lunes, 29 de julio de 2019

A propósito de Cruz Diez y otros compadres [CCLXIX]

Antonio Peña


Induction du Jaune de la serie Nov 06/4 (2006),
de Carlos Cruz Diez




         Tengo un amigo que es artista plástico y estudió en la Escuela de Artes Plásticas Armando Reverón (otro gran artista venezolano, el pintor de la luz). No voy a revelar el nombre de mi amigo, pero sé que conoció a Carlos Cruz Diez y compartió muchos momentos con él. Me cuenta mi amigo que la conversación con Cruz Diez era muy interesante y que él era muy laborioso como artista. Este amigo mío siempre decía como “anécdota”: “Yo conocí a Cruz Diez cuando apenas era Cruz Nueve”.
         Personalmente, como poeta, es decir, artista de las palabras, en mi juventud siempre fui muy allegado a los círculos intelectuales de la época y tuve el honor de conocer a Jesús Soto y trabar amistad con él, durante los pocos viajes que hizo a Venezuela en los años 1990. De hecho, fui muy allegado a la poca familia de Soto residenciada en Caracas. En la residencia de ellos, hay un montón de cuadros de la etapa temprana de Soto, que tuve el placer de admirar.
         Pienso que a veces a los venezolanos se nos olvidan estos tesoros artísticos de nuestro amancillado país, ahora destrozado por la peste política que nos ha azotado desde hace 20 años ya. Sé que en medio de la presente crisis chavista-madurista es difícil o imposible preocuparse o sencillamente ocuparse del arte. Priva siempre, como es lógico, la necesidad de comer, de pagar las cuentas y rendir el poco y devaluado dinero que percibe el venezolano de a pie; pero ya es hora de que comencemos a valorar el legado de esos talentos vernáculos y a aprender de ellos. El arte siempre será una tabla de salvación, especialmente en momentos tan aciagos como éste.
         Dios bendiga a estos dos grandes artistas y los tenga en alguna nube tocando cuatro y guitarra, cantando, charlando de arte y bebiendo “donde la noche es vino y alegría hasta el amanecer”, por citar a otro grande, al Chino Valera Mora. A lo mejor, todos esos locos montan tremendo bonche en el cielo. Y aunque no quiero ponerme muy farandulero, me encantaría que ese gran espectáculo celestial lo presentara nada menos que la flaca Carmen Victoria Pérez, con bombos y platillos.
         ¡Dios los bendiga a todos ellos!

antoniojpm@gmail.com



Año VII / N° CCLXIX / 29 de julio del 2019


martes, 16 de julio de 2019

¿Por qué Andrés Bello escribe tan mal? [CCLXVIII]

Edgardo Malaver


 
Rebelde portada de 1923 del autor
de
Platero y yo


...i los pensamientos se tiñen del color de los idiomas.

Bello

         El artículo de la semana pasada trataba de Rodrigo Díaz de Vivar (h. 1048-1099), el Cid Campeador, para homenajearlo porque se cumplían 920 años de su muerte, pero sobre todo para hablar del Cantar de mío Cid, la obra literaria que narra sus hazañas. Y como había descubierto que nuestro Andrés Bello estuvo investigando y escribiendo sobre el Cantar la mitad de su vida, me di el placer de leer y utilizar sus escritos para sustentar lo que deseaba decir. Bello, por cierto, hizo con la copia de Per Abat lo mismo que después haría Ramón Menéndez Pidal, pero nadie recuerda ni menciona el hermoso y agudísimo trabajo de Bello.
         La citas que utilicé provinieron de la edición de 1881 de las obras completas de Bello editadas por el Consejo de Instrucción Pública de Chile, de modo que el texto exhibía algunos de los rasgos más destacados de las ideas del autor acerca de cómo debía ser la ortografía de la lengua española. Tales rasgos hoy en día, en que muchas de las razonable propuestas de Bello se quedaron sin el apoyo que un día reunieron, lucen mucho como una trasgresión, cuando no una fuente de confusión: usa la i en lugar de la conjunción y, por ejemplo, y escribe general y energía con jota. ¿Por qué don Andrés escribía tan mal?, puede preguntarse cualquiera que no lo conozca.
         Pues resulta que estaba siendo equilibrado y ecuánime, porque en realidad Bello propuso en 1823 (la misma época en que comenzó a estudiar el Mío Cid) una reforma bastante sencilla pero también bastante audaz de la ortografía del castellano, que en algún momento llegó a tener algo de aceptación en Sudamérica, sobre todo en Chile. No sería justo decir que era original, puesto que en el siglo XV Antonio de Nebrija ya había formulado el corazón de la propuesta de Bello: “Tenemos de escrivir como pronunciamos, et pronunciar como escrivimos”, porque de otra manera, ¿para qué tenemos letras?
         Siguiendo esa lógica, Bello publicó, junto con el colombiano Juan García del Río, en su Biblioteca Americana de Londres un artículo titulado “Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar la ortografía en América”, en el cual exponen que el castellano, que consta de sonidos elementales bien diferenciados, “es quizá el único idioma de Europa que no tiene más sonidos elementales que letras”. Además desestiman radicalmente la utilidad de dos de los tres criterios de la Real Academia para configurar la ortografía: el uso constante y la etimología. La pronunciación es para ellos el único criterio razonable para tal fin.
         En consecuencia, “sugieren” —es la palabra que usan— una reforma ortográfica de dos etapas que pretende conformar un alfabeto de 26 letras, variando también los nombres de casi todas: A (a), B (be), CH (che), D (de), E (e), F (fe), G (gue), I (i), J (je), L (le), LL (lle), M (me), N (ne), Ñ (ñe), O (o), P (pe), Q (que), R (ere), RR (re), S (se), T (te), U (u), V (ve), X (exe), Y (ye), Z (ze).
         Con esto no sólo queda explicada la curiosa utilización de la i y la jota en Bello sino también en autores contemporáneos y posteriores a él, como Simón Rodríguez, Fermín Toro y Domingo Faustino Sarmiento. En 1844 la reforma había sido acogida oficialmente por Chile, donde don Andrés era inmensamente respetado; luego lo hicieron otros países, incluyendo Venezuela, pero la iniciativa naufragó finalmente en 1944, cuando su gran promotor, Chile, la abandonó. Juan Ramón Jiménez, sin embargo, siguió utilizándola por convicción hasta el fin de sus días en 1958.
         La ortografía, que como dice Bello, no tiene por objeto “corregir la pronunciación común, sino representarla fielmente”, puede ser tan sencilla como lo sean los sonidos de la lengua. Y considerándola con criterios claros y coherentes, puede contener ideas y emociones, conocimiento e imaginación. El quid es, entonces, si las letras de veras pintan los sonidos de nuestras palabras, porque las palabras han de dibujar siempre nuestro paisaje interior.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXVIII / 16 de julio del 2019




