martes, 27 de noviembre de 2018

Contra el mismismo [CCXXXVI]

Edgardo Malaver



Mafalda lo ha dicho todo


         Como todo lo que se podía decir del mismismo ya se ha dicho, e incluso se ha dicho más, no tengo la ilusión de aclararle nada a nadie. Además, observo que todo el que se decide a escribir sobre este fenómeno siente la necesidad, y sucumbe ante ella, de comenzar o justificándose —disculpándose, en realidad, como quien no ha tenido otro remedio— por actuar como inquisidor de la lengua o declarándose aguerridamente mismismista —porque eso terminan siendo cuando adoptan el mismismo para ridiculizarlo—. No es lo que pretendo yo, ni una ni otra. Eso parece una pelea, y lo que yo tengo con la lengua es un romance, no una pelea.
         Ya se ha dicho: es un fenómeno —así dice un científico: un fenómeno, no un vicio, no una desviación, no una falta— en que se recurre muy frecuentemente al uso de la palabra mismo (y sus variantes de género y número) para referirse a algo que acaba de ser nombrado (sobre todo sustantivos y adjetivos, parece). Se dice, por ejemplo, “El gobierno ha cerrado algunas emisoras de radio debido a que... —y aquí siente que sería pecaminoso y abominable volver a decir emisoras de radio, pero se da cuenta de que afortunadamente aún tiene tiempo de cambiar a...— las mismas han cometido numerosos delitos contra la estabilidad de la patria”. ¿Le suena?
         Existe —no sabemos por qué, pero no nos preguntamos, mucho menos investigamos si tendrá sentido—, una especie de prohibición de utilizar dos veces una misma palabra en un párrafo. Y es mucho peor —es decir, condenable— si aparece tres, cuatro veces, y digno de castigo cuando es en la misma oración. No sabemos por qué está como prohibido, por qué está mal, por qué nos lo reprochan, pero urge evitarlo. Bueno, sí lo sabemos: la escuela y su empeño en deseducarnos nos repiten desde que aprendemos a escribir la a que hay que preferir la muerte antes que incurrir en esa repetición. (Eso hace la escuela, pero lo hace sobre todo el empeño en deseducarnos, uno lo comprende más tarde.) Ante semejante alternativa, alguna estrategia hay que procurarse para eludir la horca, ¿no?
         El problema, ergo, no es propiamente el mismismo, que alguna vez debe ser útil para algo. El problema es el deseo incomprensible de aparentar que hablo bien, bonito, educado, cuando ni yo mismo logro ver con claridad lo que intento decir. Si en ese intento, no hago más que ponerme obstáculos a mí mismo, si en lugar de simplificar, produzco oraciones más complejas, invento atajos y desvíos para llegar a home sin pasar por tercera, lo más probable es que nadie me entienda, que es la principal razón por la que uno habla. Y eso no es hablar bien. Además, ese “hablar bien”... ¿qué es? ¿Qué hace falta para hablar bien? ¿Ser Andrés Bello?
         En contra de lo que piensa mi hermana menor, lo que deseo no es corregir a nadie, lo que deseo no es que la gente hable como yo. Uno no tiene derecho a desear eso. Que cada quien hable como se lo dicte y se lo permita su personalidad, su visión del mundo, la cultura en que vive. Diría Joan Manuel Serrat: “que se haga lo que está mandao y que no mande nadie”. Sería fantástico.
         En realidad no estoy en contra del mismismo, estoy en contra de la ultracorrección, del parecer lo que no se es, del deseo de sonar mejor de lo que se suena por dentro, porque nos parece que está mal sonar como sonamos. Si usted quiere sonar como si hubiera estudiado mucho, estudie mucho. Cambiar una palabra por otra no le va a funcionar, no va a sonar bien. Si nos limitamos a eso, terminaremos diciendo como Mafalda: “¡Sonamos!”.

emalaver@gmail.com




Año VI / N° CCXXXVI / 27 de noviembre del 2018



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Hayaca

 


lunes, 19 de noviembre de 2018

Mentiras de piernas cortas, mentiras de nariz larga [CCXXXV]

