lunes, 21 de octubre de 2024

Cada quien con su síndrome (I) [CDLXXXIII]

Edgardo Malaver



Sherezade, la narradora, con el sultán



Todos miramos el mundo y sus cosas, o más precisamente el mundo y sus gentes, con los ojos que nos moldea el oficio al que nos dedicamos. Antes de llegar a la adultez uno se da cuenta de que, entre más estudian, los abogados ven más el mundo a través del cristal de la ley, los científicos ven en el mundo las fuerzas con que la naturaleza sostiene la vida, los fotógrafos no ven el mundo sino imágenes encuadrables. A todos nos pasa, y así, cada quien termina diciendo que los números están en todo, que las palabras son las que construyen la realidad, todo es termodinámica. O que la vida entera es un milagro. O un sueño. O un síndrome.
Es tan cierto que cada uno de nosotros encuentra en su exterior lo que lleva por dentro que hasta existen síndromes que llevan nombres de personajes literarios u obras artísticas. No es nuevo: ya Sigmund Freud describió hace mucho tiempo un inmenso conjunto de “complejos” psicológicos basándose en conductas características de personajes de la antigua mitología griega, pero a mí no deja de asombrarme que este “sistema” sea tan coherente que por instantes me convenzo de que todo aquel mar de obras literarias, de personajes tan claramente dibujados, tan complejos y deliciosos, tan sobrenaturales y humanos a la vez, fueron concebidos desde el principio para calzar sin obstáculo, siglos y más siglos después, en la ciencia de Freud. Pasa también con la Biblia, con Las mil y una noches y con otros libros antiguos, pero Freud estaba enamorado con los griegos, es todo.
Existe, digo, gran cantidad de síndromes que se han definido en los términos de conocidísimos personajes literarios. Nada más nuestras madres comienzan a leernos cuentos antes de dormir, nuestra infancia comienza a penetrar en las complejidades de personajes que después, cuando uno sale a la calle, va y los observa hablar con fantasmas, salir de un baile con una sola zapatilla, hacerse pintar un cuadro que envejezca por ellos. Son cualquier niña que vende fósforos en la puerta de un teatro, cualquier rey que sospecha de la infidelidad de su reina, cualquier muñeco mentiroso al que le crece la nariz, pero lo que me impresiona más profundamente es que siempre es posible encontrarlos en un libro.
Uno de los primeros que se mezclan con nuestras horas de sueño en la infancia es el de aquella muchacha cuyo padre muere y la deja al cuidado de una madrastra malvada que la esclaviza y, después de mucho sufrir, es “rescatada” y desposada por un “príncipe azul”. El síndrome de Cenicienta, como se titula el cuento de Charles Perrault (1628-1703), afecta mayormente a mujeres que sienten una enorme necesidad de ser cuidadas, que conservan una imagen tan idealizada del padre que sólo puede llenar un hombre “perfecto” que viene a “salvarla” de un destino inferior a sus expectativas o a las de su entorno familiar o social. Este rasgo da como consecuencia, también, la recurrente evaluación de los méritos intelectuales, morales, estéticos de sus enamorados. Estas mujeres, de cierta forma, temen a la independencia, por lo que se involucran en relaciones que no siempre las satisfacen pero las “protegen”.
También existe el síndrome de Dorian Gray, que afecta a sujetos masculinos que, al igual que el personaje de Oscar Wilde (1854-1900), dan una inmensa importancia a la juventud como única fuente de satisfacción anímica y psicológica. La apariencia física es igualmente un fin en sí misma, y para mantenerla es lícito y preciso recurrir a las prácticas más inverosímiles (que recuerda el retrato que se hace pintar Gray en la novela para que envejezca mientras él permanece joven y atractivo). Lógicamente, los afectados por este síndrome sufren excesivamente el paulatino avance de la edad y la llegada de la vejez y pocas veces logran adaptarse a este proceso y disfrutar de sus bondades.


[Aquí sigue el síndrome de Otelo, pero lo leeremos el lunes que viene. Hasta entonces.]


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Año XII / N° CDLXXXIII / 21 de octubre del 2024


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