Otros artículos de Edgardo Malaver:


lunes, 8 de julio de 2019

En paz descanses, mío Cid Campeador [CCLXVII]

Edgardo Malaver


Estampilla española de 1962




         En un mundo que parece pensar que todo aquello que tiene dos días más de edad que uno carece del más ínfimo valor y es, por tanto, vergonzoso mencionarlo, aquí vengo yo a hablar de una persona cuya muerte sucedió hace 920 años. Me gustaría más hablar de su nacimiento, pero esa fecha no se conoce. Ni siquiera se sabe si de veras nació en el lugar donde se dice que nació 50 o 55 años antes. Pero más que de la persona real, Rodrigo Díaz de Vivar, quiero hablar del personaje literario, el Cid Campeador, y más que del personaje, de la más conocida de las obras que hablan de él, el Cantar de mío Cid... y más que de la obra, de la lengua en que fue escrita, el castellano.
         Rodrigo Díaz creció cerca de la corte de Fernando I de Castilla y León, cuyo heredero, Alfonso VI, lo desterraría a causa de las intrigas que urdieron sus “enemigos malos”. Y de este hecho precisamente nace la narración que leemos en el Cantar. Rodrigo debe emprender una larga campaña militar, de al menos tres años, en que derrota a los enemigos del rey e incluso arranca de manos musulmanas la ciudad de Valencia, con el fin de obtener el perdón del rey.
         El Cantar fue escrito unos 40 años después de la muerte del Cid, pero sólo conocemos una copia confusamente fechada en 1207, y muchos dicen que el copista, Per Abat, es en realidad el autor. Andrés Bello, uno de los primeros que estudió el manuscrito, lo descarta del todo, y se concentra en la belleza del texto y su importancia para la literatura española.
         Un detalle ha hecho enigmático este texto durante toda su historia: le falta la primera página, que algunos calculan contendría unos 50 versos. Sin embargo, basándose en las crónicas sobre reyes de la época, algunos investigadores como el propio Bello y, después, Ramón Menéndez Pidal han reconstruido ese breve fragmento perdido. Bello va más allá y llega a la conclusión de que las crónicas y el Cantar son en realidad el mismo texto, puesto que, bastantes capítulos después del segmento faltante, los versos son idénticos, así que su refundición coincide en 10 de cada 12 versos con la muy difundida versión de Menéndez Pidal.
         Bello, elogiado por Menéndez Pidal por “la sagacidad crítica y el seguro tino con que enjuicia el valor literario de la obra”, escribió en 1823, cuando comenzaba a estudiar al Cid:

No es comparable el Mío Cid con los más celebrados romances o jestas de los troveres. Pero no le faltan otras prendas apreciables i verdaderamente poéticas. La propiedad del diálogo, la pintura animada de las costumbres i caracteres, el amable candor de las expresiones, la enerjía, la sublimidad homérica de algunos pasajes, i, lo que no deja de ser notable en aquella edad, aquel tono de gravedad i decoro que reina en casi todo él, le dan, a nuestro juicio, uno de los primeros lugares entre las producciones de las nacientes lenguas modernas.

