Edgardo Malaver
Quizá
por la oscuridad que circunda su origen, se sabe apenas que nació el 28 de
octubre, pero no se sabe con certeza si en 1769 o 1771. En cualquiera de los casos, hoy estaría de cumpleaños un personaje tan conocido y tan reconocido que podría esperarse que
ya no hubiera nada nuevo que decir de él. A pesar de que su biografía con
frecuencia ha sido injustamente relatada en función de su relación con Simón
Bolívar, Simón Rodríguez fue un intelectual que, aunque poco respetado en vida
por sus muchos otros méritos, es reverenciado en la actualidad por ser autor de
una obra brillante y adelantada a su tiempo. Además de todas las maravillas que
siempre he oído decir de él cuando se lo desprende del Libertador, ahora me
entero de que también fue traductor.
En 1801,
el mismo año en que fue publicado en Francia el original, Rodríguez inició y
concluyó, en cooperación con el mexicano fray Servando Teresa de Mier (1765-1827),
la traducción de la novela Atala, de François-René
de Chateaubriand (1768-1848), con el objetivo de utilizar el texto en las
clases de lengua española que daba en París. La traductora argentina Andrea
Pagni, que ha estudiado la historia de esta traducción, afirma que en realidad
persiste aún el debate acerca de cuál de los dos traductores habrá hecho la
traducción, o en qué proporción la habrá hecho uno, el otro o ambos. Pedro
Grases, por su lado, tiene la hipótesis de que los limitados conocimientos del
francés que tenía Mier y su notoria tendencia a la exageración y la
ficcionalización sugieren que pudo haber participado menos que Rodríguez en el
trabajo real de traducción.
Más allá
de estos detalles que quizá nunca lleguen a aclararse, hay un rasgo
inmensamente atractivo en la versión de Atala
publicada por Rodríguez: el hecho de que la portada del libro en español lleva
el nombre del traductor. Después de pasar la vida entera oyendo la queja de los
traductores acerca de su minimización, de su invisibilización, de su
inexistencia para autores, editores y lectores, ahora resulta que en el primer
año del siglo XIX, Simón Rodríguez, en un país que no era el suyo y ni siquiera
hablaba su lengua, logró poner su nombre —o al menos su seudónimo, Samuel
Robinson— en la portada de su traducción. No debe haber sido difícil, siendo él
mismo quien pagaba la factura de la impresión, pero en apariencia no hubo quien
se lo impidiera o se lo reprochara.
¡Pero hay
más! Este traductor, además, puso en la portada la dirección de su propia casa.
Invitaba con ello al público, se sabe, a procurarse la versión más clara y fiel
del original. Un traductor que, ¡desde la portada!, presenta tanta información
sobre sí mismo, incluso más que sobre el autor y la propia obra... ¿está haciendo
“lo correcto” o se toma demasiadas licencias? ¿Traduce o simula que traduce? ¿Traduce
o interviene en la obra? ¿Traduce o escribe? ¿Es invisible?
Hubo un
tiempo en que se pensó unánimemente que todo traductor debía ser invisible, es
decir, entregar la obra tan armoniosamente urdida en la lengua de llegada, tan
naturalmente gestada en las formas típicas de sus lectores finales, que a nadie
pudiera venirle a la mente que está leyendo una traducción. Paradójicamente, el
traductor que logra hacer esto, ser invisible, terminaba siendo más visible que
cualquier otro, pues semejante trabajo tiene que llamar la atención. Simón
Rodríguez pasa por encima de todas las teorías y todas las paradojas, se pone
al frente de aquello que va a exhibir y acapara, aunque no lo percibiera, todas
las miradas.
Otros
detalles de la novela, de su anécdota, del autor, de su contexto, de la
traducción, de su texto, del traductor (o traductores), de las circunstancias
generales y particulares de su aparición, de su trascendencia en el nuevo
contexto, todo, nos conducen a otras mil reflexiones. Como sucede habitualmente
con estos personajes admirables, no es sencillo estudiarlos sin detenerse punto
por punto en la herencia que nos han dejado, sobre todo por su diversidad. Y,
además, siempre terminan sorprendiéndonos con estas nuevas habilidades y
talentos que no sospechábamos que tenían.
emalaver@gmail.com
Año V / N° CLXXVI
/ 28 de octubre del 2017
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