lunes, 29 de enero de 2024

El verbo mandar [CDXLV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

¡Manden llamar a nuestro abogado! Los miserables
en el Teatro Teresa Carreño. Foto: V. Amaya

 

 

 

         Diariamente observo que usamos el verbo mandar para decir que hemos pedido u ordenado que se haga alguna cosa. Se rompe la suela de un zapato y un día que vamos al centro de la ciudad, aprovechamos para mandarlos a reparar. Necesitamos una docena de huevos para hacer una torta y los mandamos a comprar en el abasto. “Mandé a hacer una habitación junto a la cocina”, “Mi mamá mandó a llamar a su abogado”. Este uso del verbo tiene sentido, pero no es automáticamente lógico.

         Existe en todos estos ejemplos (y en nuestra mente) una confusión entre dos acepciones del verbo mandar (por lo menos entre dos): la de ‘ordenar’ y la ‘enviar’. Mandar equivale y es sinónimo de estos otros dos, pero las más veces resulta dificilísimo distinguir en la lengua hablada cuándo nos referimos a uno y cuándo al otro.

         Si reflexionamos sobre los ejemplos del primer párrafo, terminaremos dándonos cuenta de que el amigo cuyos zapatos se rompieron, una vez en el centro, dio la orden de que le repararan los zapatos: no envió a nadie a hacerlo, ¿verdad? En el caso de la torta que tenemos que hacer, sí enviamos a un niño a comprar los huevos, pero al final se trata de que le ordenamos que fuera al abasto a comprarlos. En el tercer ejemplo, sería extraño que, estando en nuestra casa, enviáramos a unos obreros a construir una habitación dentro de la casa. ¿Adónde los estaríamos enviando? Los mandamos, sí, pero en el sentido de que les ordenamos, les pedimos, les solicitamos hacer la habitación. Y el último caso es quizá el más difícil. La madre del hablante quiere reunirse con su abogado envía a alguien en busca del abogado. Pero fíjense en esta forma equivalente de decirlo: “Mandó llamar al abogado”. Le ordenó a alguien que lo llamara.

         ¿Dónde está el truco?, se preguntarán ustedes, ¿cómo reconocemos el mandar de ‘enviar’ del mandar de ‘ordenar’? La clave está en la preposición a. Había pasado silenciosa por todo este discurso, pero es la protagonista. Para usar el verbo mandar con seso en el sentido de ‘dar una orden’ tendríamos que eliminar la preposición, es decir, silenciarla más aun. Imaginemos que una madre le dice a un hijo: “Te mandé a barrer la casa hace una hora y no lo has hecho”. ¿Lo ha enviado a algún lugar o le ha dado una orden? Si es esto último, habría que decirle: “Te mandé barrer la casa...”. Existe una forma ya fosilizada en nuestra mente de hablantes para indicar que queremos que las autoridades se encarguen de alguien que, a nuestro juicio, ha cometido una falta: Lo voy a mandar a meter preso. ¿Qué sentido tiene esa a? De ninguna manera se está invitando a esa persona a hacer nada (ni siquiera, por cierto, se le está ordenando tampoco nada), sino que se va a pedir a las autoridades que lo arresten: “Voy a mandar meterlo [en la cárcel]”.

         Otro truco puede ser acudir a un galicismo sintáctico (al menos para acostumbrarse a distinguir): aproveche que va mañana al centro para hacer reparar los zapatos, haga construir una nueva habitación junto a la cocina, puede llamar a un nieto y hacerlo comprar huevos para una torta, o, en caso extremo, puede hacer llamar a su abogado para que, a su vez, sea él quien haga hacer presa a ese hijo a quien usted quería hacer barrer la casa.

         La próxima vez que vayan a misa, fíjense, en el momento de la consagración, cómo el sacerdote pide a Dios que convierta el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, “que nos mandó celebrar estos misterios”. Sin preposición. No tendría sentido cambiar mandó por invitó, pero lo tiene todo si lo sustituimos por ordenó, pidió, conminó.

