lunes, 21 de julio de 2014

¿Todos los mitos son falsos, o eso es un falso mito? [XV]

Leonardo Laverde B.

 

 

 

—Los escritores son seres solitarios e introvertidos...

—Eso es un falso mito.

—¿Y eso no es una redundancia?

 

         Se suele decir que la expresión “falso mito” es incorrecta porque es redundante, pues se supone que los mitos son falsos por definición. Así, al emplear el adjetivo estaríamos repitiendo información innecesariamente.

         ¿Es siempre correcta esta apreciación? Según el DRAE, en su edición de 2001, la palabra mito tiene cuatro acepciones:

 

1. m. Narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico.

2. m. Historia ficticia o personaje literario o artístico que encarna algún aspecto universal de la condición humana. El mito de don Juan.

3. m. Persona o cosa rodeada de extraordinaria admiración y estima.

4. m. Persona o cosa a la que se atribuyen cualidades o excelencias que no tiene. Su fortuna económica es un mito.

 

         En las acepciones 1 y 2, la idea de falsedad, o, mejor dicho, de ficción, sí está implicada (para decirlo en términos lingüísticos, es uno de los semas que componen los sememas), pero no agota su significado. De hecho, observemos que en la acepción 1 no se emplea el adjetivo falsa, ni siquiera ficticia, sino maravillosa. Lo que se narra en un mito cosmogónico no ocurrió en realidad, pero eso no es relevante, pues el mito se sitúa “fuera del tiempo histórico”.

         En la acepción 3, la idea de falsedad no está presente en absoluto. Cuando alguien afirma que “Simón Díaz es un mito de la música venezolana”, no quiere decir que el entrañable Tío Simón no haya existido; por el contrario, resalta el lugar privilegiado que ocupa su música en la cultura venezolana.

         La acepción 4 es la única que tiene la idea de falsedad como componente principal. Y aun en este caso, mito no es sinónimo absoluto de mentira, pues implica un rasgo adicional: se trata de una creencia ampliamente aceptada.

         En el discurso, lo que determina la acepción o connotación que debe activarse en las palabras polisémicas es el contexto. Si oponemos la palabra mito a otra que incluya la idea de veracidad, el contraste hará que resalte su carácter ficticio (como en la frase “¿mito o realidad?”). Si un ateo afirma que “el Evangelio es un mito”, probablemente intenta descalificar el relato bíblico, pues existe la opinión generalizada de que dichos libros tienen una base real. En cambio, un antropólogo que dicta una conferencia sobre “el mito bíblico de la creación” propone cierto tipo de acercamiento neutro a dicha narración, no cuestionar su historicidad. Por último, un sintagma como “Di Stéfano, mito del fútbol mundial”, solo tiene connotaciones positivas (a menos que el hablante se proponga cuestionar la existencia o el talento de dicho jugador).

         Calificar al sustantivo mito con el adjetivo falso será redundante o no según la situación discursiva. Por ejemplo, si yo presento una narración original como un mito antiguo, o bien exagero las cualidades de algún personaje real, podré ser acusado de estar forjando un “mito falso” sin incurrir en redundancia. En cambio, si utilizo la palabra mito con el significado de “falsa creencia ampliamente difundida”, añadirle el adjetivo falso sí será redundante. ¿Es, pues, una incorrección?

         En español, no es inusual que los adjetivos explicativos (también llamados epítetos), sean redundantes y meramente enfáticos, sobre todo cuando se anteponen al sustantivo. El pleonasmo puede ser un vicio que atenta contra la economía del lenguaje, pero también, cuando se usa conscientemente, un recurso estilístico para añadir expresividad. ¿Cuántas veces no hemos oído hablar del “inmenso mar” y el “brillante sol”? Con todo, hay algunos pleonasmos, como el famoso “funcionario público”, en los que el argumento estilístico es difícil de sostener.

         A veces la redundancia puede ayudar a reducir el riesgo de ambigüedad. Por ejemplo, en el sintagma “falsos mitos de la literatura venezolana”, podríamos argumentar que el uso del adjetivo aclara que nos referimos a creencias falsas y no a grandes escritores. Sin embargo, también existe una solución menos conflictiva (“mitos sobre la literatura venezolana”) que nos evita el riesgo de parecer ignorantes.

         ¿Cuál es mi conclusión? No use la expresión “falsos mitos”. Evítese problemas. Sin embargo, si por desgracia se le escapa alguna vez, no se preocupe demasiado. Siempre puede exclamar, como el Chapulín Colorado: “¡Lo hice intencionalmente!”.

