Edgardo
Malaver
Cincuenta
y cinco años después, Humboldt aún recordaba a aquel muchacho enfermizo que vivía para estudiar |
Seguramente
por influencia de mi madre, no pasa un 29 de noviembre sin que yo me acuerde de
Andrés Bello. Recuerdo con claridad una escena de mi infancia en que, al
llamarme ella para almorzar, le contesté que no podía porque estaba leyendo, y
después de eso, muchas veces se comentó en la mesa que yo tenía la actitud de
Andrés Bello, para quien, según ella, estudiar era más importante que
alimentarse; pero no era verdad, porque a mí siempre me gustó mucho comer,
aunque sabemos que don Andrés, de joven, sí era más bien frágil y enfermizo, es
decir, que se tomaba a pecho que su mente necesitaba más alimento que su
estómago.
Suena
a lugar común, y lo es, pero lo cierto es que, según Miguel Amunátegui, discípulo,
amigo y biógrafo de Bello, hasta el barón Alejandro de Humboldt lo deja
bastante claro cuando, en 1799, le aconseja a la familia del joven poeta
moderar el fervor de su trabajo, si querían conservar su salud. Es presumible que
Bello estuviera entre los caraqueños que quisieron acompañar al científico alemán
a subir al Ávila el 2 de enero de 1800 y que luego se devolvieron a mitad de
camino, cansados por una escalada que para él y para Bonpland había sido un
simple calentamiento mañanero.
El
punto es, entonces, que el espíritu docente de mi madre me inscribió en la
memoria recordar el nacimiento de Bello. Y este año la fecha casi me atrapa
viendo la serie Bolívar de Netflix,
en la que aparece un Bello bastante curioso para la imagen que tenemos de él, y
no sólo en apariencia sino sobre todo en la lengua. Este Bello, interpretado
por el actor Nicolás Prieto, es, en primer lugar, alto, musculoso, todo un
galán contemporáneo de televisión, de pelo largo y con una barca de cinco días inconcebible
para un maestro del siglo XIX; en segundo lugar, pero más impresionante, ¡este
Bello habla en español de Colombia! No tenemos derecho a reprochar a los
productores que no hayan buscado un actor que fuera tataranieto de Bello y que imitara
el acento y las frases que éste usaba cuando era maestro de Simón Bolívar; eso
es una necedad. (Me parece ya un logro que los actores que representan a Bolívar
adulto, a su madre y a su hermana mayor hayan sido venezolanos y que la actriz
de Manuelita Sáenz haya sido ecuatoriana. Lo demás es demasiado pedir.) A mí me
llama la atención este Bello de habla colombiana porque, cultural e
históricamente, es eso lo que más llama la atención en Andrés Bello: la lengua.
El
párvulo Bolívar, apenas 20 meses más joven que su maestro, era un muchacho presumido,
impulsivo e incontrolable, como casi todo niño rico, huérfano y sin idea de lo
que desea hacer en la vida. Bello, sin embargo, era un maestro equilibrado,
tranquilo, sabio; un maestro —en la serie dicen profesor, que es un título que a Bello no le calza ni con escuadra,
como no le calza a Simón Rodríguez— que en 1810 tiene mucho más clara que su
predestinado discípulo la situación política europea, el tacto y la cautela que
debe tener un diplomático y, por encima de eso, la importancia de la honestidad.
Sin embargo, lo importante aquí son las cosas que dice el personaje.
Cuando
Bello le da clases a Bolívar, que lo hace en la academia militar (primera
noticia para mí), lo convence de que un líder, un estratega, un hombre culto y
de mundo no es nadie si no conoce su lengua y su literatura (y otras) como
instrumento para lograr objetivos, para persuadir, para dirigir a su pueblo. Y
el personaje Bolívar, capítulos más tarde, da múltiples demostraciones de haber
aprendido bien la lección. Siempre que un grupo de soldados quiere, por
ejemplo, desertar del ejército para huir del frío de los Andes, que, por orden del
Libertador, están atravesando sin camisa y sin zapatos, aparece él, desgranando
palabras e ideas como si fuera Demóstenes, Pericles, Cicerón. Y los soldados,
el pueblo, hasta los adversarios dudosos siempre terminaban gritando: “¡Cuente
con nosotros, general, cuente con nosotros!”. Eso fue obra de Bello.
Seguimos en el próximo capítulo.
emalaver@gmail.com
Año VII / N°
CCLXXXI / 9 de diciembre del 2019
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