Ariadna Voulgaris
Busto de Teresa de la Parra (M. de la
Fujite, 1989)
en la sede de la OEA, en Washington
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Al principio refunfuñé, pero ya lo entendí. A los que en la
infancia hemos deseado ser tan inteligentes como Mafalda, nos sorprende
descubrir que el autor de tanta risa del pensamiento no se llamaba Quino. A mí,
en realidad, casi me molestó. Que ese señor no se llamara como decía en la
portada de los libros equivalía a que se pusiera una máscara para hablar
conmigo. Pero ya lo entendí.
Los pseudónimos —perdone el respetable que insista en
escribirlo a la antigua, pero aquí hace falta— me han llevado por un camino
espinoso desde aquellos días de mi temprana juventud. Cuando me enteré del de
Quino, quise saber si mi amiga Alejandra (en cuyo apellido no pensaba yo nunca)
no me había engañado al decirme su nombre, si mi profesor de Castellano
verdaderamente se llamaba como decía llamarse, si mi abuelo, si las amigas de
mi mamá, si el electricista, si Pulgarcito, si Franco De Vita, si Rafael
Caldera, ¡el presidente de la república!, también usaban pseudónimos.
Ellos no, pero resultó que Cantinflas sí, y Madonna y Kiara
y Juan Gabriel y Shakira y Yordano y Lucero y Bono y Chayanne. Y Doris Wells,
Rocío Durcal, Alfredo Sadel, Ilan Chester, Oscar D’León, Ricky Martin. Y más
allá del mundo del espectáculo, Tirso de Molina, Georges Sand, Mark Twain,
George Orwell, Pablo Neruda, Teresa de la Parra, Samuel Robinson. Y más allá, Rembrandt,
Molière, Voltaire, Novalis, Stendhal, Clarín, Lenin, Saki, Azorín, Colette, Stalin.
Y más allá y más allá...
Me llaman la atención de manera especial los que son un solo
nombre. Son tan poderosos, son tan atractivos, que logran (sin duda en la
actualidad con un conveniente empujón de la publicidad) entrar y sentarse
cómodamente en la mente de las mayorías. El truco parece que fuera el hecho de
que uno sólo conoce por un solo nombre a la gente más cercana, a los que
pertenecen al mismo mundo que uno. Los que incluyen nombre y apellido, sobre
todo cuando son dos apellidos, son para gente que está muy lejos, que es muy
importante o que uno concibe como inalcanzable.
Esta tiene que ser una costumbre de la modernidad. En la
época en que no existían los apellidos no tenía sentido ponerse otro nombre, o
cambiarse el nombre tiene que haber sido como cambiarse cualquier otra
característica de uno. O más bien, era un cambio de vida, no un escondite de la
vida verdadera. O sea, el nombre del apóstol Pedro no es considerado un
pseudónimo de Simón, su nombre original. Su nombre fue cambiado cuando cambió
su vida. Y Cassius Clay se convirtió en Muhammad Alí cuando cambió su actitud
política ante la situación de los negros en Estados Unidos. En las dictaduras,
los opositores suelen utilizar pseudónimos para salvarse de los riesgos y para
seguir la lucha.
Algunos tienen razones algo vanidosas para usar pseudónimos.
Isaac Asimov, por ejemplo, pretendía mantener su verdadero nombre alejado del
mundo de la televisión cuando escribió las aventuras de Lucky Starr. J.K.
Rowling deseaba escribir sin la presión de tener que superar los vuelos de Harry Potter. Un récord personal es el
que sedujo a Stephen King, que deseaba poder escribir dos libros al año.
También supe hace algún tiempo que casi todos, cuando somos
muy, muy jóvenes soñamos con ser famosos y secretamente nos ponemos pseudónimos
y hasta escribimos poemas, canciones, nos ilusionamos haciendo películas
inventadas por nosotros mismos, que olvidamos una vez que llegamos a la
adultez. Pero es en la adultez cuando nuestra propensión a ocultarnos detrás de
una palabra tiene mayor potencial de permitirnos crecer e, idealmente, influir
en los demás.
ariadnavoulgaris@gmail.com
Año IV / N° CXXII
/ 5 de septiembre del 2016
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