lunes, 30 de julio de 2018

Feliz vacación [CCXIX]

Edgardo Malaver


A la muerte de Pío VI, en 1799, se vivió un período
de sede vacante de 207 días



         Y ahora que acabó el Mundial, que está a punto de acabar julio, que casi todos están cansados y que muchos no se explican cómo el año ha acelerado tanto en los últimos días, llegan las vacaciones. Es costumbre que por estas fechas se presente tal situación; lo que no sucede mucho es que nos preguntemos por la palabra vacaciones; preguntarnos, por ejemplo, por qué siempre tiene que ser plural.
         La primera sorpresa que uno recibe cuando se pone a investigar sobre el asunto es que el diccionario sólo lo registra en singular, aunque señala que se usa más en plural. De las cuatro acepciones, sólo la primera se refiere al período vacacional. Dice: “Descanso temporal de una actividad habitual, principalmente del trabajo remunerado o de los estudios”. Aunque también dice que es más común en plural, es un solo descanso, un solo período, una sola vacación.
         Las otras no dejan de ser atractivas, precisamente por su poca frecuencia. La segunda, poco usual, se refiere al ‘tiempo que dura la casación de un trabajo’. No sé de qué distancia me llegan con más claridad, para esta acepción, las sílabas de vacancia. La tercera es ‘acción de vacar’, es decir, ‘quedar un empleo sin persona que lo ocupe’. Pareciera que no, pero sí lo oímos de vez en cuando: si hoy renuncia un compañero de trabajo, usted va y pone en Facebook: “Hay una vacante en mi departamento”. Y cuando muere un papa, sucede un período de sede vacante. ¿Le suena?
         Vacaciones proviene del verbo latino vacare, es decir, ‘estar vacío, desocupado’. Ah, y concuerda con la inusualísima cuarta acepción: ‘el cargo o dignidad que está vacante’. De esta palabra derivan también vacío, vacuo e incluso evacuar (sí, vaciar... en todos los sentidos). Hasta los vagos, el vagar y la vagancia declaran su conexión con el vacare de nuestras vacaciones.
         Sin embargo, ni la semántica ni la etimología de la palabra nos aclara por qué la usamos en plural. Probablemente sea —y ruego a los latinistas del grupo que me corrijan— porque en la enseñanza del latín se incluían, en todos los manuales, “claves” como vacatio, vacationis. Y más probablemente, me parece a mí, sea por la misma razón que nos lleva a pluralizar buen día, buena tarde y buena noche. Las jornadas en las que vamos a estar desocupados van a ser varias, unas cuantas, muchas —mentira, nunca son muchas—, de modo que serán vacaciones y no una sola vacación. En uno y otro caso, es, digo yo, un asunto de deseos sobreabundantes para nuestros semejantes, más que de la exacta precisión de la realidad en que viven.
         Pero no hagan caso de todo lo que digo hoy. Hace días, muchos días, que no duermo suficiente. Necesito vacaciones.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXIX / 30 de julio del 2018



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Tu misión, Jim, si decides aceptarla...



lunes, 23 de julio de 2018

Reflexiones sobre un matamoscas [CCXVIII]

Luis Roberts


Los argentinos Ana Clara Carranza y Mariano González
como Clitemnestra y Egisto en
Orestíada (foto: A. Gamboa)