         En conclusión, si se puede eliminar la preposición a y se puede sustituir el verbo mandar por otro, como ordenar, solicitar o pedir, entonces no se trata de enviar a nadie a hacer nada (porque con enviar sí necesitamos la preposición). O, para decirlo con más claridad, trate de sustituir mandar por ordenar (o un sinónimo de ordenar), y si funciona, la a desaparecerá naturalmente.

         A mí mi familia me mandó a Caracas a estudiar, pero fue porque yo quería hacerlo. Es decir, no fue una orden, pero casi todos los días, cuando hablaba con ella por teléfono, mi abuela me mandaba comer bien para que no me enfermara.

         Ojalá otro día me salga más clara la explicación.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXLV / 29 de enero del 2024

 

 

 

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lunes, 22 de enero de 2024

Yo, Alejandro y Ricky [CDXLIV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

¿Ahora qué quieres, mi amigo de España?

 

 

 

         Por algún desconocido camino llegó a mí hace unos días un video en el cual aparece la cantante italiana Laura Pausini acompañada, a su derecha, por el español Alejandro Sanz y, a su izquierda, por el puertorriqueño Ricky Martin. Pausini se dirige a un grupo de jóvenes artistas diciéndoles: “Queremos darles las gracias, yo, Alejandro y Ricky, por haber estado a nuestro lado y creer en nosotros desde el comienzo de la banda”. Se observa que en algún momento Sanz le hace señas tocándole en una rodilla a Pausini, como queriendo detenerla, mientras Martin sonríe, pero ella espera hasta terminar para preguntarle jocosamente a Sanz: “¿Ahora qué quieres?”. Y él le responde: “No, es que en español se dice: ‘Alejandro, Ricky y yo’”. Ella, asombradísima, exclama: “¡Pues, ¿entonces, todo lo que he grabado en Nueva York está mal?!”. El español le asegura: “Sí, todo está mal”. El otro incluso bromea: “No te preocupes, todo el mundo se dio cuenta y todos han hablado al respecto... pero è così”. El video termina cuando los tres vuelven a ponerse en posición para repetir la grabación.

         ¿Es incorrecto, indebido, reprochable decir, por ejemplo, “Yo, Alejandro y Ricky”? No, no lo es, solamente tenemos la visión de que lleva una pizca de descortesía. Nada más. No existe otra razón, otro factor, otro detalle por el cual no debamos nombrarnos nosotros mismos en una enumeración de personas entre las cuales está el que habla. Ni siquiera existe norma alguna en la gramática académica de la lengua española. El Diccionario panhispánico de dudas confirma que no existe “justificación lingüística para censurar su anteposición” [la del pronombre yo].

         Sí, en la lengua hablada es mejor, preferible, ideal, como se nos enseña no bien comenzamos a utilizar los pronombres personales, más o menos a los 15 meses de edad, dejar el yo para el final, pero es un asunto de mera cortesía para con los interlocutores. Y no es poca cosa la cortesía, claro que no, pero comenzar nombrándose a uno mismo (que no es, por cierto, infrecuente) no puede ser tomado por error gramatical, sintáctico ni semántico. Sería apenas en el terreno pragmático donde habría espacio para reflexionar un poco sobre esto, pero ni siquiera en ese terreno abundarían los argumentos para tomarlo como un ataque airado e impertinente contra el oyente, particularmente en la lengua hablada. Además, en la lengua, como en ninguna otra área de la vida, todo depende de la situación comunicativa, que es siempre un mundo aparte cada vez.

