Edgardo Malaver
Uno oye, a los siete u ocho años, a su abuela
darle una receta de cocina a alguna vecina y decirle: “Lo pones en baño de
María y después lo cuelas”, e inmediatamente se pregunta quién será esa María.
Más tarde, como la expresión se le instala en la frente, por el lado de
adentro, con una campana que tañe tres veces diarias, uno se imagina que esa
María bien puede ser la madre de Cristo. Y por largo tiempo esa hipótesis aminora
el tintín de la campanita. Y luego va uno al catecismo y oye tantas cosas
bellas sobre la Virgen María, que se dice, sin preguntarle a nadie, que no hace
falta pensar más: esa María que se baña es la Virgen, ¿quién más puede ser? La
campanita casi se queda en silencio. Casi adulto ya, enamorado ciego y extraviado
para siempre en la fascinación de los libros, tropieza uno en el Antiguo Testamento
con las detalladas reglas que debían seguir las mujeres para asearse, y
descubre así que la campana, sin llamar la atención de nadie, había estado
tañendo más fuerte. Algún baño habrá tomado la pobre María que se hizo famoso.
¿Habrá sido el bautismo?
Qué lástima que no lo pregunte uno todo.
Sin embargo, de haber preguntado y haber entendido antes, le habría parecido a
uno menos placentero el placer de encontrar la respuesta, por infinito azar, en
una revista de ciencia e historia que hace dos meses le aterriza a uno en las
manos.
El balneum
Mariae es, como bien lo sabe todo el que ha oído a su abuela comentar una
receta de cocina con una vecina, un procedimiento de calentamiento prolongado
en que un recipiente es hundido en el líquido contenido en otro recipiente más
grande. No fue el único procedimiento, artefacto o composición química ideada
por María la Judía, de quien obviamente recibe su nombre. Todo el mundo ahora
lo utiliza en la cocina, pero María la Judía, que puede haber nacido en el
siglo I (o en el II) en Alejandría, Egipto, lo utilizaba en su laboratorio de
alquimia para sublimar compuestos químicos. Casi todo es confuso en las notas biográficas
que se encuentran sobre la sabia María, pero la existencia de los
complicadísimos inventos que se le atribuyen, que coinciden con los descritos
en los textos que firmó como autora, además de la seriedad de los autores
posteriores que la citan y la alaban por su trabajo, contribuyen a que uno se
convenza de que fue una persona real.
Entonces se dice uno que va a imperar,
por fin, el silencio, pero... mentira, es apenas una la campana que se detiene.
En su lugar resuenan ahora mil campanarios... pero no puede uno evitarlo: le agrada
el sonido de las campanas.
emalaver@gmail.com
Año III / N° XCIII / 1° de febrero del
2016
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