lunes, 31 de agosto de 2020

La manzana y la mujer [CCCXIV]

Luis Roberts

  

 

“La creación del hombre”, detalle de El jardín
de las delicias (1450), de Jerome Bosch
 
 



         He leído con delectación, como siempre, el último y divertido artículo de Ariadna Voulgaris, “La manzana de la discordia”. Como ando inmerso en lectura pandémica, ahora con el último de los libros del genio Yuval Harari, el artículo de Ariadna me impulsa a hacer ciertas reflexiones.

         En primer lugar, el rol de la pobre manzana que, para bien o para mal, aparece en todas las culturas antiguas. En este caso, como objeto de disputa de tres mujeres por su belleza, que pasaría a ser un símbolo de amor en la antigua Grecia. En el Renacimiento, la Iglesia Católica desaconsejó, o tachó de pecaminosa, a la pobre berenjena, al parecer por su forma, llamándola mela insana, o “manzana loca, o insana”, de donde viene su actual denominación italiana: melenzzana. También proscribió al pobre tomate por su color rojo, diabólico, y los marinos italianos se abastecían en el puerto de Tánger, al igual que los españoles, del tomate amarillo que llegaba de México, que llamaban pomma d’oro, o “manzana dorada”, de donde su actual nombre pomodoro; eso sin olvidar uno de los peores errores de traducción, uno más, de la Biblia, que nos persigue hasta hoy, el de la famosa manzana de Eva, pues en el original no se refiere a una manzana para nada.

         Pero volvamos al tema principal. Cuando el homo empieza a ser sapiens, en la revolución cognitiva, con el habla y la simbología como novedades, este se considera como formando parte del universo que le rodea: las plantas, las piedras, las aguas, los animales, etc., a quienes, por lo tanto, respeta como iguales, incluso en sus ritos de caza, pidiendo perdón al animal por matarlo, pues tenía que comer, como atestiguan variedad de pinturas del neolítico. Era una especie de “religión”, que aún perdura en algunas partes de África, y a la que se ha llamado “animismo”. Por los vientos que corren y el auge del ecologismo, como única manera de que el sapiens sobreviva, no sería extraño que este “animismo” se impusiera a las aburridas religiones monoteístas.

         Cuando el sapiens cazador-recolector desaparece con la revolución agrícola, hace 11.000 años, aparecen las religiones, todas politeístas, pues la simbología obliga a antropoformizar a los fenómenos naturales y a darles nombres, y todos, todas, absolutamente todas las deidades son femeninas, los primeros dioses fueron diosas, la agricultura crea la diosa tierra, la diosa madre. Maat en Egipto, Gaia o Gea en Grecia, Ishtar en Caldea, Babilonia, la Pachamama en los Andes y, sobre todo, Astarté, la Astoret de la Biblia. La sociedad es matriarcal, hasta que se descubre el papel del hombre en la procreación y empieza el dominio del hombre en la Tierra y en el Olimpo.

         Homero escribe la Ilíada, hacia el 800 antes de Cristo, cuando ya Zeus se había hecho el amo del Olimpo, y a las pobres diosas les habían dejado, las labores domésticas: “Tú ocúpate de la casa, de estar bella y de criar niños sanos”. El dios jefazo de los pueblos semíticos era ÉL, y en los textos más antiguos de la Biblia en hebreo se refieren a él como Elohim, en plural, los dioses. De ahí se deriva, Elah y Allah. Bien era verdad que el pueblo hebreo, nómada, peleón y fanático, según como le iba en las guerras o en las cosechas, se pasaba de Yaveh, o Adonai, a Baal, el becerro o toro, con una frecuencia pasmosa para la gran indignación y maldición de Yaveh y de sus cronistas bíblicos, a pesar de que ya tenían, desde el 1400 antes de Cristo, aproximadamente, el Deuteronomio, que decía que sólo adorasen a Adonai y se dejasen de monsergas, pero solo fue hasta el reinado de Josías, hacia el 622 antes de Cristo, que se impuso el monoteísmo como obligación sin marcha atrás y con ejemplares castigos divinos y humanos a quien lo incumpliese. Había nacido oficialmente el monoteísmo y con una carga machista absolutamente innegable, como destila toda la Torá, la Biblia, y que heredarían más tarde sus secuelas abrahamánícas: el cristianismo y el islam.