         Hoy fui a comprar un matamoscas, porque el que había en mi casa desde hace años murió a fuerza de usarlo. Caracas está infestada de moscas, toda Venezuela lo está. La basura desperdigada por las calles, objeto del deseo de una creciente masa de gente hambrienta, que se lleva hasta las bolsas porque el plástico escasea y sacan unos dineros por ellas; las aguas negras brotan de las calzadas sin dolientes activos, las autoridades, pero sí pasivos, los que sufrimos las moscas. Y el matamoscas me llevó a recordar mi descubrimiento de Jean Paul Sartre en mi primera juventud, su teatro, concretamente Huis-clos y Les mouches, las moscas. Al filósofo lo descubrí poco después.
         Sartre utiliza un mito griego como metáfora para burlar la censura —objetivo colateral de muchas metáforas— y reflexionar sobre el existencialismo y la situación de la Francia ocupada por los nazis en 1943. El tema es el siguiente: Argos, una ciudad sombría bajo un sol ardiente, está infestada por las moscas, los remordimientos la abruman. Quince años antes, Clitemnestra, la esposa del rey Agamenón, lo asesinó a su regreso de Troya con la complicidad de Egisto. Este tomó el poder e instituyó cultos extraños que mantienen a sus ciudadanos en una abyecta humillación. Orestes, el hijo del rey asesinado, vuelve a su patria; no aspira a vengar a su padre, le horroriza la sangre, pero está harto de su vida en el exilio, quiere recuperar su sitio en su país. Electra misma, su hermana, lo rechaza: el usurpador la ha reducido a la categoría de esclava y disimula su vergüenza en sueños de venganza y de odio. No reconoce al joven Orestes, dubitativo y tímido, dulce como una doncella, como al liberador que ella esperaba. El final lo dejo a la curiosidad de los lectores, no vaya a ser que la censura comprenda la metáfora.
         Sólo diré que Orestes se va llevándose de la ciudad a todas las moscas, pues las moscas eran la Erinias, las Furias romanas, las diosas de la venganza, que seguirán zumbando alrededor de su cabeza. Pero Orestes no se arrepentirá. Las Erinias tenían la insaciable necesidad de vengar todo tipo de injusticias que los dioses y los mortales cometían entre ellos dentro del seno familiar.
         Uno de los análisis más interesantes de esta obra, de estas moscas vengadoras, es el que hace el psicólogo Carl Gustav Jung, considerándola como un arquetipo, en su propio léxico, de “la responsabilidad colectiva”. Y domesticando, o familiarizando, que queda más bonito, la metáfora de Sartre, ¿nos atrevemos a desentrañar sus claves en clave de aquí y ahora? ¿Qué es Argos? ¿Quién es Egisto? ¿Quién o qué colectivo es Electra? ¿Quién o qué grupo puede ser Orestes? Cada cual tendrá su propia respuesta, para mí está clara, al menos eso pienso mientras las moscas me siguen atormentando, pues al primer “matamoscazo” que le he endilgado a una, el arma mosquicida se ha cuarteado cual bombillo chino. Un décimo de un salario mínimo al garete, qué le vamos a hacer: hiperinflación, escasez, colas y ninguna calidad. Y en cuanto a la “responsabilidad colectiva” de Jung, que cada palo aguante su vela , y en lo que a mí respecta, las moscas vengadoras siguen en Argos.

luisroberts@gmail.com



Año VI / N° CCXVIII / 23 de julio del 2018


domingo, 15 de julio de 2018

Fútbol encriptado [CCXVII]

Laura Jaramillo



El premio a los ganadores del Mundial, la Copa,
es también una metáfora (foto: FIFA)



         Por estos días, con tanto fútbol a mi alrededor, he tenido el tiempito de ver algunos juegos, y he podido notar cómo los comentaristas y narradores tienen un genio para crear metáforas y expresiones que solo un aficionado puede comprender. Bueno, depende también del medio por el cual se escuche ese partido. Si se tiene la oportunidad de ver el juego, es posible, y más fácil, entender las analogías, lo cual será más difícil si el partido se oye por radio. Y no vayan a decir que escuchar fútbol por radio es más aburrido que un burro en un balcón. Ese ejercicio es exactamente igual a leer un libro, porque la imaginación se activa con tanta emoción y pasión.
         Ese deporte, conocido como el deporte rey, por ser uno de los más planetarios que existe, incita a crear un lenguaje metafórico, que a veces pareciera un lenguaje encriptado, pues hay que imaginarse muchas cosas para llegar al significado. Tengo varios botones de muestra.
         La contabilidad ahora no es exclusiva de los números, o del debe y el haber (columnas espantosas, por experiencia lo digo), sino que sirve también para capitalizar el balón, el tiempo o las victorias.
         El Salto Ángel ahora no es el único mundial, porque en el fútbol también hay cataratas de goles.
         El infierno no es el único lugar del diablo. En el fútbol hay diablos rojos, que, además, tienen su respectivo cancerbero, que debe cuidar muy bien esa portería, porque de lo contrario ese fuego interior puede durar toda la vida.
         Los toreros no son los únicos que esquivan al pobre torito al ritmo de ¡ole!; nosotros, los barrabrava, también gozamos con ese ritmo, cuando nuestros diablos capitalizan muy bien ese balón.
         A pesar de que ya no vivimos en la época del Lejano Oeste, el fútbol tiene sus pistoleros, que pueden ser los supremos goleadores, quienes deben tener cuidado de que no los desarmen. Y si los desarman, pues deben sacar su bicicleta o su tijera. También están los pistoleros que con suma rapidez desenfundan sus tarjetas, sin remordimiento alguno.
         El plomero no es el único que sabe de desagües, pues esos diablillos saben muy bien cómo hacer un caño. Y si se lo tapan, pues hacen un túnel, incluso mejores que nuestros boquerones.
         Y para finalizar (por ahora), los bebés, bueno las mamás, no son los únicos que saben de pañalitis, pues, con mucha suerte, esos diablos pueden curarla con un impresionante gol de vaselina.
Quizás no es el deporte, sino la emoción, la pasión, las alegrías y las tristezas las responsables de incitar tan peculiar lenguaje. Entonces, si lo descifraron, pues felicidades, han ganado una hermosa Copa del Mundo.

