Edgardo Malaver
Alfonso X el Sabio, el primer defensor del “castellano derecho” |
A
uno le cuesta siempre encontrar al menos un poco de información sobre sus
bisabuelos, y mucho más sobre sus padres y sus abuelos. Cuando se tiene la
suerte de tener una abuela que se interesa en esas cosas, es uno el que tarda
años y décadas en darse cuenta de la importancia de esa información, patrimonio
ignorado por la mayoría, y para entonces la abuela ha comenzado a perder
facultades, le falla la memoria, se fatiga de nuestras preguntas, se desvía hacia
otros recuerdos, mezcla datos reales con hechos imaginados, con dudas, con
cuentos que contaban sus propios viejos, y llega el momento en que son tantas
las preguntas e hipótesis que nacen en nuestra mente y son tan pocas las
respuestas que conseguimos, que es mejor lanzarse en el mar de la ficción e
imaginar un mundo que sea, para robarle miel a la literatura, como quisiéramos
que haya sido.
Imagínense
ustedes la oscuridad, la vaguedad que podemos encontrar si tratamos de rastrear
un antepasado que cumple 800 años de nacido. Por fortuna, este antepasado fue
rey de Castilla, de modo que hubo en su tiempo, y ha habido desde entonces todo
el tiempo y hay aún hoy, gente que se ocupa de investigar con seriedad la vida pública
y privada del personaje, su contexto, su reinado, su descendencia, sus anhelos...
y su obra. Y la obra de don Alfonso X el Sabio es precisamente lo que más nos
interesa de él 800 años más tarde. Si Alfonso el Sabio no se hubiera empeñado hace
tanto tiempo en convertir su forma de hablar y la de sus súbditos en una lengua
capaz de expresar toda la ciencia y el arte, la historia y la filosofía existentes en su tiempo, no habría recibido el apodo de “el Sabio”, quizá ni siquiera
recordaríamos su nombre de pila, mucho menos su fecha de nacimiento: 23 de
noviembre de 1221.
De
los reyes de Castilla del siglo XIII, que es cuando comenzó el castellano a transformarse
en lengua estándar, afirma Inés Fernández Ordóñez que ninguno destaca como Alfonso
X, coronado en 1252, pues él institucionalizó “el uso del castellano y [promovió] la
creación de una serie de producciones textuales sin parangón en su tiempo” (2009,
p. 1). Desechando la práctica de todo el mundo “civilizado” de
escribir en latín aunque se hablara ya alguna lengua vulgar, Alfonso decretó para
su pequeño reino que las comunicaciones de todo tipo se hicieran en “castellano
derecho” —“derechura” en la cual el primer y principal artífice sería él mismo.
La
escritura en lenguas locales, explica Fernández Ordóñez, comenzó en la primera mitad
del siglo XIII, cuando Alfonso era un niño. En el reino de León se hablaban variedades
que hoy se llamarían gallego-portuguesas y astur-leonesas; en Castilla, variadas
formas de castellano, no una sola, repartidas desde el este hasta el oeste del
reino; en Navarra, el vascuense y una modalidad navarro-aragonesa, y en Aragón,
aragonés y catalán. Que una de esas limitadas variedades lingüísticas se haya
desarrollado hasta llegar a cubrir una gran parte del territorio no conquistado
por los árabes se debió, antes que a otras causas, a decisiones reales y al
trabajo intelectual que realizaba y dirigía personalmente el propio rey. No
parecen existir muchas evidencias confiables de que Alfonso el Sabio haya
escrito todos los textos que se le atribuyen, pero sí está establecido que todo
el trabajo que hacían los redactores, recopiladores, traductores, poetas, artistas,
filósofos, historiadores, médicos, matemáticos, juristas e incluso lo que hoy
llamaríamos astrólogos que trabajaban para él era planificado y pasaba por las
manos y los ojos de Alfonso, que le hacía modificaciones y aportes, unos más
creativos que otros, a veces de forma, otras de fondo (Arconada y Páez, 1971). “A
cargo del soberano corrió, pues, la tarea de dar al vasto volumen de los
materiales reunidos dirección, unidad y estilo” (p. 230).
