Edgardo Malaver
Forqué y Sanz en ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? (1993), de Miguel Gómez Pereira |
Desde que la ciencia de las
computadoras —¿cómo se llama eso?, ¿computación?— se desarrolló lo suficiente
para producir rápidos avances en toda aquella actividad humana en que era
aplicada —con lo cual aceleró de tal modo el siglo XX que lo convirtió en el
más breve de la historia—, parece haberse instalado, por lo menos en las lenguas
occidentales —pero a mí me interesa la que hablamos en Venezuela— la manía de
llamar tecnología únicamente a los
aparatos y actividades directísimamente asociados a las computadoras y, más
tarde, a los teléfonos celulares. Todo aquello que no sea una laptop o un celular, una conexión wi-fi o un emoji corre el riesgo de no merecer el idolatrado nombre de
tecnología.
Lexicográficamente, habría que decir
que este uso de una palabra ya existente antes es una acepción más, nada más.
Sí, pero no tiene nada de malo adquirir conciencia de lo que uno va diciendo
por la vida. Además de que ninguna acepción de una palabra es sólo una acepción
más, no puede entenderse, como parece concebir la mayoría, que haya una sola.
La tecnología no es una vitrina en que se
exhiben exclusivamente las computadoras y los celulares, el GPS y la “nube”. Voy
a abstenerme a propósito —hasta que termine de escribir esto— de buscar en el
diccionario. A ver, la tecnología ha de abarcar todo invento, todo avance en la
creación basada en el sentido científico del hombre, que le permite acelerar
procesos, mejorar y simplificar actividades, ahorrar esfuerzo, reducir
distancias, lograr mejores productos... en una palabra, vivir mejor. El lápiz y
el papel, la rueca y el telar, la carreta y la canoa son productos de la
tecnología. No hizo falta que naciera Thomas Edison para que nos iluminara la estrella
de la creatividad —hija, según un antiquísimo lugar común, de la necesidad—. El
hombre primitivo, medio primate, medio humano, que por inteligencia o por
accidente descubrió que frotando dos pedazos de rama seca podía ahorrarse la
espera de un rayo que cayera exactamente a sus pies y le encendiera una fogata
es tan inventor como Edison.
Actualmente, está de moda pensar que
hay una generación que le está enseñando a sus padres a “usar la tecnología”. ¿Qué
hay de particular en eso? ¿Son diferentes a alguna generación anterior? ¿La
gente que inventó el cuchillo, hace más de dos millones y medio de años, no
tuvo que enseñarles a sus padres a usarlo? ¿Y no sucedió después que sus
descendientes no necesitaron que les enseñaran cómo se cortaba carne con aquel
adminículo? A mi abuela le daba miedo prender el televisor; a mi madre nadie
tuvo que enseñarle. A mi generación, ya casi no le interesa la televisión. Nada
especial.
Entonces, ¿quién inventó el cuchillo?
Quién sabe, pero probablemente haya estado tan fascinado con su invento que
vivía queriendo cortarlo todo con él. Y seguramente su generación, preocupada
por su salud mental, lo señaló de ser un adicto a la tecnología.
Sucede con la palabra tecnología lo que insinúa (más bien lo
dice claramente) el título de aquella película española de 1993, dirigida por
Miguel Gómez Pereira: ¿Por qué lo llaman
amor cuando quieren decir sexo? Dicen tecnología,
pero quieren decir Instagram... WhatsApp... Candy Crush...
El cuchillo, el lápiz, la silla, la vela,
la carreta, la bicicleta, el puente, el sacagrapas, la taza, el zapato, el
cincel, la rueda, el paraguas, el garapiño, el ábaco, ¡el reloj de sol! Si
usted crea un objeto para hacer un hueco en la tierra sin tener que usar las
uñas, usted es un inventor. Y a nadie se le ocurre llamar eso tecnología, pero
lo es.
emalaver@gmail.com
Año V / N° CLXXI
/ 25 de septiembre del 2017
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