Edgardo Malaver
De la página 643
de la 15ª edición
del diccionario de la Academia (1925)
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Una vez, en el año 2000, trabajando
como corrector en una revista, hice una travesura. En la edición de diciembre
se me estaba escapando un error inmenso en un reportaje sobre las comidas
venezolanas de Navidad. La palabra hayaca
aparecía en casi todos los párrafos y yo no me daba cuenta. Un minuto antes de
devolver el material al jefe de redacción, mi ángel de la guarda se apoderó del
control de mis ojos e hizo que mi vista cayera sobre la dichosa palabra que se
agazapaba sobre el papel entre las demás, que, cómplices, la escondían.
Me devolví, me senté de nuevo en mi
escritorio y cogí el diccionario, dominado por una pregunta, más que por una
duda: “¿Por qué Álvaro Melgarejo, el periodista más correcto del estado, habrá
escrito hallaca con ye?”. Y el
diccionario, mirándome con los ojos de mi madre cuando me increpa: “¡¿Esa es la
educación que yo te he dado?!”, me
respondió: “Pastel de harina de maíz
relleno con pescado, carne en pedazos pequeños u otros ingredientes, que,
envuelto en hojas de plátano, se hace en Venezuela, especialmente en Navidad”. O
sea, Melgarejo, como siempre, sabía lo que estaba haciendo.
Qué tentación. Si un día, en el Sol de Margarita, había despertado el
escándalo de todos al poner tilde a la mayúscula inicial del apellido del
gobernador, lo cual estaba respaldado por las reglas del español, ¿qué destino
me esperaba si dejaba, en apariencia, mal escrita una palabra tan importante en
diciembre en toda Venezuela? Pero qué delicioso iba a ser ponerle el
diccionario en la cara al director cuando viniera a reclamar que yo había
dejado escapar un error de aquel tamaño (que para mí se había reducido
inmensamente al pasar por la conciencia de Melgarejo). Iba a ser placentero demostrarles
a todos en aquella revista que nadie corregía a los correctores, excepto cuando
eran los redactores quienes se equivocaban. Qué tentación.
Además, había sostenido con Melgarejo conversaciones
sobre la manía de la gente de creer que la Academia tiene siempre la última
palabra y, a pesar de ello, no hacerle caso nunca. Todo desembocaba siempre en
la idea de que nadie se fija en cómo se escriben las palabras... en los medios
de comunicación, se entiende. Así que aflojé mi resistencia y me dejé tentar
por el diablito de la travesura. No corregí el “error” y entregué la que aquella
tarde fue la última prueba que debía leer.
(Ahora que Internet lo permite, he
descubierto que la palabra hayaca, aunque
con una definición más amplia, ha estado en el diccionario desde 1925, que desde
el 2001 aparece al mismo tiempo como cubanismo y venezolanismo y que en este
último caso tiene, como ortografía alternativa, hallaca.)
En la noche, según me contaron, llegó
Melgarejo a la redacción y preguntó por mí. Y todos les respondieron que ya
había terminado mi turno. La tarde siguiente fui yo quien preguntó por él. Y me
respondieron que había salido a una rueda de prensa del gobernador. Cuando
llegué a mi escritorio encontré una nota con su letra que decía: “Ganamos una. Buen
trabajo, muchacho”. Nadie más dijo nada.
emalaver@gmail.com
Año IV / N° CXXXV
/ 19 de diciembre del 2016
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