¿Qué habría respondido Alexis Márquez Rodríguez en su columna Con la lengua? (foto: YVKE) |
Queriendo siempre
investigar un poco antes de decir nada, he demorado hasta ahora mi deseo de
escribir sobre esta “hipótesis”, que se me ocurrió cuando era estudiante. La
semana pasada, en dos ocasiones mencioné la idea en clase, y, como mis
búsquedas iniciales han sido infructuosas, siento que puede ser estimulante
para los estudiantes que reflexione sobre ello en Ritos. ¿No existió nunca un cuarto grupo de verbos en español? La
respuesta es que no, está bien, pero la imaginación y el juego también nos
llevan al conocimiento. Insisto, entonces, en este “aleteo de la ficción”, como
dice Gabriel Jiménez Emán, por el mero placer de la lengua.
No hace falta estudiar
mucho para darse cuenta de que en español los verbos se dividen en tres grupos:
los que en infinitivo terminan con -ar,
los que terminan con -er y los que
terminan con -ir. Eso es todo, no hay
otros grupos, pero no pierde uno nada al elucubrar lo que podría haber sido el
pasado de ese otro grupo de palabras, aparentemente todos sustantivos, que
terminan con -or. ¿No es posible —al
menos poético es— que en un tiempo remoto, tan remoto que no hayamos encontrado
registros de él, ese grupo hubiera sido, antes de su metamorfosis en el uso,
nuestro cuarto grupo de verbos?
El verbo doler, por ejemplo, que pertenece al
segundo grupo, ¿no habrá sido antes el verbo dolor? Es decir, eso que siento, lo que me afecta más íntimamente,
no puede ser la misma calidad de “acción” que caminar, por ejemplo, que es algo que hago con mi propio cuerpo
pero que aun así dista de mí casi lo mismo que mugir, que es algo que hace otro ser. En mi descabellada hipótesis,
los verbos en -or con esta suerte de
significado íntimo emigraron al primer o segundo grupo debido a su conjugación,
pero parecen haber conservado intacta su transitividad. Otros miembros de esta
pandilla podrían ser amor (que en el
presente sería amar), error (o errar ahora), loor (o loar), picor (o picar), ardor (o arder), hedor (o heder), motor (o mover), olor (u oler), sabor (o saber), valor (o valer). Todos
parecen, ¿verdad?, percepciones, sensaciones, valoraciones de lo que nos sale
al camino, lo que nos llega por los sentidos y nos penetra hasta la raíz de lo
subjetivo.
Hay otros ejemplares que
no son tan fácilmente clasificables: calor,
candor, color, dulzor, favor, humor, pavor, pudor, rencor, resplandor, rigor,
rubor, rumor, verdor, vigor. Parecen los rebeldes de este
corpus, porque no es sencillo ubicarlos en alguno de los tres grupos actuales de
verbos, pero sí conservan el sabor a sensación y a intimidad emocional o psicológica
que dan sus parientes antes mencionados.
Por los momentos, no
quiero contaminar más la muestra, no sea que de pronto me llame un Bello, un
Rosenblat, un Márquez Rodríguez contemporáneos para reprocharme que sea tan
soñador; pero sí me gustaría descubrir un día que al final amor, dolor, sabor, olor son como verbos que han vivido toda la vida escondidos, que ese
grupo de verbos existieron y que nuestros antepasados llegaron a sentir con
tanta intensidad lo que ahora llamamos amor, sabor, rubor, que nos legaron esos
sustantivos nuevos, que ahora utilizamos como cuerda sensible entre estados del
espíritu y las “cosas” del mundo tangible. ¿Estoy muy loco?
emalaver@gmail.com
Año VI / N° CCXI / 4 de junio del 2018
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