llaurajaramilloreal@gmail.com

  

Año VI / N° CCXVII / 15 de julio del 2018



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lunes, 9 de julio de 2018

El idioma del fútbol [CCXVI]

Daniel Álvarez


A veces el 10 de su selección, en su equipo profesional
es... el 29



         Tras la tímida entrada en el área grande del centrocampista Edgardo Malaver, el jugador decidió dar un pase filtrado, que recibí y me permitió continuar la jugada. Quizás si hubiese continuado con su jugada individual y hubiese chutado a puerta, el equipo de Ritos de Ilación se hubiese puesto arriba en el marcador, lo que nos pondría un paso más adelante en la clasificación. Sin embargo, hizo una pequeña gambeta y dejó atrás a dos jugadores, hasta que vio un hueco formado entre dos defensas, y, con fuerza, dio un pase que me habilitaba ante la arquería. El público, que en un principio parecía feroz, ahora animaba desde las gradas. Nuestra directora técnica, Laura Jaramillo, dejaba seguir aquella extraordinaria jugada repentina, y seguía con atención cada detalle técnico y táctico. Seguramente, más tarde se presente e indique nuevas órdenes que estructuren mejor el juego y que lo llenen de profesionalismo.
         Al igual que la Marea Roja panameña, nuestro equipo debuta este año en el Mundial Rusia 2018, con una innovación temática que no se aleja de la lengua, sino que, con ella, acompaña la celebración de esta fiesta mundialista.
         Del mismo modo en que cualquier territorio maneja un dialecto o idioma en particular, el fútbol también sostiene un lenguaje específico. Como mencionó nuestra directora técnica en su rito “El fútbol como metáfora de guerra” (LXI, LXII y LXIII), el lenguaje deportivo, específicamente el aplicado en el ámbito futbolístico, no solo se atiborra de metáforas relacionadas con la guerra, sino que también incluye un sinfín de términos provenientes de variados campos semánticos. De este modo, se puede decir que, de alguna manera, el argot futbolístico es una fusión de diferentes elementos semánticos, que dan como resultado una estructura exclusiva.
         No basta con este hurto de términos, sino que, además, la jerga futbolera se apodera también de los números, los cuales son tomados a la fuerza y les es añadida una connotación completamente diferente a su valor real. De allí que lo que para cualquier hablante de nuestra lengua parece ser un número común y corriente, para los conocedores del fútbol denota a un jugador en concreto. En este sentido, el número en cuestión cumple con el cargo de señalar una posición determinada, y a la vez, estandariza las funciones y características del jugador que ocupa ese espacio. En otras palabras, por tradición, los números de los jugadores de fútbol se asocian con una posición específica en el campo de juego. De allí que cuando se habla de un 9, no se refiere al número per se, sino al delantero principal del equipo.
         En vista de esta nueva simbología, es preciso referirla a continuación con más detalle, con el propósito de adecuarnos mejor al lenguaje del fútbol. En principio, el portero titular del equipo siempre tiende a vestir la camiseta con el número 1, por lo que, por tradición, se emplea dicho número para referir tal ocupación. A su vez, los defensores generalmente llevan consigo los números 2 y 3, asignados al zaguero derecho e izquierdo, respectivamente. Entre ellos yacen los jugadores con los números 5 y 6, quienes son, indistintamente, defensores, solo que se sitúan un poco más adelantados que sus análogos. El centro del campo es ocupado por los números 4 y 8. El número 4 tiende a ser el mediocampista defensivo de contención, es decir, suele ser aquel que permanece un poco más atrás durante los ataques. En cambio, el número 8 es el mediocampista de ataque, quien estila conectar el juego entre el mediocampo y los atacantes. Por otro lado, tenemos el número 11 y el número 7, quienes ocupan, respectivamente, el lado izquierdo y derecho del campo contrario. Finalmente, como se mencionó anteriormente, el número 9 es aquel reservado para el delantero principal, quien acostumbra ser el más habilidoso de los atacantes; mientras que el número 10, por tradición, es aquel que se antepone a este último y quien juega como media punta.
         Sin embargo, esta sistematización numérica es estándar, por lo que cabe destacar que los equipos son libres de asignar los números a sus jugadores como les parezca, rompiendo con el esquema tradicional. Así pues, podemos ver jugadores con el número 17 ocupando el puesto de 9, es decir, jugando como delantero. También, es preciso remarcar que suele haber ciertas variaciones en cuanto a las posiciones de estos números, dependiendo de la formación que se emplee.
         Dicho esto, dejo, sobre el campo de juego, el balón de las manifestaciones lingüísticas que destacan en el vocabulario del fútbol, esperando por aquel jugador que dé el pelotazo final, que ponga a la caprichosa entre las telarañas, al equipo de Ritos en la final y al público exasperado por más.

