Edgardo Malaver
“¡Vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!”, les dice Unamuno a los españoles en “El error Berenguer” |
Todo el mundo supo en su momento que
las hijas del príncipe Raniero III de Mónaco (1923-2005), Carolina y Estefanía,
fueron durante su adolescencia un dolor de cabeza constante para él y para todo
el principado. Las caprichosas niñas se pintaban el pelo de verde, se bañaban
desnudas en el mar, dormían en la calle, hacían todo aquello que sus
antepasados no pudieron hacer... al menos en público. ¿La solución del
príncipe? Ponerles guardaespaldas para que les previnieran de lo que tenían
prohibido. ¿Reacción de las muchachas? Enamorarse de los guardaespaldas,
casarse con ellos, darles hijos. O, más escandaloso aun, hacer todo eso a la
inversa. Siempre que usted prohíbe una conducta, logra justamente lo contrario.
No es diferente en la lengua, aunque sí
es peor. Si, haciendo realidad aquel cuento de Otrova Gomas, “Los fiscales del idioma”, pusiéramos un vigilante a cada hablante para que no dijera esta o
aquella palabra, naturalmente el uso de esa palabra proliferaría, pero, a
diferencia de las princesas de Mónaco, todos terminaríamos odiando furiosamente
a nuestros vigilantes. No debe haber nada en el cielo ni en la tierra que la
gente aborrezca con más crudo encono que escuchar correcciones de lo que dice.
En Venezuela —a juzgar por lo que dicen
ciertos de esos periodistas que siempre tienen una fuente cuyo nombre no pueden
revelar—, parece que algunos canales de televisión tuvieran prohibido, por lo
menos extraoficialmente, usar la palabra dictadura.
Si fuera cierto, ya sabemos lo que va a pasar.
Políticamente serán reprobables, pero estas
prohibiciones siempre traen también la explosión de la creatividad lingüística.
En este caso podríamos hacer como los periódicos españoles en 1930, cuando el
rey Alfonso XIII (1886-1941) quiso “restituir la normalidad constitucional”, al
final de la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1870-1930) nombrando como
sucesor a Dámaso Berenguer (1873-1953). Éste no mostró talento alguno para el
gobierno: ni continuó la dictadura, que habría complacido a los monarquistas;
ni reinstauró la abolida constitución de 1876, que quizá habría favorecido al
rey, ni, mucho menos, inició el proceso constituyente que exigía la oposición. Los
periódicos bautizaron su gobierno “la Dictablanda”.
Entonces prohibirían decir dictablanda. También parece que se hubiera prohibido
decir guarimba, saqueo, desobediencia,
para las cuales los medios, por los menos la televisión, ahora dicen términos como
barricadas, robos masivos, violencia.
¿Y si prohibieran usar prostituyente,
boliburgués, robolución? Quizá la explicación sea la que dio Laura Jaramillo la
semana pasada: el cerebro humano como que tiene severas dificultades para obedecer
las órdenes negativas.
De todas maneras, el gran problema no
parecer ser el sustantivo dictadura ni
su significado. ¡El problema podría ser más bien llegar al punto de prohibir palabras!
En 1931, aquel gobierno de Berenguer, indefinido y tímido, incapaz de sumar fuerzas
e ideas para encontrar a una solución, sin destreza para imponer la ley, ni
siquiera su propia ley, desembocó en el fin de la monarquía. Después de unas
elecciones municipales que numéricamente ganaron los candidatos de la monarquía,
el rey tuvo que irse al exilio.
Quizá en Venezuela, en lugar de no
mencionar la dictadura, que es retroceso, lo que habría que prohibir, porque impide avanzar, es la dictablanda.
emalaver@gmail.com
Año V / N° CLVI
/ 12 de junio del 2017
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