2015
No hay comentarios.:
Publicar un comentario