lunes, 25 de enero de 2016

Mala mía [XCII]

Edgardo Malaver


Primera página del Discurso de Angostura (1819)


         Este número de Ritos es una mera anotación en mi memoria. Es un registro del nacimiento de una nueva expresión, o, más precisamente, de la inserción de su partida de nacimiento en mi archivo principal propio e individual, el único al cual tengo acceso. Y así, es también la mera comprobación de que la lengua materna de uno es infinita. El acta, transcrita fiel y textualmente del libro del año 2016, dice así:

21 de enero. Salgo de mi clase de la mañana a las nueve horas y treinta minutos y me siento a esperar a la estudiante Andreína Aranguren, tesista con la que he acordado encontrarme para decidir cómo reducir a límites controlables el inmenso corpus de su investigación sobre el Discurso de Angostura. Me llega un mensaje suyo al celular en que me pregunta si nos vamos a encontrar. Comprendo que mi mensaje de las siete de la mañana no le ha llegado. Le escribo que la estoy esperando y ella corre a la universidad. Llega cuando yo estoy saliendo, tarde ya, para ir a casa. Me dice: “Mala mía, profe, porque yo no lo llamé ayer”. Me llama la atención la forma de decir que se adjudica la causa del desencuentro, pero sigo hablando con ella sobre una próxima entrevista. De camino a mi casa, no deja de resonar la expresión en mi mente. Me pregunto: “¿Querrá decir algo así como mala jugada mía, mala acción mía, en contra mía?”. El asombro ya se ha apoderado de mí.

         Apenas han pasado cuatro días, y esta voz que nació el jueves no se apaga. Varias personas me han dicho cuando les pregunto: “Se dice hace mucho tiempo, todo el tiempo, ¿no la habías oído?, no te creo”. No, no la había oído. Escribo “mala mía” en Google y éste me lanza 52.904 resultados. (Uhm, ¿no tendrían que ser millones?) Sin abrir nada, porque esta vez no quiero leer nada que me contamine estos primeros comentarios, entiendo que ciertamente la expresión ha existido desde hace años. Veo una tienda de ropa en Buenos Aires, una canción del 2010, traducciones al inglés del 2006. Hoy, por esa causa, al ver que no tengo listo el artículo de esta semana, me decido a darle mi primer saludo... y a asentar aquí su partida de nacimiento.

emalaver@gmail.com



Año III / Nº XCII / 25 de enero del 2016

lunes, 18 de enero de 2016

Niños de pecho [XCI]

Edgardo Malaver



Miguel de Unamuno en algún pasillo
de la Universidad de Salamanca (1936)



Para Miriam Lárez,
literalmente mi primer alma mater, por el Día del Maestro

         Primero les pareció que coger era siempre y en todas partes vulgar y les dio por decir agarrar en todo lugar y momento; después no quisieron decir más hacer porque era informal y comenzaron a decir realizar para parecer educados; más tarde les dio la fiebre de que poner no debía usarse porque eso era lo que hacían las gallinas, y desde entonces dicen colocar hasta cuando se ponen a llorar. Hay un zancudo que sobrevuela una pobladísima nube de hablantes, los marea y les inocula una gripe a causa de la cual, de la noche a la mañana —o más bien de un canto de gallo a otro—, dejan de decir lo que es lógico, habitual y congruente para hundirse en el desbarajuste y el sinsentido. Todo esto, sin embargo, puede llegar a entenderse, porque, al fin y al cabo, así evolucionan las lenguas. A mí lo que me molesta es el bendito zancudo.
         Un día ese zancudo le picó a un representante estudiantil, y éste, sin tener memoria de los siglos de existencia de la lengua que hablaba, comenzó a evangelizar a los demás diciéndoles que la palabra alumno era, nada menos, un insulto para los estudiantes.  Su idea principal era —aún es, porque la prédica no cesa— que alumno se componía del prefijo a- (negación) y la raíz lumen (‘luz’); o sea, que un alumno es al final alguien que carece de luz. Una de las ideas secundarias era que, vistos así, los alumnos habían sido sometidos desde tiempos antiguos a la voluntad de los iluminados profesores, que se creen dueños de todo el saber humano, al cual les dan acceso sólo a cuentagotas y mediante reprochables prácticas y actitudes autoritarias.
         ¿Los sin luz? Ciertamente parece un insulto. Sin embargo, ese pretendido desmontaje morfológico de la palabra y su desafortunado resultado revelan un enorme desconocimiento de su dignísimo significado, su etimología y, también, del español, del latín y de la historia y el funcionamiento de todos ellos. No hace falta consultar el diccionario de cabecera de Cicerón para descubrir que alumnus era en Roma un participio del verbo alo (‘alimentar’), es decir, era lo que ahora se llama una palabra primitiva, no derivada. Un alumnus era ‘aquel que es alimentado por otro’, y más originariamente, un ‘niño de pecho’.
         Más tarde debe haberse empezado a llamar alumnos a los niños que aprendían de un maestro, porque intelectual y espiritualmente también estaban alimentándose de él. Por una buena razón, más tarde todavía, se llamó alma mater a las universidades, porque en el terreno de los conocimientos, la universidad es la madre que nos nutre y nos forma altos ideales humanos. (Ah, alma y alto también provienen del verbo alo.)
         Ser alumno, entonces, tendría que ser, por lo menos para nosotros los universitarios, tener ante nosotros todos los caminos abiertos, los caminos que han recorrido todos los hombres, pero que para cada hombre es un camino nuevo. Y la tarea de enseñarnos a elegir está en manos de nuestros maestros, que con propiedad pueden hablarnos de su paso por esos caminos. En vez de una época en que carecemos de luz, es una época en que descubrimos la luz que nos habita. Me acuerdo de Miguel de Unamuno, que una vez en una conferencia en Salamanca, ante una pregunta ingenua de un estudiante sobre Cervantes, le respondió, aproximadamente: Adivino por su pregunta que usted no ha leído Don Quijote. Qué afortunado es usted, que puede leerlo por primera vez e iluminarlo con los ojos de un niño.