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año VIII / N° CCCXIV / 31 de agosto del 2020

 

lunes, 24 de agosto de 2020

La manzana de la discordia [CCCXIII]

Ariadna Voulgaris



Irene Papas como Helena en Las troyanas (1971),
de Michael Cacoyannis




         Chicas, si están leyendo la Ilíada por primera vez y no comprenden cómo fue que estalló una guerra tan sangrienta, que duró diez largos años y en la que se supone que se disputaban a una mujer —¡por Zeus!, qué halagador, ¿se imaginan, chicas, miles de hombres despedazándose por ustedes?—, si no ven en el poema la causa de tanta calamidad, tienen que ir a buscar esa causa en otro libro, como muchas cosas en la mitología griega. Y al comprender el porqué de la guerra de Troya, comprenderán también el origen de la expresión la manzana de la discordia.

         ¿Cómo fue que a Paris se le ocurrió robarle la mujer a Menelao? Ante París, considerado por las tres el más hermoso de los mortales, se presentaron una noche Hera, Atenea y Afrodita para pedirle que juzgara quién de ellas era la más bella del Olimpo. Y pusieron en las manos del joven príncipe troyano una manzana de oro que él debía entregar a la elegida. Hera entonces habló la primera y le prometió que si la elegía a ella le daría un poder incalculable y el trono de cien naciones de la tierra. Atenea después le dijo que ella, a cambio del premio, lo haría el hombre más sabio del mundo y su protegido. Y finalmente, Afrodita, desdeñosa, le ofreció entregarle el amor y la máxima felicidad al lado de la mujer más bella del mundo. Y entonces Paris, sin dudarlo un instante, le extendió la manzana a Afrodita.

         Fue así como Hera y Atenea se enfurecieron en contra de Paris y acudieron a Zeus para vengarse de él, de su padre, el rey Príamo, y de todos los troyanos. Afrodita, por su lado, condujo a Paris a Esparta, de donde, a pesar de la amistosa recepción que le dieron los espartanos, raptó a Helena, la bella mujer de su rey, Menelao.

         Y así comenzó la discordia, por causa de una manzana.

         Y la verdad es que Helena se ve muy tranquila y contenta en Troya, no se diría que sufre y llora porque aquel seductor de Paris se la robó. Por culpa de Afrodita, se olvidó incluso de su hija, Hermiona (sí, como la amiga de Harry Potter). La locura en realidad fue iniciada por Menelao, que emprende una gira geopolítica por Grecia en busca de apoyos (entiéndase: financiamiento, soldados y aperos de guerra).

         La manzana de la discordia, aunque representa ‘un origen simple de un gran conflicto, no tiene que ser tan literalmente la manzana de oro que entregó Paris a Afrodita. Pueden asociarla a la propia Helena, que, sin proponérselo (porque sabemos que fue víctima del encantamiento de Afrodita), simboliza un trofeo (esto ya no es halagador, pero pone a la mujer en el centro de la acción de los varones), la guerra dizque gira en torno a ella.

         Otra cosa que no se cuenta en la Ilíada es cómo los aqueos, habiendo entrado en la ciudad, fueron a buscar a Helena para conducirla, llena de mimos, ante su legítimo marido (nunca hay que olvidar los objetivos de empresas tan ambiciosas, ¿verdad?). Uno supone que la bella muchacha terminó volviendo a su lecho de Esparta, pero a mí me hubiera gustado sugerirle a Homero, para condenar la vaciedad de la guerra, un final alternativo: que presuroso entrara Menelao en la cámara de Paris buscando a su mancillada reina y, por ejemplo, la encontrara difunta.


ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año VIII / N° CCCXIII / 24 de agosto del 2020

 

jueves, 20 de agosto de 2020

Cóvid… con acento [CCCXII]

Edgardo Malaver

 

  

¿La acentúo, no la acentúo?

 

 

         Hemos ido pasando la pandemia de la enfermedad del coronavirus —para traducirla literalmente del inglés, el idioma en que le pusieron nombre—, hemos ido leyendo de todo sobre ella, hemos ido cambiando nuestros hábitos en casi todos los campos por causa suya, hemos ido renunciando hasta a pasear tomados de la mano por la playa, por un parque, por la calle en que vivimos, hasta hemos ido dando consejos y filípicas a nuestros vecinos, amigos y parientes que cumplen o no los “protocolos de seguridad sanitaria”, algunos hemos llegado al extremo de aprovechar la situación para escribir, y después de tanto esperar y tanto hacer, no hemos reparado en que escribimos mal el nombrecito de nuestros tormentos. No me refiero a su género gramatical, que otro no tiene y ya lo he tratado en otro rito. Me refiero a la ortografía de la dichosa palabra —dichosa porque pocas palabras han sido pronunciadas tantas veces por hora en una sola mitad de año en todos los países del mundo al mismo tiempo durante las 24 horas de cada día sin casi ningún cambio fonético, morfológico ni, desde luego, semántico, aunque seguramente sí pragmático, como esta, que pasará a la historia como la marca registrada del año 2020—. La forma en que escribimos la dichosa palabra en el mundo entero es, por lo visto, la misma. Sin embargo, en los lugares de habla española donde la pronunciamos como palabra grave —hasta ahora luce como lo más frecuente—, habría que escribirlo cóvid, porque las palabras graves, ¿para qué lo repito?, se acentúan cuando no terminan en ene ni en ese ni en vocal. Para que nadie me los objete, pongo ejemplos que terminan también con de: áspid, césped, récord. Si en algún lugar la pronuncian como palabra aguda, entonces no hay más camino que escribirla sin tilde, como unidad, comed, ardid, también para usar sólo ejemplos que terminen con la misma consonante. ¡Esto es todo, amigos!

