Edgardo
Malaver
En un lugar de Caracas... Busto de
Cervantes (1920), de Cruz Álvarez
García, en el Paseo de El Calvario
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Dentro de tres días cumple años el
escritor más celebrado de la lengua española, el autor de la novela más
fascinante de la historia. Miguel de Cervantes cumple 469 años, y entre más
tiempo pasa, más presente lo tenemos en la memoria. La última noticia que
tuvimos es que, después de muchas pruebas, se logró identificar sus restos con
alto grado de certeza. Hasta apareció hace dos años un documento notariado,
fechado en 1593, en el que el escritor otorga un poder a una mujer desconocida
de Sevilla para que cobrara sus honorarios. ¡Qué de revelaciones!
Un detalle que probablemente nunca se
revele es dónde vivía su personaje más conocido. El texto dice: “En un lugar de
la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un
hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor”. Hay quienes, desde el siglo XIX, han argumentado que Cervantes “no
quiere acordarse” porque ahí estuvo en la cárcel, ambiente que el autor
frecuentó más de lo deseable.
La razón, sin embargo, puede ser más
sencilla. Primero, habría que pensar que quien dice esto en la novela es el
narrador, no el autor. Y el narrador, que en Don Quijote cambia cada cierto número de páginas, es, como todo
narrador, un ser de ficción. No hace falta buscarle acomodo a este detalle en
la vida real de Cervantes, pero si quisiéramos hacerlo, bien podría tratarse de
un recurso expresivo, más que se un dato biográfico.
¿Qué estaba pensando, entonces, el narrador de Don Quijote, quienquiera que sea, al decir que “no quiere acordarse”
del lugar donde vivía el protagonista? ¿Y si no fuera que
no desea recordar sino que no lo logra? No es extraño encontrarse en la
situación de insistir mucho en hacer algo, abrir un frasco, una puerta, por
ejemplo, y, al desistir, lanzar la queja: “¡No se quiere abrir!”. Con esto no queremos
decir que el frasco o la puerta hayan adquirido voluntad de seres animados y,
de repente, libremente, se han negado a abrirse o a permitir que se les abra.
Se trata de una hipérbole en que expresamos la inmensa dificultad de hacer algo
o, por lo menos, nuestro momentáneo fracaso en el intento. Es tan difícil, que
pareciera que estos objetos se hubieran despertado y se opusieran
conscientemente a nuestras fuerzas, como si “no quisieran” abrirse.
Todos hemos dicho: “El carro no quiere
prender”, “La fiebre no quiere bajar”, “La impresora no quiere imprimir”. A
veces incluso decimos: “Quiere llover”, cuando la atmósfera da señales de ello.
Jesús Ávila dice en la canción “Rauda, rauda” que el viento “se negó a soplar”,
como si el viento pudiera decidir cuándo soplar y cuándo no.
Entonces, así como atribuimos ese
poder, esa libertad, esa capacidad de decisión a objetos inanimados, así como
les atribuimos esa autonomía más bien humana, es posible entender que Cervantes
—o el narrador o quien nos cuente la historia en la novela— más bien quiera
indicar que, a pesar de los esfuerzos que hace por recordar dónde fue que
sucedieron aquellos hechos, hechos de ficción, no lo consigue, no le es posible
obligar a su memoria a recordarlo: es como si él mismo no quisiera recordar.
Unas frases más adelante, en el
mismo primer párrafo, el narrador explica que algunos “quieren decir” que el
hidalgo se llamaba Quijada o Quesada, “pero eso importa poco a nuestro
cuento”. La función principal de la memoria es olvidar, y ese parece ser el
fenómeno que nos ofrece las primeras palabras de una novela que, por los
vientos que soplan, no ha de ser olvidada.
emalaver@gmail.com
Año IV / N° CXXV
/ 26 de septiembre del 2016
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