Edgardo Malaver



Según Del Re, Pinocho “se  ha tragado” a su autor.
Collodi visto por Angelo Tricca, 1875



         En su reciente cumpleaños, mi hija menor, que aún no sabe leer, ha recibido como regalo la bella traducción de la poeta venezolana Ana María Del Re de Le avventure di Pinocchio al español, editada el año pasado por Fundavag. Como ya casi se sabe de memoria las otras dos ediciones que tiene —una de las cuales, la de Disney, tengo también que traducirle a vista cada vez que se decide por ella—, está enamorada de esta nueva edición del cuento, que, para sorpresa de mi enorme ignorancia, en realidad es una novela.
         Otra hermosa sorpresa que he recibido es cuánto se ríe mi niña cada cierto número de párrafos. Por ejemplo, en el capítulo XVI, en que la Niña de Cabellos Azul Turquí convoca a los médicos para que le digan si Pinocho está vivo o muerto, el primero de ellos que lo examina, el Cuervo, llega a este diagnóstico: “A mi parecer, el muñeco está bien muerto, pero si por desgracia no estuviera muerto, entonces sería indicio seguro de que todavía está vivo”. Iba a interrumpir la lectura para ver el rostro de mi hija, pero ella me interrumpe a mí con sus carcajadas. Después le toca a la Lechuza examinar a Pinocho y concluye: “Lamento mucho tener que contradecir al Cuervo, mi ilustre amigo y colega: para mí, por el contrario, el muñeco todavía está vivo; pero si por desgracia no estuviera vivo, entonces sería señal de que está completamente muerto”. Risas y más risas. Mías y suyas. “¡¿Qué clase de médicos son esos?!”, exclama.
         Además del humor, que sería suficiente para salvar este libro de la hoguera del maese Nicolás, contiene una alta medida de metáforas de casi cualquier situación en que es posible encontrarse en el camino de la personalidad infantil hacia la adultez. Uno de esos episodios ocurre en el capítulo XVII, cuando el Hada intenta que Pinocho beba la medicina contra una fiebre que podría matarlo en pocas horas. Él le miente al decir que ha perdido las monedas de oro que le había regalado el titiritero Comefuego y, naturalmente, comienza a crecerle la nariz. Le crece tanto, que no puede moverse dentro de la habitación. Confundido por esto y porque el Hada se ríe de su mentira, le pregunta cómo sabe que le está mintiendo y ella le responde: “Las mentiras, hijo mío, se reconocen enseguida, porque las hay de dos clases: hay mentiras que tienen piernas cortas y mentiras que tienen la nariz larga. La tuya, precisamente, es de las que tienen la nariz larga”.
         La imagen de la mentira de piernas cortas es bastante frecuente. La de la nariz larga, que me encuentro por primera vez en Pinocho, es, por tanto, bien original. No sólo no puede llegarse muy lejos a fuerza de mentiras, resulta que también se nos nota en el rostro. Resulta que ni siquiera somos capaces de movernos en el lugar en que estamos: la mentira nos limita, nos hace tropezar con todo lo que está alrededor. La mentira nos mantiene encerrados y se siente mejor ella misma estando encerrada, porque una vez que sale a la luz, se queda desnuda. Ah, otra metáfora, al emperador aquel también le pasó eso.
         Es, cuando menos, atractivo que la “moraleja” principal de una obra tan popular se construya sobre un acto lingüístico. La innegable importancia de la palabra en la vida del hombre, en el desarrollo de su personalidad y de su identidad, de su reputación y de los resultados que obtiene de sus actos, haya estado o no en el proyecto literario de Carlo Collodi, figura en primerísima posición en esta obra. Desde su particular génesis, Pinocho usa la lengua para hacer todo lo que hace. Y cuando no es prudente...
         Una obra que tiene reputación de moralizadora —y sólo ahora descubro que jocosamente moralizadora, al contrario de la de los Grimm, por ejemplo— nos da un sutil pero contundente argumento para controlar mejor nuestra lengua y sintonizarla con lo real. Toda la literatura de todas las culturas, ha quedado claro, toca esa tecla en algún momento. Como diría la Lechuza unas páginas antes, es prudente, cuando uno no sabe lo que va a decir, quedarse callado.

emalaver@gmail.com




Año VI / N° CCXXXV / 19 de noviembre del 2018



lunes, 12 de noviembre de 2018

La vida secreta de las palabras [CCXXXIV]

Luis Roberts 


Al final de la película, de 1964, Strangelove lo revela todo:
“Mein Fuhrer, I can walk!”


