lunes, 5 de septiembre de 2016

De pseudónimos [CXXII]

Ariadna Voulgaris


Busto de Teresa de la Parra (M. de la Fujite, 1989)
en la sede de la OEA, en Washington


         Al principio refunfuñé, pero ya lo entendí. A los que en la infancia hemos deseado ser tan inteligentes como Mafalda, nos sorprende descubrir que el autor de tanta risa del pensamiento no se llamaba Quino. A mí, en realidad, casi me molestó. Que ese señor no se llamara como decía en la portada de los libros equivalía a que se pusiera una máscara para hablar conmigo. Pero ya lo entendí.
         Los pseudónimos —perdone el respetable que insista en escribirlo a la antigua, pero aquí hace falta— me han llevado por un camino espinoso desde aquellos días de mi temprana juventud. Cuando me enteré del de Quino, quise saber si mi amiga Alejandra (en cuyo apellido no pensaba yo nunca) no me había engañado al decirme su nombre, si mi profesor de Castellano verdaderamente se llamaba como decía llamarse, si mi abuelo, si las amigas de mi mamá, si el electricista, si Pulgarcito, si Franco De Vita, si Rafael Caldera, ¡el presidente de la república!, también usaban pseudónimos.
         Ellos no, pero resultó que Cantinflas sí, y Madonna y Kiara y Juan Gabriel y Shakira y Yordano y Lucero y Bono y Chayanne. Y Doris Wells, Rocío Durcal, Alfredo Sadel, Ilan Chester, Oscar D’León, Ricky Martin. Y más allá del mundo del espectáculo, Tirso de Molina, Georges Sand, Mark Twain, George Orwell, Pablo Neruda, Teresa de la Parra, Samuel Robinson. Y más allá, Rembrandt, Molière, Voltaire, Novalis, Stendhal, Clarín, Lenin, Saki, Azorín, Colette, Stalin. Y más allá y más allá...
         Me llaman la atención de manera especial los que son un solo nombre. Son tan poderosos, son tan atractivos, que logran (sin duda en la actualidad con un conveniente empujón de la publicidad) entrar y sentarse cómodamente en la mente de las mayorías. El truco parece que fuera el hecho de que uno sólo conoce por un solo nombre a la gente más cercana, a los que pertenecen al mismo mundo que uno. Los que incluyen nombre y apellido, sobre todo cuando son dos apellidos, son para gente que está muy lejos, que es muy importante o que uno concibe como inalcanzable.
         Esta tiene que ser una costumbre de la modernidad. En la época en que no existían los apellidos no tenía sentido ponerse otro nombre, o cambiarse el nombre tiene que haber sido como cambiarse cualquier otra característica de uno. O más bien, era un cambio de vida, no un escondite de la vida verdadera. O sea, el nombre del apóstol Pedro no es considerado un pseudónimo de Simón, su nombre original. Su nombre fue cambiado cuando cambió su vida. Y Cassius Clay se convirtió en Muhammad Alí cuando cambió su actitud política ante la situación de los negros en Estados Unidos. En las dictaduras, los opositores suelen utilizar pseudónimos para salvarse de los riesgos y para seguir la lucha.
         Algunos tienen razones algo vanidosas para usar pseudónimos. Isaac Asimov, por ejemplo, pretendía mantener su verdadero nombre alejado del mundo de la televisión cuando escribió las aventuras de Lucky Starr. J.K. Rowling deseaba escribir sin la presión de tener que superar los vuelos de Harry Potter. Un récord personal es el que sedujo a Stephen King, que deseaba poder escribir dos libros al año.
         También supe hace algún tiempo que casi todos, cuando somos muy, muy jóvenes soñamos con ser famosos y secretamente nos ponemos pseudónimos y hasta escribimos poemas, canciones, nos ilusionamos haciendo películas inventadas por nosotros mismos, que olvidamos una vez que llegamos a la adultez. Pero es en la adultez cuando nuestra propensión a ocultarnos detrás de una palabra tiene mayor potencial de permitirnos crecer e, idealmente, influir en los demás.

ariadnavoulgaris@gmail.com






Año IV / N° CXXII / 5 de septiembre del 2016

No hay comentarios.:

Publicar un comentario