emalaver@gmail.com



Año III / Nº XCI / 18 de enero del 2016

lunes, 11 de enero de 2016

¡Matriculamos! [XC]

Sara Cecilia Pacheco


Fotografía cedida por la autora


         Hoy, cuando íbamos entrando al edificio...

Alfredo: ¡Veciiinooos! Voy a aprovechar la colita con ustedes. ¿Cómo están, mis hijos? ¡Feliz año! ¿Cómo la pasaron?
Sara: Bien, señor Alfredo... ¡Feliz año! ¿Y usted cómo lo pasó?
Alfredo: Bueno... ¡Matriculamos!  Bueeeno... Ustedes saben cómo está la cosa... pero ¡Matriculaaamos! que es lo importante...
Sara: Sí, gracias a Dios... Hasta luego, señor Alfredo.
Alfredo: Hasta luego, mis hijos.

         De ese pequeñísimo intercambio amable me llaman la atención dos cosas. La primera: ya es 10 de enero y nos seguimos dando el ¡feliz año! No es que sea bueno ni malo, ni anticuado ni moderno, ni pueblerino o caraqueño. Lo hacemos y lo hacemos porque sí, porque siempre lo hacemos y mañana en el trabajo seguro repartiré “felizaños” por doquier. Quizá algunos se resisten o se resisten por algunos años, pero siempre lo hacemos. Si no has visto a esa persona desde diciembre o desde el enero pasado, lo saludas con su feliz año. Se nos brota. O, por decirlo de algún modo, no se lo negamos a nadie. El porqué, lo que es a mí, no me importa.
         La segunda: ¡Matriculamos! Ese sí no “te” lo digo yo... El señor Alfredo me lo dijo al principio con aquel tono de “Al menos hay salud” y luego como queriendo animarse a sí mismo. ¿En qué nos matriculamos? Pues en el 2016. Veamos qué significa matricular para el DRAE:

matricular. 1. tr. Inscribir o hacer inscribir el nombre de alguien en la matrícula. / 2. tr. Inscribir un vehículo en el registro oficial de un país o demarcación. / 3. prnl. Dicho de una persona: Hacer que inscriban su nombre en la matrícula.

         Claramente el señor Alfredo no habla de habernos inscrito en nada. Por cierto, en Venezuela no se usa el verbo matricular para referirnos al registro de datos o pago de aranceles, para eso se usa inscribir. Y a pesar de que los carros lleven matrícula, también conocida como placa, nunca los llevan a matricular. A los carros, como a la gente, “les sacamos los papeles”. De hecho, creo que matricular solo se usa en esa expresión sobre el año nuevo.
         Giovanna D’Aquino en la introducción de su trabajo Léxico venezolano en el DRAE: letras A y B (2010, p. 26), nos da una pista más:

Un venezolano que no quiera mencionar directamente la palabra morir cuenta con expresiones que van de lo más general, como fallecer, fenecer, expirar, irse con los angelitos, pasar a mejor vida, entre otros, a lo más peculiar como estirar la pata, panquear, colgar los tenis, pasar el páramo, no matricular, pelar gajo/patín/bola y hasta pintarle (a alguien) su muñequito’e tiza en la acera.

         Aquí está, lo que me quiso decir el vecino más amable del edificio es que llegamos con vida al 2016, y en un país donde se dice que matan un ciudadano cada media hora, es tremenda manera de decir feliz año. Así que, mis queridos riteros, solo me queda decirles:

¡Feliz año!
¡¡¡Matriculamos!!!