         La vida secreta de las palabras, además de ser una espléndida película de Isabel Coixet, es un secreto, el de que las palabras tienen vida, compartido por todos aquellos que manipulamos, jugueteamos, trabajamos, mordisqueamos y amamos las palabras. No hay palabras neutras, todas tienen una intención, una dirección, son como un dardo, como el Dardo en la palabra del académico Lázaro Carreter. Desde que gracias a la palabra nace la idea, esta le devuelve el favor a aquella, a veces flaco favor, usando la palabra como un pelele en manos de las caprichosas veleidades de las cambiantes ideas.
         Por un lado, surge lo que ahora algunos llaman “el perímetro” de la palabra, su límite semántico, el concept creep, o deslizamiento del concepto, de la acepción. ¿Qué significan hoy palabras como violencia, feminismo, machismo, libertad, democracia, dictadura? Bueno, depende. ¿Depende de qué? De las circunstancias. ¿De qué circunstancias? De quién las diga, en qué lugar y en qué momento y, sobre todo, cómo están estructuradas y repartidas las neuronas del que las dice. Hay palabras que cambian de uso y se convierten en algunos casos en latiguillos que pueden chocar a gente que comparte el idioma, pero no su uso. Se ven caras de estupor en el metro de Madrid, donde la juventud mayoritariamente ya no acepta insultos homófobos, oyendo a jóvenes venezolanos llamarse cariñosamente marico y marica, igual que en el colectivo, el ómnibus, de Buenos Aires. O a uno ya no le sorprende el familiar cabrones de los mexicanos.
         En el campo de la política, y entro en materia, el espectáculo es más desolador. No sé si la anunciación de Fukuyama, la muerte de las ideologías, se ha cumplido, de lo que no cabe duda es que las dos grandes ideologías (concepciones del mundo) de los siglos XIX y XX, el marxismo y el cristianismo, uno se ha diluido, y el propio Marx, dialéctica en mano, lo ratificaría, y la otra se ha convertido en una religión a la carta en un restorán minimalista y con mala reputación. Al no haber ideología, quedan ideas, o sentimientos, que se cosen, como un patchwork, retazos, retales, y al final, pura retórica. Resucita el nominalismo y el eufemismo. Gente que se envuelve en una bandera, abjura de la libertad de expresión, discrimina al otro, etc., es, ¡toma eufemismo!, la alt right, la derecha alternativa. Lo vemos con honda preocupación en Estados Unidos, en Brasil, en Hungría, en Polonia, en Austria, en Italia, en Francia, en Holanda, en Suecia, en España.
         Quienes hayan visto la genial e histórica película de Kubrick Dr. Strangelove (y quienes no, véanla inmediatamente) recordarán la desternillante escena de Peter Sellers, intentando evitar su gesto automático de levantar el brazo en el saludo nazi. Pues esto les ocurre hoy a muchos personajes de estos países, unos ostentando el poder, otros acechándolo. En la acera de enfrente nos topamos con otros eufemismos: empoderamiento, autoritarismo, democracia social, antiimperialismo, poder comunal (todo el poder para los soviets de Lenin, sólo hace 100 años), etc. El Pueblo, la Patria, la Nación, la Democracia, son conceptos mayúsculos que, a pesar de la mayúscula, son tan evanescentes y minúsculos en sus bocas, que los usan tanto unos como los otros, con distinta intención, obviamente. Tanto los que tienen que hacer un esfuerzo para no levantar el brazo con la mano extendida, como aquellos que lo levantan y cierran la mano mostrando el puño: “los mismos perros con distintos collares”, dice el refrán español.
         Y hablando de refranes, recordemos dos más: “Las cosas claras y el chocolate espeso” y “al pan, pan y al vino, vino”. ¿Y eso? Porque hoy el insulto máximo y generalizado en política es llamar “fascista” al otro, al que no comulga con mis creencias, y uso este sustantivo con todas sus consecuencias. ¿Pero de verdad saben qué es el fascismo? ¿O se han quedado anclados, como en tantas otras cosas, en el referente histórico? Para no extenderme, me remito al maestro, tristemente desaparecido, Umberto Eco, con quien me identifico absolutamente, en esta y en otras muchas cuestiones, para aplicar las 14 claves para identificar de verdad, verdad, a un fascista y al fascismo y dejarnos de tonterías infantiles. Véanlo aquí con una didáctica introducción.
         ¿Lo vieron? ¿Quedó claro? ¿A que reconocen a mucha gente y ya pueden catalogarlos? Pues a partir de ahora dejemos de usar la palabra fascista como insulto y hagámoslo como descripción, como calificativo preciso. Lo malo es que me temo que la vamos a usar más que antes.

