Edgardo Malaver Lárez
El profeta Jonás saliendo de
la ballena (1600), de Jan Brueghel el Joven |
Oigo en mi mente a mi madre diciendo:
“¡Qué fatalidad!”, cada vez que se enteraba de algún hecho lamentable,
vergonzoso e incluso ridículo. Y mil veces la he citado ahora que tengo edad
para comprenderla. Sin embargo, la palabra fatal, el concepto de lo
fatal, no fue creado para lamentar, para compadecerse ni para reírse de lo que
pasa alrededor.
El fatum, como lo llamaban los
romanos —lo que los griegos llamaban heimarmene— se refería, por lo que
leo, simplemente al destino, a lo que iba a pasar porque tenía que pasar, lo
ineludible, el destino. Heimarmene, de hecho, significaba ‘lo que nos
tocaba en suerte’. En ninguno de los dos casos era automática la interpretación
mortífera que, de entrada, tiene la palabra en español y en la actualidad.
¿Qué nos hace pensar —o sentir— que lo fatal
es intrínsecamente negativo, trágico, doloroso? Puede ser porque lo más fatal
que existe, si es que existe, es la muerte, y la idea de la muerte es la más lejana
a lo deseable que albergamos en nuestra mente. El fin, la ruptura que significa
la muerte, es lo más funesto que podemos imaginar colectivamente. El fin, en general,
el fin de cualquier cosa, especialmente si es algo que nos da placer, belleza o
alegría, es fatal puesto que es inevitable que pase. Todas las cosas tienen
fin.
También hay que decir que fatum,
del que deriva hado (que tampoco es esencialmente funesto, como
demuestra la existencia de los adjetivos bienhadado, ‘afortunado’, y malhadado,
‘infeliz’) era en la antigüedad ‘lo dicho por un dios’. Los que han leído a
Sófocles saben que lo que responde el oráculo a las consultas de los mortales se cumplirá,
por más medidas que se tomen; no habrá argucia que pueda intentar el hombre
para impedir que suceda. Y nadie lo sabe mejor que Layo, el padre del desgraciado
Edipo... y el propio Edipo.
En el cristianismo, gracias a Dios, no
es así. El hombre puede torcer el rumbo de su “destino” al cambiar su conducta,
para bien o para mal, pero no está acorralado por un dictamen inapelablemente desfavorable
y... fatal. Pero la fatalidad se presenta en múltiples formas en la vida
cotidiana y, me figuro yo, depende de las circunstancias y de la respuesta de
cada quien. Usted comete un crimen, un día lo atraparán; usted come solamente
comida rápida, un día se enfermará; usted engaña todo el tiempo a sus amigos, un
día perderá su confianza.
Cuando una persona, al llegar a casa
después de un día complicado, exclama: “¡Hoy me fue fatal!”, no quiere decir
que esa noche va a morir (ni, mucho menos, que ya murió a las 3:25 de la
tarde), pero sí está creando una hipérbole en la que asocia las cosas que le
han pasado con la temida idea de la muerte, de la muerte trágica, y, además,
deja implícito que todo lo que le sucedió fue de veras, como la muerte, ineludible.
Lo fatal, que, voy a repetir, puede
parecernos lamentable, vergonzoso o ridículo, se ha inmiscuido en la lengua,
como lo hace en la vida, para enseñarnos que todo tiene su principio y su fin.
Lo que está fuera de eso, aun si se torna negativo o triste, tiene solución.
emalaver@gmail.com
Año
X / N° CDVII / 16 de enero del 2023
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