danielalejandro.alba@gmail.com



Año VI / N° CCXVI / 9 de julio del 2018




Otros artículos de Daniel Álvarez:

lunes, 2 de julio de 2018

Los colores del fútbol [CCXV]

Edgardo Malaver



 
El rey Pelé rodeado de sus padres (foto: Jaime Prado)




         En una torpe entrada en el área de peligro, voy a chutar contra una arquería que no conozco, defendida por un cancerbero que parece una muralla troyana, rodeado como estoy de jugadores que saben lo que hacen y delante de un público feroz que no me dejará escapar si fallo; pero nuestra estimada Laura Jaramillo, que sería algo así como nuestro director técnico si Ritos de Ilación fuera un equipo de fútbol, no me ha dado señales de hacia dónde dirigir el balón.
         Juego, además, para una selección que no está participando en el Rusia 2018. No es como la Blanquirroja peruana, que volvió esta vez después de nueve mundiales de ausencia; ni como la Marea Roja panameña, que debutó este año. Mucho menos como la Celeste uruguaya, que ha visto la película en primera fila 13 veces. No, la mía, la Vinotinto, tiene que seguir mejorando, pero sí tiene con ellas en común que su nombre proviene del color del uniforme.
         Pasa también con las selecciones de España, llamada la Roja; la de Argentina, la Albiceleste; las de Colombia y la de México, apodadas Tricolor. Y fuera de la lengua española, pero limitándonos a los equipos de este Mundial, la de Francia se hace llamar los Azules; la de Bélgica, los Diablos Rojos; la de Brasil, la Verdiamarilla (o Auriverde, que es más bonito); la de Japón, los Samuráis Azules. Los serbios se dicen las Águilas Blancas, y los nigerianos se sienten águilas también, pero verdes. Los grandes ausentes, Italia y Holanda, se apodan, como todo el mundo sabe, Escuadra Azurra y Naranja Mecánica, respectivamente.
         A no ser por los colores, por la curiosidad de estos nombres, por las evidentes ínfulas de fuerza física y nacionalismo intenso que me revelan (en algunos casos sólo sugieren), es muy poco lo que puedo decir de este o cualquier otro deporte (quizá del beisbol pueda decir más). Sin embargo, el Mundial de Fútbol, cada cuatro años, me renueva la sensación color de lluvia que da el mes de junio, que nunca logro sintonizar cuando no hay Mundial. Las nubes grises y una breve temporada de frío blanco me instalan, otra vez, frente al televisor con mi hermano para ver Argentina 78, el Mundial blanco y negro, y España 82, el Mundial amarillo, y México 86, el Mundial verde.
         ¿De qué color es el fútbol? ¿De qué color es el Mundial del 2018? Parece rojo, como Rusia, aunque, en general, el fútbol es azul. ¿Qué nos da esa sensación? ¿La televisión, los uniformes, las banderas? ¿Las palabras? Cuando Pelé, en 1982, contaba por RCTV sus recuerdos de mundiales anteriores, aprendí unas cuantas palabras en inglés, que luego descubrí que servían para nombrar cosas fuera del fútbol: corner, offside, shoot. El superlativo de adjetivo fuerte en español, fortísimo, lo aprendí de Pelé ese año.
         Otras y más significativas manifestaciones lingüísticas (y cromáticas) destacan en el vocabulario del fútbol y, en este momento, del Mundial, los nombres de los jugadores, por ejemplo; ojalá que, si no ha sido eliminado su favorito, Jaramillo, o algún otro de nuestros amigos, autores o lectores (¿Juan Sifontes, quizá?), se lance al verde césped para anotarse un tanto en la arquería polícroma de Ritos.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXV / 2 de julio del 2018




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