 

llaverde2@gmail.com

 

 

 

Año II / Nº XV / 21 de julio del 2014


lunes, 14 de julio de 2014

El verbo de la verdad [XIV]

Edgardo Malaver Lárez


     En el blog del escritor Armando José Sequera, Caravasar, hay un comentario del 21 de septiembre del 2007 que se titula “Nos falta un verbo”. Se pregunta Sequera por qué si tenemos un verbo para decir mentiras, mentir, no tenemos uno para decir la verdad. Teme que esto pueda deberse a que en la lengua española no acostumbramos decir la verdad o que estemos más inclinados hacia la mentira.
     Toda una particularidad de la lengua, pero no lo es sólo de la española. En francés existe el verbo mentir, pero no existe su antónimo como lexema, es decir, como una sola palabra: se utiliza una locución: dire la verité. En portugués y en italiano pasa igual. En inglés y en alemán, que pertenecen a otra familia de lenguas, pasa lo mismo. En otras palabras, la razón probablemente no esté supeditada a las particularidades de cada lengua (o a la lengua de la que pueda haber derivado la de cada quien) sino, parece, a algo que está fuera de ellas... si es que tal cosa existe.
     En la Roma clásica, la diosa Veritas (Verdad), que era representada desnuda y saliendo de un profundo pozo, era hija de Saturno, dios del tiempo, y madre de Virtus, diosa del valor. La veracidad era, en aquellos tiempos, una virtud que debía distinguir al auténtico romano como ser civilizado.
     No será ésta, quizá, la verdad última en este asunto, pero es sencillo pensar que cuando nos comunicamos con los demás, esperamos que nos digan la verdad. A nadie se le ocurre preguntarle nada a nadie con la esperanza, la ilusión o el deseo de que le respondan otra cosa que la verdad. De esa manera, en la conciencia más profunda de cada uno de nosotros no existe razón para poner a ese acto ningún nombre que no sea el mismo del que estamos realizando: hablar, decir, conversar, responder, comunicarse, dialogar. Decir la verdad, en el fondo, es, visto así, simplemente decir.
     Es lo que en lingüística se llama un término no marcado. Son las acciones aledañas, diferentes, contrarias, las que necesitan otra denominación. Usted habla de las jirafas en general utilizando ese nombre. Sólo cuando necesita hacer alguna distinción busca otra manera de nombrarlas: jirafa macho, jirafa bebé, jirafa blanca. Lo que tiene que tener un nombre diferente a lo genérico es lo que es diferente. Decir la verdad es lo “genérico”, mentir es lo peculiar.
     También es significativo que se diga, por un lado, decir LA verdad (con artículo definido en singular, lo cual implica que estamos pensando en una sola) y que, por el otro lado, se diga decir mentiras (sin artículo, pero en plural, lo cual implica que la mentira es diversa y difusa, incalculable por el que espera otra cosa).
     Es cierto que existe el verbo verificar, que proviene de veritas (verdad) y pareciera ser antónimo de mentir. Sin embargo, la existencia de este verbo significa que, en algunas circunstancias, cuando existe una duda respecto a un hecho, vamos a ver si es verdad. No es lo mismo que decir la verdad.
     Por tanto, y después de todo esto, la razón más primordial de que no exista un verbo sino una locución verbal para hablar con veracidad debe ser el sentido común. En la mente de los hablantes es así por lógica, por intuición, por sensibilidad y vinculación interior con el fondo del asunto... con la verdad.
     Quizá no sea, entonces, que nos falta un verbo sino hacernos sujetos de él... aunque no exista.


emalaver@gmail.com




Año II / Nº XIV / 14 de julio del 2014

lunes, 7 de julio de 2014

Al final no fuimos a la final [XIII]

Sara Cecilia Pacheco



         Cuando la lengua no te es extraña, cuando te maravilla, te inquieta…, te encuentras inconscientemente analizando cada cartelito, valla o publicación. Eres un observador (algunas veces un inquisidor) de cada palabra que se te atraviesa, de cada grupo de palabras, ves la forma, ves el fondo… Y (clic) le tomas una foto para comentar o reírte con otros de tu especie.
         Lo mismo nos pasa con las conversaciones. Por más bien educado que hayas sido en casa, te sorprendes escuchando conversaciones ajenas. Sin intervenir, claro está. Es así como uno se queda con cada perla. Como en mi caso con la archirrepetida expresión a la final para decir la conclusión de lo dicho, una especie de en fin que está muy de moda.
         En todas partes escucho ese a la final: “A la final no viniste…”, “A la final me salí de la cola…”, “Ni pudimos comprar a la final…”; sin haber notado quizá que la expresión es al final. Si la analizamos, se trata de la preposición a y el artículo el en su forma contraída al, junto al sustantivo final que según la RAE, es “m. Término y remate de algo”. En esta acepción, la palabra final es masculina y no femenina. En elDiccionario de uso del español de María Moliner aparece la expresión al final: “Como conclusión de todo lo hablado, ocurrido, etc. Implica frecuentemente que la conclusión de que se trata es absurda o inadmisible: ‘¡No... si al final resultará que quien tenía razón era él...!’”.
         No faltará quien diga que la final existe y por tanto se puede decira la final. Sí, claro, se puede decir, pero no tendrá el significado que quieres porque la final es, según la RAE: “3. f. Última y decisiva competición en un campeonato o concurso”. La final es la que se jugará este domingo 13 de julio en el Maracaná, una final a la que, al final, esta vez tampoco vamos.

sarace.pacheco@gmail.com


Bibliografía
Moliner, M. (2000). Diccionario de uso del español. Madrid: Gredos.
Real Academia Española (2001). Diccionario de la lengua española. Madrid: Espasa Calpe.



Año II / Nº XIII / 7 de julio del 2014