luisroberts@gmail.com



Año VI / N° CCXXXIV / 12 de noviembre del 2018



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lunes, 5 de noviembre de 2018

Amor con hambre no dura [CCXXXIII]

Aurelena Ruiz



¿Qué culpa tiene el tomate, como decía aquella canción,
de las intromisiones de la lengua en
todos los campos?



         Amor con hambre no dura. ¿Quién no escuchó esto alguna vez? Y es muy cierto, porque la comida no solo es indispensable para la vida, también es un factor muy importante de interacción social y del lenguaje… Sí, del lenguaje.
         En nuestro idioma (y me atrevería a decir que en todos los idiomas) los alimentos están muy presentes como herramienta de comunicación. ¿Lo han pensado alguna vez? Seguro han estado haciendo una tarea que resulta muy lenta y han dicho: “Voy a terminar el año de la pera”, o quizás han pasado tanta vergüenza en algún momento que se pusieron rojos como un tomate, o a más de uno habrá mandado a alguien a freír espárragos cuando ya le colmó la paciencia.
         Ni hablar de la enorme cantidad de eufemismos o coloquialismos que existen relacionados con los alimentos. Las mujeres con senos grandes tienen cocos o melones; pero si los tiene pequeños, entonces tiene limones. Los hombres blancos tienen salchichas y los morenos morcillas; y las palabras yuca, berenjena o huevos no siempre se usan para hablar de lo que vamos a cenar… Bueno, depende del tipo de cena.
         Pero ahora que vivo en otro país, todo esto de los alimentos y el idioma se ha vuelto aún más interesante porque, obviamente, las expresiones cambian entre un lugar y otro y, como todo en la lengua, estas diferencias tienen mucho que ver con la cultura de cada lugar, o al menos esa fue a la conclusión a la que llegué.
         Por ejemplo, en Venezuela, un país donde hay el mejor cacao del mundo, un hombre con unos buenos abdominales tiene unos chocolaticos, pero si el hombre es argentino entonces tiene ravioles. Esto tiene más sentido acá, siendo Argentina un país que tiene tantos descendientes de italianos y donde es muy fácil encontrar buenas pastas.
         Otro buen ejemplo es cuando estamos mentido en problemas; en Venezuela estamos fritos o en salsa (y no precisamente de tomate, agregaría cualquier mamá), mientras que en Argentina estamos en el horno. Las tres frases expresan lo mismo, pero mientras en Venezuela freímos mucho, en Argentina es un poco más común hacer comidas al horno, así que concluyo que por esta razón la frase varía de ese modo en estos dos países.
         Los malos hábitos tampoco se quedan fuera; en Venezuela, a más de uno le han dado un bozal de arepa, es decir, que les dieron algo de plata o algún beneficio solo para mantenerlo contento por un rato. En Argentina, sobre todo en el sector público, hay muchos que son unos ñoquis, porque solo van al trabajo a fin de mes a cobrar. Esto viene de la tradición de comer ñoquis todos los 29, pero bueno, esto ya es harina de otro costal; en otra oportunidad se lo contaré.