         La popular Laura Pausini, entonces, no estaba cometiendo ningún error. Y sus famosos amigos Alejandro Sanz y Ricky Martin, que hablan variantes del español de ambos lados del Atlántico, trataron el asunto con el debido respeto y, en apariencia, sabiendo que no se trataba de una falta abominable. Y eso es lo exquisito y lo bello del video: la forma elegante y graciosa en que resolvieron, ellos por un lado y ella por el otro, el supuesto error, la levísima falla, la entrecomillada descortesía del discurso. Lo resolvieron con elegancia y amistad, con dignidad y sonrisas. Al fin y al cabo, no es grave, ni siquiera llama muchísimo la atención, sólo... è così.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXLIV / 22 de enero del 2024

 

 

 

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lunes, 15 de enero de 2024

Literatura universal [CDXLIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

El actor español Patxi Larrea protagoniza y dirige
Las historias del mulá Narudín (2020)

 

 

 

         Me escribe un estudiante para preguntarme si es apropiado hablar de literatura universal. No utilizamos este término en nuestras clases, pero se lo ha tropezado con cierta frecuencia, dice, y le parece incoherente con los numerosos ejemplos que mencionamos en clase y que provienen del “lado oriental del mundo”: Las mil y una noches, la Biblia, el Panchatantra, los versos de Li Po y de Omar Khayyam, etc.

         Durante mucho tiempo, le respondo, se estuvo estudiando literatura con esa óptica, al menos con ese apellido: universal. Sin embargo, era fácil descubrir que cuando los “especialistas” decían literatura universal, en realidad querían decir “literatura occidental”, y, examinando un poco los temas que incluían los programas, más bien significaba “literatura europea”. Los temas infaltables —no hace falta esforzarse para recordar— eran la antigüedad griega y latina (y la hebrea porque una vez legalizado el cristianismo en Europa...), la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración, el Romanticismo, las Vanguardias, y a partir de entonces, en el rompecabezas del siglo XX, lo único más o menos ordenado era el Teatro del Absurdo, imagínense. Pero todo eso estaba (y está) centrado en Europa, y después de la Segunda Guerra Mundial, ni siquiera en toda Europa.

         También había algún capítulo dedicado a la literatura estadounidense, porque ¿quién puede hacerse el loco con Poe, Dickinson y Hemingway? Y, como de último, si había espacio, un capitulito sobre la literatura latinoamericana: siglos XIX y XX, porque antes... Y no les quiero, le digo a mi alumno, contar sobre la literatura indígena, especialmente la oral, que es ignorada hasta en sus propios países.

         Todos esos temas siguen formando parte de los estudios literarios porque son importantísimos, pero la gente que comprende el problema —digo yo con ilusión— ya no habla tanto de literatura como se habla de las Grandes Ligas, es decir, que el campeón de la Serie Mundial se define en partidos entre Gigantes y Medias Rojas, entre Azulejos y Cachorros, entre Astros y Cerveceros, todos equipos de un solo país.

         Entonces, sí. Es inadecuado hablar de literatura universal si no se va a incluir toda la vastísima riqueza que nos ofrece el “lado oriental del mundo”. La existencia de la una debe ser muy dificultosa sin que exista la otra. Y así, me viene a la mente aquel cuento sufí en que un sabio visita a otro en una tierra lejana. Una noche los dos se sientan a conversar al aire libre y el visitante, contemplando las estrellas, comienza a musitar melodías de alabanzas, que intrigan y complacen al anfitrión. ¿Qué te hace manifestar tal admiración con sonidos tan armoniosos?”, le pregunta. Y el sabio sufí le responde: “Estoy asombrado por la destreza de los pintores que han pintado el cielo de aquí. Han hecho una copia perfecta del cielo de mi tierra”.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXLIII / 15 de enero del 2024

 

 

 

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lunes, 8 de enero de 2024

¡Ja, ja, ja...! [CDXLII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

¡Ah, doña Inés! ¡Oh, don Juan!
Foto: C. Fornas

 

 

 

         Todos nos hemos reído, ¿no? Y desde que existe la “correspondencia digital”, todos nos hemos reído digitalmente. Me salto el prolongadísimo período de “correspondencia de papel” (¿papírica?), que no creo que haya terminado en realidad, porque parece que a pesar de su longitud histórica, como que a nadie le llamó nunca la atención como ocurría, cómo llegaba de los labios al papel. Lo cierto es que ahora que tan poco escribimos sobre papel, a muchos les sucede preguntarse cómo habría que transcribir el sonido de las carcajadas. ¿Cómo se escribe la risa, por ejemplo, en las redes sociales?