         Y acerca de la lengua castellana, dice:

Echando una rápida ojeada sobre la lengua castellana del siglo XIII, veremos que no estaba tan en mantillas, tan descoyuntada, por decirlo así, tan bárbara como jeneralmente se cree. En lo que era diferente de la que hoi se habla, no se encuentra muchas veces razón alguna para la preferencia de las formas i construcciones que han prevalecido sino la costumbre.

         O sea, es la misma lengua, que hemos heredado convertida en poesía.
         Y pasado mañana, 10 de julio, que en paz descanses, Rodrigo, hijo de Diego, Cid Campeador.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXVII / 8 de julio del 2019




Otros artículos de Edgardo Malaver:

lunes, 1 de julio de 2019

Un ex nunca muere [CCLXVI]

Edgardo Malaver


 
Primavera de la vida (1859), de Camille Corot


        Pongo a mis alumnos a investigar sobre algunos venezolanismos “en vías de extinción” y una de las muchachas del grupo se interesa por la palabra coroto. El segundo paso es “averiguarle la vida” a la palabra, utilizarla, encontrar textos en que aparezca, explicarla, hacerle promoción. En pocas palabras, hay que “apadrinar” un venezolanismo y, tal como se haría con un hijo adoptivo, acogerlo en casa: “darle alimento, techo, vestido, educación y, lo más importante, cariño”.
         Esta estudiante, entonces, eligió coroto. Gran alegría para mí porque es de los que más uso. En la primera clase en que tiene una oportunidad, reporta un avance sobre su rastreo etimológico: como por arte de magia, se ha tropezado con la historia de los cuadros de Camille Corot (1796-1875) que tenía el general Antonio Guzmán Blanco (1829-99) en el palacio de gobierno. Sea o no sea cierta esa versión, vamos bien: la estudiante está trabajando con entusiasmo. El tema de Ritos esta semana, sin embargo, aparece cuando la alumna habla de Guzmán Blanco. Lo llama “expresidente Guzmán”. Y yo me detengo: ¿sí?, ¿de veras hay que referirse a un tipo como Guzmán Blanco como expresidente?, ¿contará sólo el hecho de que en el presente ya no lo sea?
         Yo creo que no cuenta. Lo regular, sí, es que un mandatario se convierte en expresidente cuando cesa en sus funciones, y sigue siendo expresidente per secula seculorum, a menos que vuelva a serlo o que asuma otro cargo y se le comience a llamar como corresponde al nuevo cargo, y luego se convierta en exministro, exgobernador, etc. O que muera, ¿no? Me parece a mí —digo yo, se me ocurre, así, como una idea loca, ya me dirán ustedes— que si se trata de alguien que ya no vive, ya no tiene sentido utilizar el prefijo ex-. El uso de la palabra presidente, cuando todo el contexto indica pasado remoto, no significa que estemos hablando el actual jefe del gobierno.
         Al hablar de Vargas, de Monagas, de Gómez, uno dice presidente porque habla de ellos en presente histórico, esa maravilla de conjugación de los verbos en presente que, siendo la misma de siempre, significa pasado y no presente. Por ejemplo, uno dice “Andrés Bello vive en Londres hasta 1829”, y nadie se pregunta si esa es la fecha del día de hoy. Y cuando hoy decimos que el tirano Aguirre entra en Venezuela por el Orinoco, no pensamos que esté explotando petróleo con una empresa rusa o china. No sé si el presente histórico pretende traer frente a nosotros los acontecimientos del pasado o deseamos con él transportar a nuestro interlocutor al día de los hechos. Qué bonita sería lograr esta segunda opción, ¿verdad?
         A pesar de ello, incluso si usamos el verbo en pretérito, nadie necesita que le aclaren que Páez, Rojas Paúl y Betancourt ya no son presidentes. A ver: “La carretera fue construida por Cipriano Castro, presidente de Venezuela entre 1899 y 1908”. No cabe usar el prefijo porque hablamos de aquel momento, no del actual. Otro ejemplo: “Los problemas que agobiaron a la población en los tiempos del presidente Medina no han sido estudiados suficientemente”. Si hablamos del momento en que el general Medina era presidente, no tiene mucho sentido que lo llamemos expresidente porque en ese momento no lo era. Meses después había que hacerlo, pero ahora no.
         Aunque lo menos que quiero es hablar de políticos y, mucho menos, de militares, pienso en aquellos cuatro presidentes de Venezuela que murieron en ejercicio del cargo: Linares Alcántara, Gómez, Delgado Chalbaud y Chávez. Es dudoso en este último caso, y es el más reciente, pero aún así no tiene sentido llamarlos expresidentes. Nunca lo fueron —esto también es muy discutible en el último caso—, pero si no lo fueron en vida, ¿pueden serlo ahora?
         Pero volvamos a lo verdaderamente importante: la lengua. ¿Quién quiere, fuera de mi clase, apadrinar un venezolanismo en vías de extinción? O colombianismo o mexicanismo o uruguayismo, según prefiera cada quien. ¿Alguien quiere rescatar alguno del olvido? ¿O simplemente hablar de él con cariño?

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXVI / 1° de julio del 2019



Otros artículos de Edgardo Malaver: