martes, 28 de septiembre de 2021

Perú (IV) [CCCLXVII]

Edgardo Malaver

 

 


La Virgen de la Leche (1491),
de Leonardo Da Vinci

 

 

         El español de Perú me saltó a los ojos unos 15 minutos después de aterrizar la primera vez que lo visité en el 2017. El primer letrero que vi aquel día fue “Recojo de equipaje”. Quince minutos más tarde, el carro salía de la playa de estacionamiento para coger la pista y llevarnos a casa. Era lo que había que esperar: pueblo nuevo, lengua nueva... aunque sea la misma.

         Desde entonces casi a diario me tropiezo —no, ya no es tropezar, ya va siendo caerme en las manos— palabras conocidas con usos inusitados para mí, expresiones nuevas para conceptos viejos y, lo más atractivo, expresiones que a oídos recién llegados parecen graciosas o ingeniosas y que se refieren a cosas que, una vez atravesada esta experiencia, me hacen ver cuán graciosas o ingeniosas son las palabras de mi propio pueblo. Nada como estar lejos para ver de cerca lo que dejamos en casa.

         No es poco frecuente en Perú utilizar una perífrasis donde en otros lugares se recurriría a un verbo sencillo. Por ejemplo, un peruano no alcanza a otro mientras camina, sino que le da el alcance. En la escuela los niños normalmente no leen los textos o el material didáctico preparado por el docente: le dan lectura. Y muchas veces las cosas no comienzan ni empiezan sino que la mayoría de las veces se les da inicio. Y hay mil ejemplos más que ahora no me vienen a la mente.

         Lo que sí es infalible es el desayuno, pero no porque nunca falte en la mesa sino por su perífrasis: nadie desayuna, sino que toma el desayuno. Invariablemente. Es en este caso particular en que me pongo a pensar en lo que hacemos en el español de Venezuela: existe, por ejemplo, comer casquillo, expresión que no sé traducir con precisión a lenguaje formal porque me parece que intrigar se excede e incordiar no es jocoso (debería bajar la santamaría, ¿no es cierto?).

         También me quedé pensando mucho cuando escuché por primera vez que alguien le sacaba la vuelta a su esposa, que terminó significando que le era infiel. Ahora que lo oigo con naturalidad, pienso que los peruanos seguramente se confunden cuando nosotros decimos que aquel marido lo que hacía en realidad era montarle cachos a su mujer (aunque no tenemos esa sola forma de decirlo).

         El asunto moral me dirige a un par de perífrasis que oigo usar aquí unánimemente y que intuyo que se usan porque la opción de usar un verbo sencillo, una sola palabra, puede ser percibido como chocante, poco delicado, casi vulgar. Aquí las mujeres embarazadas siempre dan a luz, ninguna llega al punto de parir, que es lo que suelen hacer las que traen a sus hijos al mundo en Venezuela. (Sí, es verdad, parir es más atribuible las hembras de las especies animales, pero en Venezuela está instalado para las humanas, y a nadie le extraña ni le asombra.) En Perú a nadie le extraña ni le asombra que la madre que acaba de dar a luz siempre, siempre dé de lactar a su bebé, pero sí se siente la incomodidad cuando uno dice que está amamantando. (En realidad quien lacta, el lactante, es el bebé, pero en español peruano, como la madre le da el pecho, ella también lo es.). En conclusión, nadie (o casi nadie) usa los, a mi parecer, hermosos verbos parir y amamantar, sino perífrasis de ellos.

         Cualquier analista del discurso diría sin ambages que esa elección léxica evidencia una forma de evadir referencias incómodas (¡corríjanme, por favor!); a simple vista son como las diferencias en las formas de las uñas o en la estatura de la gente, es decir, diversidad y riqueza. No me imagino qué se puede encontrar si uno entra en ese laberinto. (¡Ah!, tampoco se entra nunca en ninguna parte, ni siquiera en las páginas web, sino que se ingresa, o, algunas veces, se hace ingreso. Curiosamente, nadie que haya ingresado en un lugar egresa de él más tarde: todos terminan saliendo, aunque no sea coherente ni uniforme.)

         Digo que dicen así en Perú y en realidad debería decir Lima, o más bien el pequeñísimo territorio de Lima donde he oído a la gente hablar. ¿Qué habrá sido lo que inclinó a los limeños, si es que son todos, a seguir por años y años prefiriendo las perífrasis, es decir, el camino largo para llegar al significado? ¿Qué habrá lanzado esas chispas de formalidad sobre el habla popular? ¿Cómo es que se mantiene?

         Para mí, que estoy tan lejos de mi pueblo, estos sonidos que oigo, estas palabras conocidas que se enlazan de formas inusuales para mi oído, son aves nuevas que se posan en un árbol bordado de verdes: la lengua materna siempre abierta de brazos pero con los pies en la tierra. Yo me acerco al árbol de aquí y hasta toco sus hojas, huelo sus flores, doy vueltas al alrededor de su tallo y descanso cerca, pero estoy siempre anhelando volver a la sombra, al olor y a los frutos de mi propio árbol.

 

emalaver@gmail.com


 

 

 

Año IX / N° CCCLXVIII / 27 de septiembre del 2021

 

 

 

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lunes, 20 de septiembre de 2021

Niño (varón) y niña (hembra) [CCCLXVI]

Edgardo Malaver

 

 

La Phoenix dactylifera no de mucha sombra,
pero sí la llevaron los españoles a América

 

 

 

         La semana pasada tuve que hacer una traducción legal. Sí, leyeron bien: tuve que hacerla, me vi obligado, me pusieron grillos, y no me los iban a quitar a menos que la terminara. Tuve que traducir una partida de nacimiento. Pero, tal como promete la sabiduría popular, no existe experiencia dolorosa que no nos traiga, aunque sea más tarde de lo que uno podría esperar, una recompensa, una gratificación, un regalo.

         No era una partida como las de ahora, que son una planilla, que asegura una mayor precisión y amplitud en la “recogida” de los datos pero que aniquila casi totalmente el encanto de las viejas partidas de nacimiento, que eran (y seguirán siendo) deliciosas como discurso y también como un despliegue de toda especie de menudos detalles léxicos, sintácticos y semánticos. A pesar de que, a primera vista, lo que destaca en ellas en el presente es una redacción que intenta ser rimbombante y sólo consigue expresarse con mucha torpeza, me pasa cada vez que tengo una entre manos que oigo la voz de un escribiente español del siglo XVI, pluma (de ganso) en mano, sentado en una improvisada mesa de madera americana, bajo un datilero recién sembrado, tomando nota de los datos de un niño que un soldado acaba de tener con una india de Cumaná, de La Guaira, de Coro... cuando aún no tenían esos nombres: ...y en ansí faciendo, el sobreescrito súbdito y servidor de Su Soberana Majestad el Rey de las Españas de viva y clara voz, incontinente, manifestó que, habiendo viajado y llegado en la susodicha goleta y establecídose como hubo, que de ello a bien tiene jurar sobre su honor y su salvación, en este poblado de las tierras del Nuevo Mundo...

         Ese fue el regalo: las palabras. Qué simpleza la de decir hoy, sin sal ni pimienta: “...y declaró...”. Uno se pregunta si todos aquellos detalles eran pertinentes, necesarios, útiles. Yo de pequeño, cada vez que oía las bromas acerca de la redundancia que había en cada una de nuestras partidas de nacimiento, pensaba que alguna razón debía haber. No podía ser que nunca nadie se hubiera dado cuenta de que si el documento decía niño, no hacía falta poner varón. Algo tenía que haber ahí que yo no era capaz de ver y explicar (y, antes que eso, explicarme). Estudiando lingüística y, más tarde, traducción lo comprendí todo: claro que eran pertinentes, y fueron necesarios, y son muy útiles.

         El texto jurídico es habitualmente redundante, y sus redactores son intencionalmente redundantes. La redundancia en el texto legal no sólo no es mal vista, sino que es percibida como una necesidad primaria, esencial, infaltable. Cuando un contrato, por ejemplo, omite la mención de un detalle porque un dato inmediatamente adyacente lo deja implícito, o sea, claro, de todas maneras se echa de menos la redundancia. No se le “siente” confiable, no da la certeza total y absoluta de que toda posible grietecilla de ambigüedad, de duda, de negación ha sido cerrada. No se tiene garantía ni certeza suficiente de que ese mismo documento que nos otorga algo no va a servir para despojarnos de todo. He ahí la razón para escribir las cifras en números y entre paréntesis después de haberlas escrito en palabras; para alargar las frases repitiendo los nombres completos de las partes interesadas, aunque se les haya mencionado dos líneas antes y tan sólo bastara con un pronombre para referirse a ellos, incluso para llenar de guiones, de equis, de sellos las líneas no utilizadas de una página cuando el texto es breve.

         Y también por eso tiene que ser que las partidas de nacimiento, al menos las venezolanas, contenían lo que todo el mundo interpretaba con una redundancia derivada de la falta de atención del escribiente o, peor aún, de su ignorancia. En los primeros tiempos de este modelo de partida, que tienen que haber sido los primeros tiempos de la Colonia, ya debe haber sido necesario decir de manera hiperbólicamente explícita si un recién nacido era varón o mujer, y esa diferenciación era tan importante que no sólo era sexual sino sobre todo social y económica. La herencia dejada a un hijo varón era mucho más importante que lo que se le pudiera dejar a una hija mujer (¿por qué necesito redundar en este caso?, ¿será porque era necesario?). El valor de un ciudadano (en tiempos anteriores, de un súbdito) ante el resto de los ciudadanos y de las autoridades, ante las cuales ser mujer era no ser casi nada (entre más antiguo, menos aún), tenía que ser asentado con claridad en documentos firmados y sellados para que lo que se era por naturaleza pudiera ser verdad en la sociedad. Y finalmente, ante la ley, los derechos a casi todo que daba ser varón, en particular en las clases altas, exigían que este hecho fuera legalmente demostrable e innegable.