Buenos Aires, 3 de noviembre de 2018

aurelena.ruiz@gmail.com



Año VI / N° CCXXXIII / 5 de noviembre del 2018

lunes, 29 de octubre de 2018

Al alimón, al alimón, el puente se ha caído [CCXXXII]

Edgardo Malaver



Ilustración del dibujante Daniel Perea para un reportaje
de la revista
La Lidia, de 1886



         En medio del jardín de la escuela, jugando con otros niños, dominados como estamos por el ímpetu de gritar más alto, de correr más rápido, de jugar, jugar, jugar hasta que se extinga el mundo y todo lo que en él existe, no nos percatamos —ni pretendemos percatarnos, ni en ese momento ni nunca más—, de lo que dicen las canciones que cantamos y que cantamos siempre con la prisa de terminar de pronunciarlas antes que los demás, fantaseando con la dulce ilusión de que nos las sabemos mejor que todos nuestros amigos. A menos que seamos Funes el memorioso —o el propio Jorge Luis Borges— en aquella edad ideal, todo es imagen y sonido... aunque observar y escuchar no es precisamente lo principal.
         A esa edad, diría C.S. Lewis (el de Narnia, sí), nos pasa como a los falsos amantes de música: no nos interesa más que poder tararear la melodía, y como a los malos lectores de narrativa: no nos interesa más que la anécdota. En el preescolar —cuando yo era niño se llamaba, con una sonoridad mucho más alegre, kínder—, repetíamos, por ejemplo: “Alelimón, alelimón, el puente se ha caído...”. No sabíamos lo que decíamos y no lo sabemos ahora, pero está impreso en nuestra memoria más entrañable. Sólo al tropezar, en otro tipo de discurso, la locución al alimón, que es bastante formal, llega uno a comprender cómo estaba íntimamente conectado lo que hacíamos con lo que cantábamos al jugar.
         Todos los diccionarios que incluyen esta construcción dicen que equivale a ‘conjuntamente’, ‘en cooperación’, ‘uniendo fuerzas’. El de la Academia, que en el caso del juego infantil lo escribe como una sola palabra, alalimón (claro, es sustantivo), lo define, curiosamente en pasado, así:  “Juego de muchachos que, divididos en dos bandos y asidos de las manos los de cada uno, se colocaban frente a frente y avanzaban y retrocedían a la vez cantando alternadamente unos versos que empezaban con el estribillo Alalimón, alalimón”. Pues sí, eso es, aunque lo escriban con a y no con e, pero...
         ¿Y de dónde viene, entonces, al alimón? Es un lance taurino. Se hace ‘asiendo dos lidiadores un solo capote, cada uno por un extremo, para citar al toro y burlarlo, pasándole aquel por encima de la cabeza’. ¡Lo que hacen los niños que juegan alelimón! Pasar por debajo de algo. En el caso de los niños es un puente que al instante termina cayéndose. El “puente” que construyen los toreros para atraer al toro también se desvanece cuando él embiste. Y a inocencia del animal en la lidia se parece a la nuestra en el juego cuando cantamos sin reparar en el artilugio de nuestras propias palabras.
         El encanto más notable de la literatura oral es que hoy puede tener una forma y mañana ser otra cosa; aquí puede ser sangre y más allá, canción. Entre más formas y versiones nacen de ella, más rica es, y estando hecha de lengua humana, el cambio garantiza su permanencia. Las diferentes versiones de esta cancioncilla (y nuestro supuesto error en la pronunciación del primer verso) en España, en Cuba, en México, en Venezuela sólo indican que su belleza y su sentido entre más crecen más nos identifican,  dondequiera que la aprendamos... porque nadie acepta convertir lo que cantó, lo que aprendió, lo que vivió en el jardín de infancia en cáscaras de huevo.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXXXII / 29 de octubre del 2018


lunes, 22 de octubre de 2018

Diáspora e intertextualidad cotidiana [CCXXXI]

Isabel Matos



Angelina Jolie, embajadora de ACNUR, se reunió en Lima 
con embajadores lingüísticos de Venezuela (foto: EFE)




