...i los pensamientos se tiñen del color
de los idiomas.
Bello
El artículo de la
semana pasada trataba de Rodrigo Díaz de Vivar (h. 1048-1099), el Cid
Campeador, para homenajearlo porque se cumplían 920 años de su muerte, pero
sobre todo para hablar del Cantar de mío
Cid, la obra literaria que narra sus hazañas. Y como había descubierto que
nuestro Andrés Bello estuvo investigando y escribiendo sobre el Cantar la mitad de su vida, me di el placer
de leer y utilizar sus escritos para sustentar lo que deseaba decir. Bello, por
cierto, hizo con la copia de Per Abat lo mismo que después haría Ramón Menéndez
Pidal, pero nadie recuerda ni menciona el hermoso y agudísimo trabajo de Bello.
La citas que utilicé
provinieron de la edición de 1881 de las obras completas de Bello editadas por
el Consejo de Instrucción Pública de Chile, de modo que el texto exhibía algunos
de los rasgos más destacados de las ideas del autor acerca de cómo debía ser la
ortografía de la lengua española. Tales rasgos hoy en día, en que muchas de las
razonable propuestas de Bello se quedaron sin el apoyo que un día reunieron, lucen
mucho como una trasgresión, cuando no una fuente de confusión: usa la i en lugar de la conjunción y, por ejemplo, y escribe general y energía con jota. ¿Por qué don Andrés escribía tan mal?, puede
preguntarse cualquiera que no lo conozca.
Pues resulta que
estaba siendo equilibrado y ecuánime, porque en realidad Bello propuso en 1823
(la misma época en que comenzó a estudiar el Mío Cid) una reforma bastante sencilla pero también bastante audaz
de la ortografía del castellano, que en algún momento llegó a tener algo de
aceptación en Sudamérica, sobre todo en Chile. No sería justo decir que era
original, puesto que en el siglo XV Antonio de Nebrija ya había formulado el
corazón de la propuesta de Bello: “Tenemos de escrivir como pronunciamos, et pronunciar
como escrivimos”, porque de otra manera, ¿para qué tenemos letras?
Siguiendo esa lógica,
Bello publicó, junto con el colombiano Juan García del Río, en su Biblioteca Americana de Londres un
artículo titulado “Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar la
ortografía en América”, en el cual exponen que el castellano, que consta de
sonidos elementales bien diferenciados, “es quizá el único idioma de Europa que
no tiene más sonidos elementales que letras”. Además desestiman radicalmente la
utilidad de dos de los tres criterios de la Real Academia para configurar la
ortografía: el uso constante y la etimología. La pronunciación es para ellos el
único criterio razonable para tal fin.
En consecuencia,
“sugieren” —es la palabra que usan— una reforma ortográfica de dos etapas que
pretende conformar un alfabeto de 26 letras, variando también los nombres de
casi todas: A (a), B (be), CH (che), D (de), E (e), F (fe), G (gue), I (i), J (je), L (le), LL (lle), M (me), N (ne), Ñ (ñe), O (o), P (pe), Q (que), R (ere), RR (re), S (se), T (te), U (u), V (ve), X (exe), Y (ye), Z (ze).
Con esto no sólo queda
explicada la curiosa utilización de la i y la jota en Bello sino también en
autores contemporáneos y posteriores a él, como Simón Rodríguez, Fermín
Toro y Domingo Faustino Sarmiento. En 1844 la reforma había sido acogida
oficialmente por Chile, donde don Andrés era inmensamente respetado; luego lo
hicieron otros países, incluyendo Venezuela, pero la iniciativa naufragó
finalmente en 1944, cuando su gran promotor, Chile, la abandonó. Juan Ramón
Jiménez, sin embargo, siguió utilizándola por convicción hasta el fin de sus
días en 1958.
La ortografía, que
como dice Bello, no tiene por objeto “corregir la pronunciación común, sino
representarla fielmente”, puede ser tan sencilla como lo sean los sonidos de la
lengua. Y considerándola con criterios claros y coherentes, puede contener
ideas y emociones, conocimiento e imaginación. El quid es, entonces, si las
letras de veras pintan los sonidos de nuestras palabras, porque las palabras
han de dibujar siempre nuestro paisaje interior.
emalaver@gmail.com
Año VII / N°
CCLXVIII / 16 de julio del 2019
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