 

emalaver@gmail.com



Año VIII / N° CCCXII / 20 de agosto del 2020



Otros artículos de Edgardo Malaver

Qué arrecho

Animales y lengua humana

Los más pendejos

Tiros que salen por la culata

Ah, su madre

 

lunes, 3 de agosto de 2020

Traductores de lo intraducible [CCCXI]

Edgardo Malaver

 

 


 
Merryl Streep en La decisión de Sophie (1982),
de Alan Pakula

 

 

         El jueves de la semana pasada, buscando ejemplos para una clase, el azar me condujo a diez, veinte, treinta de esas páginas que presumen de presentar mucho contenido con “lectura ágil y breve”, en las que, en su mayoría anónimos, los redactores enumeraban las 29, 42, 55 “palabras más intraducibles” del mundo. Mero plumaje publicitario, porque resulta que apenas trataban, somerísimamente, y sin ninguna uniformidad, ocho o nueve lenguas, incluyendo el inglés y el español y siempre comparándolas, justamente, con el inglés o el español. No saben lo que hacen, pero eso puede ser lo mejor.

         Para comenzar, me dije yo, hay que considerar de cuál lengua a cuál otra se hace la traducción para poder hablar de intraducibilidad. Quién sabe si, por esas carambolas de la voluntad independiente que parecen tener las lenguas, la palabra menos frecuente en Siberia resulta tener un equivalente de lo más cotidiano en Sudáfrica. Puede ser también a la inversa porque los seres humanos apenas hemos comenzado a conocernos.

         He seleccionado unos ejemplos que me llamaron la atención. Lo más gracioso en algunos casos es que las definiciones son tan precisas e ilustrativas que parecen revelar habilidades mayores de las que sus autores confiesan.

         En inglés aparecen palabras como facepalm (‘el gesto de llevarse la palma de la mano al rostro en un momento de incomodidad o decepción’), gobbledygook (‘cualquier discurso en apariencia inteligente pero ininteligible’) y bromance (‘afecto profundo entre dos hombres’). En francés ponen dépaysement (‘desorientación que sufre un viajero en un país extraño’), flâner (‘hacer turismo a pie por las calles de París’ —me entero de que era sólo por París—) y cartonner (‘comentar una película, un libro o un concierto’). En italiano encontré culaccino (‘el círculo líquido que deja un vaso sobre una superficie’), mozzafriato (‘cualquier cosa que nos sorprende hasta el extremo de paralizarnos’) y struggimento (‘estado confuso de dolor y ansiedad’).

         No puede ser la mar de sencillo traducir estas palabras, pero, buscando un camino para pensar en ellas, me acuerdo de la traducción al español de la novela Sophie’s Choice (1979), de William Styron, cuyo traductor no se detiene derrotada ante los intraducibles, ni siquiera los elude creando notas paratextuales al original, sino que suma al texto que sale de su mano “definiciones” sencillas y de resonancia poética similar a la del autor, armoniosas con él. Donde el narrador pone, por ejemplo, “(...) my father was drinking tea and Kazik was drinking slivovitz brandy and the printer (...)”, el traductor, Antoni Pigrau, dice: “(...) mi padre estaba tomando té y Kazik había pedido coñac slivovitz, ese incoloro, hecho de ciruelas, ¿sabes? En cuanto al impresor (...)”. La historia de Sophie es extensa, pero la habilidad literaria de Pigrau es grande y su aporte no desentona nunca con la prosa de Styron. Hay que nadar mucho para llegar vivo a esa orilla.

         Ojalá que, llegada la oportunidad, estos traductores que ofrecen datos semánticos tan sorprendentes y precisos, sean capaces de llegar tan lejos como Pigrau. Al final, quizá el problema de estos redactores de tantas páginas simples sobre la traducción sea que no se percatan de que desperdician su talento. Acaso sucede que no conocen la dimensión de su propio potencial.

 

emalaver@gmail.com

 

 

Año VIII / Número CCCXI / 3 de agosto del 2020