         Eso ya estaba resuelto. No hay razón para que sea diferente a como había que hacerlo antes de la existencia de Whatsapp, pero está de moda ignorar (e ignorar como acto consciente y como propósito trascendente, ignorar como camino al éxito), y entonces cada día es el momento ideal para crear el mundo otra vez. La fotografía existe desde hace más de 180 años, pero esta generación y no hablo de los muchachos que este mes cumplen 15 o 16 años— cree con fe ciega que es la inventora de la “selfie”. Estoy demasiado apurado por ver lo que sigue, no tengo tiempo para recordar ni aprender sobre esto, lo voy a poner como suena: “jajaja”.

         ¿En serio suena así? Ver la onomatopeya de la risa escrita así me hace recordar ese grupo de verbos que tienen conjugaciones que parecen diseñados intencionalmente para explicar la acentuación de las palabras esdrújulas, graves y agudas: público, publico, publicó; líquido, liquido, liquidó; ejército, ejercito, ejercitó. Escrito así, ¿cómo se lee, cómo suena jajaja?

         La onomatopeya de la risa —la forma más razonable de transcribirla, quiero decir— se comporta como las interjecciones —sí, claro que estoy enterado del trance por el que están atravesando las interjecciones—, que no se atreven a invadir el territorio de las otras palabras que las circundan y, por eso, se quedan siempre detrás de una coma. Oigamos algunas:

 

Oh, clemente; oh, piadosa,

oh, dulce Virgen María...

 

Caramba, mi amor, caramba,

lo bueno que hubiera sido

si tanto como te quise

así me hubieras querido.

 

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals que se muere en mis brazos.

 

¡Ah, mundo!, la negra Juana,

la mano que le pasó.

Se le murió su negrito,

sí, señor.

 

         Estoy recordando un bolero que hace lo mismo, pero con los vocativos:

 

Amorcito, corazón, yo tengo tentación

de un beso.

 

Zorilla también lo hace, y sus versos se nos quedan colgados de la memoria:

 

Doña Inés del alma mía,

luz de donde el sol la toma,

hermosísima paloma

privada de libertad [...]

 

         No es muy diferente de cuando va usted caminando por la calle con un amigo y aparece de repente un caballo verde corriendo a toda velocidad contra el sentido del tráfico. Usted le coge un brazo a su amigo y exclama con urgencia: “¡Mira, mira, mira!”. O mejor dicho, no es muy diferente de cuando hay que escribir eso: se separa con comas.

         Ustedes no se pueden imaginar la de gente que me ha preguntado: “Pero ¿quién se ríe con tantas pausas?”. La pregunta es inteligente, pero esas comas no representan pausas sino una enumeración. (Aquí, bajito, entre nos, les confieso que, por amor a la paz, siempre me callo esta respuesta: “¿Y por qué leen con tantas pausas donde no aparece ninguna coma?”.) Se escribe así porque es una seguidilla de elementos iguales que no suman sentido a lo que se dice, sino algún otro rasgo. No se trata de un sujeto seguido de su verbo, que, a su vez, es seguido por un complemento (Pedro + comió + arroz + ayer, por ejemplo), cadena en la cual la presencia de comas ciertamente entorpecería la lectura.

         Al final, ja, ja, ja es una onomatopeya: en realidad no hay manera de representarla fielmente en la escritura. No son los sonidos del habla lo que uno emite cuando se ríe. Es como los ruidos que hace la naturaleza: una ola del mar, el relincho de un caballo, un árbol que cae al suelo. Tampoco podemos representar con íntegra certeza los ruidos que hacen nuestros inventos: ¿cómo se transcribe el ruido que produce el vuelo de un avión, el tambor de una lavadora, el disparo de una pistola? La gracia de las onomatopeyas es que traducen, o intentan traducir, a nuestro idioma esos ruidos, que son intraducibles y que en cada idioma se oyen distinto.