         Cuando algún miembro de mi familia más cercana empieza a decir: “Chico, sabes que estaba pensando…”, casi inevitablemente otro de nosotros lo interrumpirá y añadirá: “Sano ejercicio,doctor”. Luego de algunas risas compartidas, el relato continúa sin problema. Se ha convertido en un chiste familiar algo, que nos enseñó Les Luthiers en uno de los tantísimos números de comedia (si no los conoce vaya ahora mismo a Youtube y busque cualquiera de sus videos, le encantarán). Al día siguiente la tía divertida llamará a cualquier sobrino a la cocina al grito de “¡Rosendo, ¿te monto la arepa?!”, mientras que en la casa del vecino parece que se va la luz y alguien le reclama a los “espíritus chocarreros”. Y es que la intertextualidad cotidiana compite con la arepa por su puesto en la mesa diaria.
         Pareciera que encontramos en otros textos esas palabras exactas para nuestro sentir y sin vacilar las usamos, seguros además de que el otro entenderá nuestro mensaje. Cuando el interlocutor no encuentra el referente original, ocurre la catástrofe. “¿Cómo no sabes cuáles son los espíritus chocarreros? Tú como que nunca viste televisión”. Comprender esa relación intertextual tiene mucho que ver con la cultura que manejan los hablantes. Tiene que existir un punto de encuentro cultural, ya sea contemporáneo o histórico, para que la relación fluya correctamente. Los ejemplos que escogí para este artículo muestran ciertos puntos de conexión que van más allá de las fronteras venezolanas. México, Argentina y Venezuela se encuentran unidos intertextualmente en pequeños chistes en mi familia.
         Sobre el tema del encuentro cultural. ¿Cómo se estarán manejando los tantísimos venezolanos en el extranjero con sus referencias en la maleta? ¿Cuántas de estas referencias serán comprendidas por el país de llegada? El poco tiempo que he pasado fuera del país he sentido cómo mi vocabulario se parecía un poco al de Dora la exploradora. Tratando de minimizar los malentendidos y mantener el canal abierto. Pero, ¿y las referencias?
         Será ya trabajo de los institutos de lingüística, filología o cultura de cada país estudiar la influencia intertextual de la diáspora venezolana en la literatura, en la cotidianidad y el habla local. ¡Gracias a Dios la intertextualidad no es algo exclusivo de la literatura! Tendríamos que buscarle un nombre nuevo a este hermoso e interesante aspecto en la oralidad. Es curioso que estudiemos, casi como a bichos raros, algo sin lo que no sabemos hablar.

isabelmercedes@gmail.com



Año VI / N° CCXXXI / 22 de octubre del 2018




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lunes, 15 de octubre de 2018

El ADN venezolano [CCXXX]

Laura Jaramillo



Los zulianísimos huevos chimbos también son parte
del ADN venezolano



         Creo en las malas energías. Los seres humanos somos un imán, porque todas las energías se nos pegan. ¿No les ha pasado que a veces pueden sentir un corrientazo cuando tocan el pomo de la puerta o cuando tocan a otra persona? Es porque están cargados. De hecho, el técnico de la computadora me dijo que uno podía descargar la propia energía y quemar una pieza.
         Yo, pa limpiarme lo malo y que se me pegue lo bueno, me baño con jabón de coco. Hace días fui a comprar un jaboncito de esos, y al chamo que atiende le hago varias preguntas:
         —Buenos días, ¿tienes jabón de coco?
         —Sí.
         —¿A cómo?
         Cuando me da el precio, pelo los ojos como Homero Simpson. Y le pregunto dos cositas. La primera es que si el precio es en soberanos o en yuanes. La segunda es que si, al menos, es grande, y él me hace seña con la mano como pa dibujarme el tamaño del jabón. Luego, con mi más suprema inocencia, le pregunto:
         —Pero ¿es grueso?
         Ahora es el muchacho el que pela los ojos.
         Alguna vez recuerdo también que en una ferretería el vendedor echando vaina dijo: “No lo llame pega, llámelo pego”, haciendo referencia al pego con el que se pega la cerámica.
         En otro caso similar, una señora llama a mi casa y me pregunta que cómo estoy, yo le respondo que bien y le pregunto que quién es. Ella se queda callada, y a los segundos me dice: “Ay, como que metí el dedo donde no era”.
         Hace tres días, una profesora, muy querida ella, me pregunta: “¿Tú vas vía metro?”, y le contesto que sí, y ella me dice: “Ah, bueno, voy a aprovechar pa agarrarte la cola”. Gracias a Dios no fue literal.
         La respuesta del chamo al yo preguntarle por lo grueso del jabón fue:
         —Ay, señora (aunque prefiero doña), eso sonó feo. En Venezuela, hay cosas que no se pueden decir porque después el chaleco es grande.
         Yo solté una carcajada y le respondí:
         —No, chico, no hay palabra mal dicha, sino mal interpretada.
         Lo que sucede es que los venezolanos hablamos siempre con el doble sentido por delante, y eso es así porque lo llevamos en el ADN. Es supremamente imposible deslastrarnos de ese instinto, pues perderíamos algo tan importante como es la cultura, la idiosincrasia venezolana.
         Nuestras creencias nos definen, pero nuestro lenguaje también. Nuestras palabras, nuestras expresiones, nuestra verborrea, nuestro regionalismo, todo nuestro hablar es único. Como dicen por ahí: solo en Venezuela.

