Edgardo Malaver Lárez
Para Abigaíl
Algún
documento legal debo haber estado leyendo yo en el momento en que me alcanzó
por primera vez la palabra susodicho.
Decía: “...la declaración que hace el susodicho ciudadano...”. ¿Sería un parte
policial, una denuncia, una relatoría de tribunal? ¿De dónde lo habré sacado?
Sin duda la fascinación del recién comprendido sistema que permitía convertir
en sonidos comprensibles aquellos trazos negros sobre papel blanco me llevaba a
desear convertirlo, traducirlo, leerlo todo, todo, todo. Y en una de esas me toparía
con una partida de nacimiento, con una sentencia, un informe de comisario. ¿Desde
qué antigua edad me habría estado esperando? ¿Qué intrincado azar habrá ideado
la ruta por la cual lanzaría sobre mí su tentador anzuelo?
Lo
cierto es que la palabra susodicho
me ha acompañado desde aquel día en que la vida la atrajo a mi vista. Cuando no
había estudiado francés, me eran algo ajenas esas primeras sílabas que
antecedían al archiconocido participio del verbo decir. Suso- apenas me
hacía pensar en el nombre de la única reina de belleza que yo pensaba que
existía, Susana Duijm, que era ya una mujer elegantísima cuando abrió los ojos
al mundo; en bachillerato, cuando el profesor Alberto Marín, que nunca me dio clases
pero era amigo de mi madre, dijo en un discurso del día de Juan de Castellanos:
“Haré una sucinta reseña de la historia de este liceo...”, mi mente me disparó,
una vez más, como lo hacía cada cierto tiempo, la palabra susodicho y se preguntó si las dos tendrían algún parentesco, si
sería consanguíneo o por afinidad, si habrían coincidido antes en la vida de
otra gente, si tendrían el mismo origen o era un “evento de la casualidad” que
se parecieran tanto. Necesité ver en el periódico poco después que alguien
usaba otra vez la palabra sucinta
para entender que no podían ser de la misma familia porque, en realidad, ahora
que la veía escrita, no comenzaban igual. Y un día Arturo Úslar Pietri dijo en Valores humanos que la I Guerra Mundial
había suscitado en el mundo una
inmensa desconfianza. ¡Otra palabra...!
Susodicha,
Susana, sucinta, suscita. Ya podía —¿cuándo no había podido, cuándo no lo
había hecho?— jugar con aquellos sonidos y aquellas imágenes, que, en lugar de
confusión, creaban alegría en la mente. La
susodicha Susana suscita sucintos suspiros, sutiles susurros y suspensos sucesos
de surtidas sustancias en susceptibles sustitutos. Al llegar por fin a mis
manos, comenzando cuarto grado, el diccionario se convirtió en mi juguete
favorito.
Cuando
comencé a aprender francés y me enteré de la existencia de las palabras sur y sus, deduje que aquel susodicho... ¿prefijo? de mis trabalenguas tenía
que tener algo en común con ellas. Si éstas eran equivalentes a ‘sobre’, ‘arriba’,
‘encima’, susodicho tenía que ser ‘lo
dicho arriba’, ‘lo mencionado antes’. Y creó Dios la luz y vio que era buena.
Después
la palabra habrá decidido irse al desierto a meditar, porque hacía tiempo que
no se me atravesaba en el camino. Hace 11 días, sin embargo, Abigaíl, mi hija
mayor, me reveló en medio de una conversación electrónica que “le encanta esa
palabra”, y esto ha resucitado en mí aquella ruleta de los sonidos y las
imágenes. Los usos dichos; las uso dichas; las uso, oh, dicha; las u, so
dicha; él, su uso dicho...
Todo
lo antes dicho revela cómo urden las palabras para sobrevivir a los hombres. La
susodicha niña conservará esta palabra cuando yo me vuelva silencio en la
tierra, y sus hijos y sus nietos jugarán con ella, como yo, ojalá, generación tras
generación, hasta que carne y palabra sean, otra vez, uno solo y el mismo ser.
emalaver@gmail.com
Año II / Nº XL / 19 de enero del 2015
WAO!!! que bueno...
ResponderBorrar¡Esto es hermoso!
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