Edgardo Malaver
El sesquipedalismo desnuda al hablante como en una pintura de Henri Matisse. La danza, 1909 |
Ya habrá entrado usted en un supermercado en que el portero le haya querido visualizar la cartera o el morral [no existe ley que ampare esa irrespetuosa práctica, pero como usted no lo sabe, no se atreve a oponerse]. Ya habrá inicializado más de una vez su computadora. Ya algún funcionario le habrá recepcionado unos documentos sin revisionarlos. Ya usted se ha enfrentado a toda esta problemática y ha sentido que se le tensionan los músculos y se le movilizan las emociones negativas, o sea, se le negativizan. Pues no se deje influenciar, porque esa situación no se puede legitimizar en su emocionalidad
Si fuéramos romanos de la antigüedad, diríamos sin temor a quedar en ridículo, que hablar así equivale a bailar con dos pies y medio. Diríamos que somos sesquipedales, o sesquipedálicos. O sea, sufrimos de sesquipedalismo.
El pie, en la métrica de la poesía griega y latina, era una medida equivalente a muy pocas sílabas (casi siempre dos, casi nunca más de cuatro). En cada pie se marcaban dos tempos: uno hacia arriba y uno hacia abajo. En la poesía acompañada de danza, en la cual el golpe del pie del bailarín en el suelo señalaba el tempo ascendente o descendente, la palabra pes (pedis) terminó dando nombre a cada grupo de sílabas que componía el verso.
Entonces, bailar con dos pies y medio y no con dos, como las personas normales, habría equivalido a alterar el ritmo de la música, de la poesía y de la danza. Por esa razón las expresiones de los hablantes inclinados hacia la sesquipedalia verba son innecesariamente rimbombantes, desmesuradas, pedantes, y, ergo, malogran —al menos alteran, adulteran— la comunicación.
La señal más sonora de sesquipedalismo que encontramos todos los días es la sustitución del verbo abrir por aperturar; pero también es frecuente la de conmover por conmocionar, la de culpar por culpabilizar, la de marginar por marginalizar, la de poner por posicionar. Eso es en la región de los verbos. En el de los sustantivos, florecen permisología en lugar de permisos, impetuosidad en lugar de ímpetu, intencionalidad en lugar de intención.
Mis amigos van a decir que nada me satisface, pero resulta que existe la tendencia contraria: la de acortar palabras que ya tienen una forma acuñada en el habla común: optimar por optimizar, traumar por traumatizar; pero no va ser verdad. Hay dos ejemplos que, a mi juicio, añaden significado a una palabra anterior. Mi preferido es juguetear, que no significa lo mismo que jugar, y el otro es señalizar, que no apunta hacia el mismo lado que señalar.
El sesquipedalismo entonces parece una conducta contraria a lo que uno sabe de teoría lingüística —por lo menos el principio de economía del lenguaje—, pero resulta que también existe lo que podríamos llamar el antisesquipedalismo, y ambas actitudes nos dan datos de cómo es la lengua dentro de la mente de los hablantes.
Los unos, buscando parecer cultos, inteligentes, dueños de muchos conocimientos, en lugar de simplificar lo que desean decir, lo ornamentan, lo prolongan, lo complican. Los otros hacen lo contrario, pero terminan en lo mismo.
Y logran todos lo que lograríamos si bailáramos con dos pies y medio: tropezar, trastabillar con el ritmo y desequilibrar a los demás. En lugar de trastocar, trastornar, transformar las palabras, siempre y con fines tan vanos, habría que recordar el consejo más respetable que nos dejó Henry David Thoreau: “Simplificar, simplificar, simplificar”.
emalaver@gmail.com
Año VIII / N° CCCXXXI / 23 de noviembre del 2020
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