laurajaramilloreal@gmail.com



Año VI / N° CCXXX / 15 de octubre del 2018




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lunes, 8 de octubre de 2018

No volveré a ser joven [CCXXIX]

Luis Roberts


Mientras todos se escondían de las balas, Adolfo Suárez
conserva su firmeza ante los golpistas españoles de 1981



         Mi madre, católica, en vez de colgar sobre mi cama de niño un crucifijo, como era habitual, colgó un cuadro que enmarcaba un pergamino con el poema de Rudyard Kipling “Serás un hombre, hijo mío”. Lo sabía de memoria, a fuerza de leerlo esperando que me apagasen la luz, pero el primer cuarteto se convirtió para siempre en mi leitmotiv, mi mantra, mi aliento, en los momentos más duros de mi juventud, y los hubo en cantidad:

Si puedes mantener intacta tu firmeza
cuando todos vacilan a tu alrededor
Si cuando todos dudan, fías en tu valor
y al mismo tiempo sabes exaltar su flaqueza...

       Y el último remate, el último cuarteto, el colofón:

...Y si puedes llenar el preciso minuto
en sesenta segundos de un esfuerzo supremo,
tuya es la tierra y todo lo que en ella habita
y lo que es más, serás un hombre, hijo mío.

       Hoy diríamos, la natural inclusión: “Serás una persona valiosa, hijo mío”. Nada de “hombre”, arrobas ni “X”.
       Mucho más adelante, descubrí y conocí a uno de los más grandes poetas de la generación del 50 en España: Jaime Gil de Biedma. Su retrato ya es surrealista, aunque él huyó del surrealismo en poesía: castellano reciclado en Cataluña, millonario y máximo ejecutivo de su empresa familiar, comunista y homosexual. Murió en 1990 de sida junto a su pareja y ambos fueron incinerados juntos. ¿De película? Sí, y hay una. Pero uno de sus poemas está esculpido en una pared de la entrada de la Facultad de Filosofía de Madrid. Se titula “Nunca volveré a ser joven” y lo escribió en 1968.

No volveré a ser joven
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
—como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
—envejecer, morir, eran tan solo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

       No he olvidado a Kipling, pero, lógicamente, el paso del tiempo, ya mucho, me obliga a mirar en silencio a los ojos de Jaime Gil de Biedma y sonreírle.
       Por cierto, esto no es un onanismo estético, aunque también, es, o intenta ser, un mensaje a nuestros jóvenes, a los que sufren, a los que se desesperan por no ver futuro, a los que huyen espantados, a los que no pueden huir y se rinden, este es mi humilde consejo: no pierdas la perspectiva final de Gil de Biedma: “...envejecer, morir, es el único argumento de la obra”, pero hasta ese momento repite como un mantra el verso de Kipling: “Si puedes mantener intacta tu firmeza cuando todos vacilan a tu alrededor...”.

luisroberts@gmail.com



Año VI / N° CCXXIX / 8 de octubre del 2018



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