Edgardo
Malaver
Me
tropiezo con una hoja suelta en un cuaderno viejo que desde hace meses deambula
por la casa, como llamándome para que busque algo en él. La hoja contiene una nota
que dice:
emperiollar
em-peri-follar
alrededor-hojas
poner hojas alrededor
No quiero buscar la palabra en el diccionario para que
no enturbie la belleza de este hallazgo que acaso había olvidado. Siento que es
como una iluminación que no quiero ensombrecer con la verdad terrena.
El verbo emperifollar es la imagen más nítida de
la ornamentación esmerada a pesar de la escasez de recursos tangibles. Es el
esfuerzo de embellecimiento más sencillo pero que por eso termina llamando la
atención. En los lejanos orígenes de la lengua española, ¿qué podía haber más
bello, mejor ornamentado que la naturaleza, impoluta aún y casi abrumadora de
colores y fragancias? Me imagino a los primeros hablantes castellanos, en medio
de su vida benditamente sencilla, en su entorno apenas urbanizado, oscilante
entre aquella montaña de lengua que era el latín y el humilde latido de la lengua
local que habían hablado sus abuelos, que hablaban aún ellos mismos y que
hablaban cada día menos sus nietos, los imagino buscando entre las cuenta de su
revuelto ábaco de palabras formas de describir cosas o personas de apariencia
repentinamente ennoblecidas, circunstancialmente embellecidas, más agraciadas
de lo acostumbrado. Las flores pueden haberles brindado la imagen ideal: hacer
como las flores, que se rodean de hojas,
que las reúnen en su periferia, para
lucir más bellas de lo que por sí mismas son, sería algo así como emperifollarse, pensando ya en latín,
como los jóvenes de ahora.
Hicieron tal
como los albañiles que comenzaron a decir empedrar
cuando ponían piedras una sobre otra; como los soldados que al clavar el asta
en el suelo enarbolaron su bandera, o
como la madre que se encariña con el hijo de su hermana.
Me vienen
a la mente —y otra vez, rebeldemente, no quiero buscar, aunque sea mal ejemplo
para los estudiantes— palabras que siento más recientes, como emplatar (‘poner en platos’), que oigo
decir a los cocineros de restaurantes; ensobrar
(‘meter en sobres’), de trabajadores de oficinas, o enrutar (‘escribir una ruta de acceso electrónico’), de los
técnicos de computadoras. La mente de habla española, por lo que se colige, ha
procedido más o menos de la misma manera a lo largo del tiempo, haya sido el
latín, el francés, el inglés (o incluso el propio castellano en su contacto con
las lenguas de Asia, África y América) el idioma de moda en el mundo.
O sea, en
todas partes cuecen habas y nadie mata al chef.
Todas las lenguas se dan a sí mismas esos mecanismos para sintetizar lo que
pasa por la mente de sus hablantes, y el español las tiene tan buenas y tan
ingeniosas como los de los demás idiomas.
emalaver@gmail.com
20 de julio del 2020 / Año
VIII / N° CCCIX
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