Referencias
D’Aquino, Giovanna (2010). “Léxico venezolano en el DRAE: letras A y B”. Boletín de Lingüística 34, 25-40.
Real Academia Española (2014). Diccionario de la lengua española. Madrid: Espasa.


sarace.pacheco@gmail.com



Año III / Nº XC / 11 de enero del 2016

lunes, 4 de enero de 2016

El elogio de la hipérbole [LXXXIX]

Efraín Gavides Jiménez



Agamenón. Imagen de un jarrón,
525-510 antes de Cristo




         Escribir un rito es tan invariablemente placentero que quien nos vea, al menos una vez, quejumbrosos en la imposibilidad de realizar nuestra tarea, dirá, evocando a Agamenón en aquella asamblea frente a los aqueos (Ilíada, canto IX) y resucitando la voz de Homero: “Lloraba cual fuente que vierte sus aguas sombrías en un chorro humeante lanzado de altísima peña”.
         Les diría: «¡qué exagerados!», pero me abstengo, porque quizás haya pocas representaciones mejores que la fastuosidad, el engrandecimiento, la grandilocuencia que sirven de alabanza o tributo a las sensaciones, a los objetos, al amor, a la naturaleza y, desde luego, también, a la propia lengua.
         De los infinitos caminos por los que se desparrama el lenguaje, nos hallamos al final de uno con portón que da una bienvenida: “Español”; en labores de anfitrión, un coloso —como el de Rodas— nos guía en este rito: elogiemos pues, a la hipérbole.
         En la literatura vemos —tantas veces como puestas de sol la humanidad— acudir a los poetas a múltiples figuras retóricas, y entre todas estas, la hipérbole es una de las más expresas, generosas, espléndidas, graciosas, versátiles, poderosas. En ocasiones, sin dejar de ser hipérbole, es una hermosa metáfora: “el amanecer no sabe lo mismo sin ti pequeña lumbre / el cautiverio de las rosas / ya no lame tus manos porque su servidumbre halló en tu / tristeza penumbra” (Gustavo Pereira); otras veces se viste de símil: “su corazón se deshojaba como una flor” (Ricardo Güiraldes), “mi cuerpo ardía como un diminuto sol” (Ednodio Quintero); y también suele ser prosopopeya, o una combinación de varias figuras a la vez: “donde las noches / parecen fugitivas del paraíso” (Ahmed Mohamed Fadel).
         La hipérbole no solo sorprende verbalmente. Las construcciones de las Siete Maravillas de la antigüedad (jardines que aproximan a un imaginario paraíso, o imponentes templos y estatuas que diseminan la deidad en la tierra) no resultaron ser otra cosa sino maravillosas hipérboles. La composición de los Cien sonetos de amor con los que Neruda ensalza a su adorada Matilde, sentimiento fraternizado en el verso “matorral entre tantas pasiones erizado” (soneto III), fue igualmente una manifestación hiperbólica de amor.
         Parte del encanto de los refranes que se hablan en Venezuela se debe a sus peculiares hipérboles; por eso, si algo es muy bueno, «hasta el rabo es chicharrón»; si alguien carece de dinamismo en sus acciones «es más flojo que majarete hirviendo»; soy presa de un desfallecimiento porque «tengo un hambre que no la brinca un venado»; y, refiriendo distancias temporales, decimos que estos refranes son «más viejos que Matusalén».
         La influencia de nuestra figura elogiada es tal que me aventuro a respaldarla con una selección (mínima, cual comida de pajarito) del diccionario venezolano de hipérboles cotidianas (inédito):

biblia: dícese de un libro con varios centenares de páginas o con una cantidad de éstas no deseable.
carnicería: corrección copiosamente desfavorable de exámenes de materias y asuntos complejos.
cocos: véase melones.
matachivo: un golpe para nada propinado con docilidad.
melones: voluminosas prominencias o relieves en el pecho femenino.
molotov: en menú de perrocalentero, un tipo de hamburguesa con innumerables ingredientes.
muerte: una situación exigente físicamente. Ejem. Embarque y desembarque en el Metro de Caracas.
paliza: sufridísima derrota del equipo favorito.
terremoto: niño o niña con inagotable energía y de hiperactividad enorme, desmedida, descomunal.

         Como vemos, ante cualquier fenómeno que pretenda ser descrito, caracterizado, celebrado, imaginado, en fin, definido, siempre, inevitablemente, estará el asedio —como pelotón de hormigas al azucarero— de una hipérbole.


gavidesjimenez@gmail.com





Año III / Nº LXXXIX / 4 de enero del 2016



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