lunes, 27 de julio de 2015

El griego en función del castellano [LXVII]

Ariadna Voulgaris


         Mi padre es griego. O más precisamente lo era su padre. Yo aprendí muchas palabras griegas en las rodillas de mi abuelo, y luego estas palabras me han acompañado e iluminado cuando he estudiado matemática, historia, anatomía, etc. Y este etcétera incluye la lengua española. ¿Qué es lo que en español no proviene del griego, aunque sea después de ser decantado por el latín? Desafortunadamente, mi abuelo murió antes de que yo me hiciera totalmente consciente del tesoro que me estaba inyectando con las sonrisas y los juegos con que entretenía a la única nieta que logró conocer.
         Como mi familia, después de 55 años en Venezuela, ha tenido que volver a Grecia, yo me puse a buscar trabajo aquí con la desventaja de que ahora nuestra lengua materna es el español. Pero esa fue una desventaja hasta el día en que comencé a trabajar en un instituto de artes escénicas donde me han encargado dos cursos de español para jóvenes que tienen que estudiar al menos dos lenguas extranjeras para graduarse. Todo el material didáctico está seleccionado, profesores y alumnos tienen total acceso a él desde el principio y nadie duda que el método que hay que adoptar sea efectivo —ha sido aprobado siguiendo patrones de la Unión Europea—, pero la campana de la curiosidad ucevista no deja de repicar en mi cabeza. Tengo que formarme mi propia visión de lo que voy a hacer en el aula.
         En mi segundo día en el instituto pregunté por la biblioteca, que terminó llamándose, también, María Callas. Y ahí me esperaba un libro. Es un libro sencillísimo, de 93 páginas (de las cuales apenas 35 se pueden considerar parte de un método de enseñanza del griego) que casi ni menciona siquiera qué hacer con los textos, con los ejercicios, con los ejemplos. De los diez capítulos (diez lecciones) que lo forman, el primero trata del alfabeto y el resto de una lectura en la cual el autor simplemente indica que el estudiante debe encontrar las palabras de origen griego que hay en cada texto y buscar su significado, presumiblemente para conectarlo con el prefijo, la raíz o el sufijo de esas palabras.
         El libro es de 1971, lo cual lo condena al exilio de mi bibliografía regular, pero me ha permitido hacer algunas travesuras muy fructíferas. Cuando los muchachos, muy jóvenes todos, se dan cuenta de la inmensa ventaja que tienen al hablar griego como lengua materna, casi sin quererlo se apasionan por el español. El secreto de este autor es que los textos, auténticos y de diversos orígenes, rebosan de palabras de origen griego que además son de uso cotidiano en el griego actual. Son tan numerosas, que no puede uno contentarse con hacer un solo ejercicio, siempre desea hacer otro y otro. Al final, el estudiante se siente en casa intentando construir imágenes ajenas con reglas propias... o imágenes que son de todos con reglas que ya no sienten tan ajenas.
         No me figuro de ningún modo si eso pasa en otra combinación de idiomas, pero con mis muchachos griegos ha pasado y yo me siento feliz de que las lenguas extranjeras que hay entre ellos y yo terminen intercambiándose para ser propias de todos.
         Ah, el libro, del cual, según Google, sólo se conserva un ejemplar en la Biblioteca Central del Estado Trujillo, se titula El griego en función del castellano, y fue escrito por el sacerdote venezolano Manuel Montaner.


ariadnavoulgaris@gmail.com




Año III / Nº LXVII / 27 de julio del 2015

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