lunes, 14 de mayo de 2018

Miriam, el idioma más bonito del mundo [CCVIII]

Edgardo Malaver


 
Según Paz, nuestra madre es nuestra
primera traductora



         En 1991, comencé a trabajar como profesor de inglés en un colegio católico donde estudiaban únicamente niñas desde preescolar hasta sexto grado. Eran, entre alumnas, maestras, monjas y trabajadoras, unas 150 mujeres. Varones éramos tres, yo el tercero. El segundo estaba en la cancha, el profesor de educación física, que me había recomendado con la directora. Y el primero estaba en el sagrario de la capilla. También había dos niñas que se llamaban Vanessa Moreno: una en segundo y la otra en sexto, una de pelo crespo y largo, la otra de pelo liso y corto. La más pequeña, emocionada como todas las demás por la juventud del nuevo profesor —esto lo he entendido hace muy poco—, el primer día de clase, acaso por el mero placer de preguntar algo, parada frente a mi escritorio, me lanza: “Profesor, ¿cuál es el idioma más bonito del mundo?”.
         Recuerdo ese episodio hoy, Día de las Madres, porque vuelvo a oír en mi mente la voz de la mía, que es maestra de preescolar y me decía, cuando yo estaba como en sexto grado: “¡Ni se te ocurra estudiar para ser maestro!”. Al final, madre y maestra son algo así como sinónimos, si uno piensa en la lengua. A nuestra madre oímos decir las primeras palabras y a ella le pedimos en primera instancia los primeros significados que no logramos esclarecer por nosotros mismos. Octavio Paz dice incluso que nuestra madre es nuestra primera traductora.
         Y aprendemos, después de los años, después de experiencias y golpes, que no hay palabras más sabias ni más claras que esas primeras que hemos aprendido de ella. Y los refranes terminan perviviendo por causa de esta heredad que va de una generación a la siguiente. Ella, nuestra madre, es, pues, madre también de nuestro vocabulario, de nuestro acento, hasta de la velocidad en que hablamos. De ella imitamos, al principio, la forma de dirigirnos a los amigos, de preguntar, de hacer bromas. Elocuencia o silencio, mordacidad o inocencia, habilidad o torpeza son en el fondo herencia de la madre que nos da la lengua. Y si la lengua nos permite amar y odiar, acariciar y golpear —que ciertamente así es—, entonces con razón se le llama a la primera lengua que aprendemos lengua materna.
         Esta relación lingüística entre madre e hijo no cesa cuando ella habla una lengua extranjera en el país donde el niño está aprendiendo a hablar. Aunque él en la calle, en la escuela, en su interacción con el resto del mundo, utilice esa otra lengua, su lengua materna será la que aprendió de su madre y será esa la que hable mejor, en la que tenga una intuición más fina, una sensibilidad más profunda. Suele suceder, además, que pronto son los niños quienes comienzan a enseñar y a corregir a la madre esa lengua nueva que los rodea. Bien llevada emocionalmente, esta relación es multiplicadora y fructífera para ambos.
         La lengua en realidad no hace más que dar frutos, como una madre.
         ¿Se imaginan que, en lugar de decir “portugués de Brasil”, “francés de París”, “español de El Saladillo”, llamáramos el idioma que hablamos por el nombre de nuestra madre? Al menos el segundo domingo de mayo deberíamos llamarlo así. Yo el año que viene, cuando me pregunten, y si no me preguntan también, voy a decir que hablo Miriam, que es una variante del español de Margarita.
         Qué bonito sería. ¡Ah, no he dicho lo que le respondí aquel día a la pequeña Vanessa! Les dije a ella y a todas: “El idioma más bonito del mundo es el idioma en que nos canta nuestra madre mientras nos amamanta”.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCVIII / 14 de mayo del 2018




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