         Las deformaciones de la redacción de estas partidas deben haber llegado después, presumo yo que comenzó a desmejorar cuando desmejoró la educación de los escribientes, que eran escogidos en siglos pasados entre aquellos hombres que, aunque no tenían dinero ni alcurnia, ni siquiera grados universitarios, pasaban la vida estudiando y, por tanto, escribían bien.

         Excepto por la preparación intelectual de los escribientes (y ahora también por la forma del documento), todo sigue igual. Los textos legales podrían ser mucho más breves si no hubiera que guardarse tanto las espaldas... y se conociera mejor la herramienta con que se construyen: la lengua. Al final, se trata de un sistema que se sirve de la lengua y de todos sus recovecos e intersticios para, al mismo tiempo, cumplir escrupulosamente la ley y para violarla sin asomo de perturbación ni titubeo.

         Por fortuna para nosotros, porque gracias a ello, existen esos documentos deliciosos del pasado, que son como voces lejanas que nos dibujan en la mente el mundo de nuestros abuelos, como quien arma, pieza a pieza, un rompecabezas.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año IX / N° CCCLXVI / 20 de septiembre del 2021

  


 


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martes, 7 de septiembre de 2021

SEPTEMBRIS [CCCLXV]

Ariadna Voulgaris

 

 

 

Así comienza todo con las jirafas: con la lengua

 

 

         Mi amiga Alejandra no fue esta vez quien me lanzó la pregunta salvadora que me ha inspirado en otras ocasiones a escribir sobre los nombres de los meses, sino quien me obsequió con la respuesta. Ella misma se preguntó, investigó y se respondió. “No podía esperar que Ritos atendiera mi caso”, me escribió. Alejandra se preguntaba si era sensato dejarse influir por la “moda moderna” de la gente dice setiembre en lugar de septiembre. Lo primero que me vino a la sesera fue decirle: “¿Dónde oyes tú a los venezolanos decir setiembre?”. Y me contestó: “Solo a los lactantes, pero en otros países como que está de moda, ¿no?”. No lo sé, le dije, porque no lo sé, y estoy muy lejos. Y después de mucho insistir yo, me confesó que tiene un admirador argentino que dice así y la corrige como si fuera el profesor Jirafales.

         La primera de las fuentes que me envió es el artículo de Ricardo Roca al respecto, aparecido en septiembre del año pasado en su página La Palabra del Día. Lo leí con placer porque me tocaba escribir sobre eso para hoy, pero también vi ya en mi bola de cristal el solitario destino que le espera al galán de la lengua. En Cuba, España y algunos países de América del Sur es más frecuente la forma más breve, según el artículo. Esos otros son Perú, Uruguay y... ¡Argentina! Lo doloroso, para el pretendiente engreído, es que Roca dice que setiembre es “la forma irregular” y “minoritaria” del nombre. ¡Ay, ay, ay...!

         Comenta también que muchos atribuyen a setiembre una mayor modernidad que a septiembre (y es comprensible esa presunción, me dice el director de Ritos, porque estas combinaciones dificultosas para la mayoría, como ps-, -st, -bs- y otras, han ido desapareciendo del habla, de la escritura y, ergo, del diccionario; por ejemplo, de psicología a sicología, de postguerra a posguerra, de subscripción a suscripción). Sin embargo, por lo que explica Roca, este “debilitamiento articulatorio” del sonido de la pe está registrado ya en la Edad Media. O sea, bien antiguo que es.

         Pero el admirador de mi amiga va a sentir una herida en su orgullo cuando lea lo que dice el Diccionario Panhispánico de Dudas de su amada pero, en apariencia, poco consultada Academia Española:

 

septiembre. ‘Noveno mes del año’. Existe también la variante setiembre, reflejo en la escritura de la relajación de la p en la articulación de esta voz; pero en el uso culto se prefiere decididamente la forma etimológica septiembre.

 

         Lo que no he dicho es que las dos palabras son válidas según el lugar donde las usemos. Al César lo que es del César. Nada del otro mundo. Más curioso se me hace a mí el hecho de que en latín SEPTEMBRIS no era el ‘séptimo mes’ (ah, los hablantes que pronuncian setiembre también pronuncian sétimo), como sería lógico, porque en realidad es el noveno. Esto se debe a la modificación que se hizo en el siglo IV antes de Cristo, cuando enero y febrero, de sus posiciones como undécimo y duodécimo meses del año, pasaron a la primera y segunda, respectivamente.

         Este es el tipo de cosas con que la lengua lo enamora a uno (o a una). Hasta para enamorar hay que estudiar un poquito. Al menos, es más erótico. Alejandra, amiga, date cuenta.

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año IX / N° CCCLXV / 6 de septiembre del 2021

 



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