Nada
más coronarse, Alfonso X inicia la reorganización de la célebre Escuela de
Traductores de Toledo, que ya había hecho trabajos para él. Esta no era en
realidad una escuela compacta en sentido estricto, sino más bien una “oficina” que
había dado a Europa versiones en latín de magníficas obras filosóficas y poéticas
de la cultura árabe. Alfonso redirige a aquel grupo, que incluía sabios y
traductores árabes, hebreos y cristianos, hacia las lenguas vulgares, con
privilegiado favor hacia la castellana, y los concentró bajo su autoridad como
recopiladores, ordenadores, exégetas y productores de material literario y
científico, todo con el propósito de difundir este conocimiento expresado en “vulgar
e plano lenguaje”, a decir del propio rey.
Detalle
importantísimo es que, a partir de Alfonso, los traductores de Toledo abandonan
la práctica de traducir a la lengua vulgar y luego traducir al latín, lo cual,
por cierto, exigía un equipo de hasta cuatro personas que casi nunca hablaban
todas las lenguas involucradas. Este salto, respaldado por el prestigio del monarca
poeta, sirvió de inspiración para autores de generaciones siguientes que comienzan
a escribir su obra prescindiendo del latín.
Más
de un investigador de la vida y obra del rey Alfonso, incluso Alan Deyermond,
quizá el más detallista de todos, aseveran que la elección del castellano como
lengua para la erección de su obra cultural fue una decisión política y no de
otra naturaleza. “La lengua romance del siglo XIII, derivada del latín vulgar”,
dice José Miguel Carrión Gutiérrez, “era una lengua popular, con un léxico muy
reducido y una gramática tosca: en definitiva, era la lengua creada y usada por
la gente ‘menos alfabetizada’” (1997, p. 104). Esa lengua, sin embargo, parece
haber estado creciendo, gracias a la empresa cultural de Toledo, que es lo
mismo que decir gracias a la traducción. Lo más probable es que, como asegura
Deyermond, el castellano fuera lo que proporcionaba un coherente elemento
común que mantenía cohesionadas a las mentes más brillantes de la época: judíos,
árabes y cristianos, que en el reinado de Alfonso, a pesar de las diferencias
raciales y religiosas, pudieron trabajar juntos.
Se
entiende en general que en el terreno político, el reinado de Alfonso X el
Sabio no fue precisamente exitoso. Se le criticaba, por ejemplo, que incluso
descuidó derechos hereditarios que lo habrían hecho más poderoso por estudiar
las estrellas, indagar en la historia y leer y escribir poesía. No fue quizá el
gobernante más habilidoso, pero presidió un esfuerzo cultural que aceleró enormemente
el proceso por el cual la lengua romance hablada en Castilla alcanzaría más
tarde su carácter de lengua estándar y, luego, pronto, de lengua literaria. No
habrá resuelto a tiempo el siempre espinoso problema de la sucesión entre sus
descendientes, pero creó cantidad de neologismos, introdujo mayor soltura
sintáctica en la frase, hizo avances notorios hacia “las finuras de la subordinación”
(Arconada y Páez, 1971, p. 231), fijó la grafía de muchas palabras.
Hoy,
exactamente 800 años más tarde, cual si se tratara de un bisabuelo cuya partida
de nacimiento se ha perdido pero que nos ha dejado en herencia más libros en la
sala que dinero en el banco, más palabras sabias en la memoria que propiedades
costosas en el sur de Francia, tendríamos que brindar en su honor esta noche, tendríamos
al menos que aplaudir al pronunciar su nombre.
¡Salud,
don Alfonso!
emalaver@gmail.com
Referencias bibliográficas
Arconada,
L. y Páez, R. (1971). Historia y antología de la literatura española con referencias
a la universal. Caracas-Madrid: Mediterráneo.
Carrión Gutiérrez, J.M. (1997). Conociendo
a Alfonso X el Sabio. Murcia: Editora Regional de Murcia.
Deyermond, A. (2001). Historia de la literatura española (vol. 1: La Edad Media). Barcelona: Ariel.
Fernández
Ordóñez, I. (2009). “Alfonso X el Sabio en la historia del español”. Alicante:
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Descargado de http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc5b0k8.
Año IX / N° CCCLXXI / 23 de noviembre del 2021
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