En 1991, comencé a trabajar como
profesor de inglés en un colegio católico donde estudiaban únicamente niñas
desde preescolar hasta sexto grado. Eran, entre alumnas, maestras, monjas y trabajadoras,
unas 150 mujeres. Varones éramos tres, yo el tercero. El segundo estaba en la
cancha, el profesor de educación física, que me había recomendado con la
directora. Y el primero estaba en el sagrario de la capilla. También había dos
niñas que se llamaban Vanessa Moreno: una en segundo y la otra en sexto, una de
pelo crespo y largo, la otra de pelo liso y corto. La más pequeña, emocionada
como todas las demás por la juventud del nuevo profesor —esto lo he entendido
hace muy poco—, el primer día de clase, acaso por el mero placer de preguntar
algo, parada frente a mi escritorio, me lanza: “Profesor, ¿cuál es el idioma
más bonito del mundo?”.
Recuerdo ese episodio hoy, Día de las
Madres, porque vuelvo a oír en mi mente la voz de la mía, que es maestra de
preescolar y me decía, cuando yo estaba como en sexto grado: “¡Ni se te ocurra
estudiar para ser maestro!”. Al final, madre y maestra son algo así como
sinónimos, si uno piensa en la lengua. A nuestra madre oímos decir las primeras
palabras y a ella le pedimos en primera instancia los primeros significados que
no logramos esclarecer por nosotros mismos. Octavio Paz dice incluso que nuestra
madre es nuestra primera traductora.
Y aprendemos, después de los años,
después de experiencias y golpes, que no hay palabras más sabias ni más claras
que esas primeras que hemos aprendido de ella. Y los refranes terminan perviviendo
por causa de esta heredad que va de una generación a la siguiente. Ella,
nuestra madre, es, pues, madre también de nuestro vocabulario, de nuestro acento,
hasta de la velocidad en que hablamos. De ella imitamos, al principio, la forma
de dirigirnos a los amigos, de preguntar, de hacer bromas. Elocuencia o
silencio, mordacidad o inocencia, habilidad o torpeza son en el fondo herencia
de la madre que nos da la lengua. Y si la lengua nos permite amar y odiar,
acariciar y golpear —que ciertamente así es—, entonces con razón se le llama a
la primera lengua que aprendemos lengua
materna.
Esta relación lingüística entre madre e
hijo no cesa cuando ella habla una lengua extranjera en el país donde el niño
está aprendiendo a hablar. Aunque él en la calle, en la escuela, en su interacción
con el resto del mundo, utilice esa otra lengua, su lengua materna será la que
aprendió de su madre y será esa la que hable mejor, en la que tenga una
intuición más fina, una sensibilidad más profunda. Suele suceder, además, que
pronto son los niños quienes comienzan a enseñar y a corregir a la madre esa
lengua nueva que los rodea. Bien llevada emocionalmente, esta relación es
multiplicadora y fructífera para ambos.
La lengua en realidad no hace más que
dar frutos, como una madre.
¿Se imaginan que, en lugar de decir “portugués
de Brasil”, “francés de París”, “español de El Saladillo”, llamáramos el idioma
que hablamos por el nombre de nuestra madre? Al menos el segundo domingo de
mayo deberíamos llamarlo así. Yo el año que viene, cuando me pregunten, y si no
me preguntan también, voy a decir que hablo Miriam, que es una variante del
español de Margarita.
Qué bonito sería. ¡Ah, no he dicho lo
que le respondí aquel día a la pequeña Vanessa! Les dije a ella y a todas: “El
idioma más bonito del mundo es el idioma en que nos canta nuestra madre
mientras nos amamanta”.
emalaver@gmail.com
Año VI / N° CCVIII / 14 de mayo del 2018
¡Hermoso!
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