         La risa humana también es un sonido de la naturaleza, y en español, las normas de escritura del español simplemente han representado ese sonido con la mayor semejanza que han podido; es una curiosidad, una coincidencia que, al mismo tiempo, esta onomatopeya esté compuesta de interjecciones, no es una sola palabra. La imagen de una carcajada escrita puede, sí, parecer algo gracioso, pero no es cuestión de reírse.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXLII / 8 de enero del 2024

 



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lunes, 1 de enero de 2024

La palabra del año [CDXLI]

Luis Roberts

 

 

 

Los suizos tenían bancos y ahora tienen palabra del año.
Banco Nacional Suizo

 

 

         En estas fechas en muchos países se elige cuál ha sido la palabra del año. Se elige por su frecuencia de uso en los medios de comunicación y en las redes sociales. Según Oxford University Press, la palabra fue rizz, que en la jerga juvenil de las redes significa ‘carisma’, estilo atractivo sexual. Estos ingleses tan suyos como siempre. Claro que para otras instituciones como el Collins Dictionary es IA (por ‘inteligencia artificial’) y para el Cambridge Dictionary es alucinar, relacionada con lo que produce la información falsa que se presenta como cierta.

         En la Bélgica francófona los lectores del diario Le Soir y los espectadores de la TV pública RTBF, la palabra ha sido bomba climática. En Francia ha sido c’est la Hess, de clara procedencia árabe, que significa ‘tener problemas’ o ‘estar en la pobreza’. En Japón zei, que significa ‘impuestos’; ellos sabrán por qué. En Suiza es monsterbank: qué raro que en Suiza sea una palabra relacionada con los bancos, ¿no? Y en Alemania, según la Sociedad de la Lengua Alemana (GfdS), es krisenmodus, ‘en modo de crisis’. Estos alemanes tan optimistas.

         En EUA según Merriam-Webster, la palabra más buscada en su diccionario es auténtico; otra vez Con la IA a cuestas. Lo curioso es que no haya sido la misma que en España, será porque no la usan a pesar de la crispación que hay allí, que, según algunos politólogos, los tiene al borde de una nueva guerra civil, y que, en el peor de los casos, si vuelve a la presidencia... no quiero ni pensarlo ni decirlo, pondría al mundo entero patas arriba.

         ¿Y cuál es esa palabra en España? Polarización, según la RAE. La polarización política que ha llegado al extremo de oír unos insultos personales en los medios, en la calle y hasta en el Parlamento, de tan alto calibre que sólo hace unos pocos años eran impensables. En las Cortes, el Parlamento, hace unos días se le oyó a la deficiente (en el sentido de la RAE y en el italiano) e irrespetuosa presidenta de la Comunidad de Madrid llamar “hijo de puta” al presidente del Gobierno, aunque luego precisara entre risas que lo que había dicho era “me gusta la fruta”.

         Desgraciadamente esto no es nuevo. Hace unos días el gran periodista y escritor español Iñigo Domínguez publicaba un artículo en el que se refería a Camilo José Cela que contaba que el cristiano viejo era malhablado, porque no tenía que justificarse delante de nadie y citaba como ejemplo el primer Concilio de Toledo en el 397, donde en una disputa teológica san Elipando calificó de borracho y farsante a san Beato de Liébana, que replicó llamándolo “cojón del anticristo”. Por si alguien duda de la exactitud de esta anécdota, o se la atribuye a la conocida facilidad de Camilo José Cela en decir groserías con la mayor naturalidad, que se pase por el pueblo de Liébana, en Cantabria, donde, según una tradición multisecular, se siguen haciendo unas deliciosas pastas dulces que se llaman “el cojón del anticristo”.

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXLI / 1° de enero del 2024

EDICIÓN DE AÑO NUEVO




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