lunes, 26 de enero de 2015

Puchecas [XLI]

Laura Jaramillo




         Una tarde calurosa de abril, recibo la llamada de la vecina fufurufa, aquella de Barquisimeto, a quien de cariño le digo Fufu, preguntando a modo de recocha: “Buenas tardes, ¿Peluquería Puchecas Apretadas?”. Por supuesto que mi reacción fue una estruendosa carcajada.
         Pues bien, la Fufu y yo, como siempre nos la pasamos echando varilla, más bien recochando, desde esa hermosa tarde ‘abrilera’ vivimos haciendo chistes sobre las puchecas: que si puchecas caídas, puchecas asustadas, puchecas que dan vueltas, puchecas arriba, puchecas abajo, puchecas alegres, puchecas tristes, puchecas acaloradas, puchecas con frío y cualquier otra que se nos ocurra. Tanto la vecina como yo somos asiduas a la programación colombiana, así que compartimos el mismo código de comunicación.
         Como cosa rara, esos colombianos hacen uso espectacular de su lengua, y tienen esta palabra que para mí es magnífica, porque es un neologismo, es decir, que el DRAE aún no la registra, al igual que fufurufa y recocha, aunque estas dos últimas sí las registra el diccionario, pero son casos de neologismo semántico.
         Así como los colombianos, también me gusta inventar, y al igual que en el caso de fufurufa, les quiero indicar el significado de puchecas, a través del título de un libro ampliamente conocido, escrito por el colombiano Gustavo Bolívar: Sin puchecas no hay paraíso.

laurajaramilloreal@yahoo.com



Año II / Nº XLI / 26 de enero del 2015

lunes, 19 de enero de 2015

La susodicha [XL]

Edgardo Malaver Lárez

Para Abigaíl

            Algún documento legal debo haber estado leyendo yo en el momento en que me alcanzó por primera vez la palabra susodicho. Decía: “...la declaración que hace el susodicho ciudadano...”. ¿Sería un parte policial, una denuncia, una relatoría de tribunal? ¿De dónde lo habré sacado? Sin duda la fascinación del recién comprendido sistema que permitía convertir en sonidos comprensibles aquellos trazos negros sobre papel blanco me llevaba a desear convertirlo, traducirlo, leerlo todo, todo, todo. Y en una de esas me toparía con una partida de nacimiento, con una sentencia, un informe de comisario. ¿Desde qué antigua edad me habría estado esperando? ¿Qué intrincado azar habrá ideado la ruta por la cual lanzaría sobre mí su tentador anzuelo?
            Lo cierto es que la palabra susodicho me ha acompañado desde aquel día en que la vida la atrajo a mi vista. Cuando no había estudiado francés, me eran algo ajenas esas primeras sílabas que antecedían al archiconocido participio del verbo decir. Suso- apenas me hacía pensar en el nombre de la única reina de belleza que yo pensaba que existía, Susana Duijm, que era ya una mujer elegantísima cuando abrió los ojos al mundo; en bachillerato, cuando el profesor Alberto Marín, que nunca me dio clases pero era amigo de mi madre, dijo en un discurso del día de Juan de Castellanos: “Haré una sucinta reseña de la historia de este liceo...”, mi mente me disparó, una vez más, como lo hacía cada cierto tiempo, la palabra susodicho y se preguntó si las dos tendrían algún parentesco, si sería consanguíneo o por afinidad, si habrían coincidido antes en la vida de otra gente, si tendrían el mismo origen o era un “evento de la casualidad” que se parecieran tanto. Necesité ver en el periódico poco después que alguien usaba otra vez la palabra sucinta para entender que no podían ser de la misma familia porque, en realidad, ahora que la veía escrita, no comenzaban igual. Y un día Arturo Úslar Pietri dijo en Valores humanos que la I Guerra Mundial había suscitado en el mundo una inmensa desconfianza. ¡Otra palabra...!
            Susodicha, Susana, sucinta, suscita. Ya podía —¿cuándo no había podido, cuándo no lo había hecho?— jugar con aquellos sonidos y aquellas imágenes, que, en lugar de confusión, creaban alegría en la mente. La susodicha Susana suscita sucintos suspiros, sutiles susurros y suspensos sucesos de surtidas sustancias en susceptibles sustitutos. Al llegar por fin a mis manos, comenzando cuarto grado, el diccionario se convirtió en mi juguete favorito.
            Cuando comencé a aprender francés y me enteré de la existencia de las palabras sur y sus, deduje que aquel susodicho... ¿prefijo? de mis trabalenguas tenía que tener algo en común con ellas. Si éstas eran equivalentes a ‘sobre’, ‘arriba’, ‘encima’, susodicho tenía que ser ‘lo dicho arriba’, ‘lo mencionado antes’. Y creó Dios la luz y vio que era buena.
            Después la palabra habrá decidido irse al desierto a meditar, porque hacía tiempo que no se me atravesaba en el camino. Hace 11 días, sin embargo, Abigaíl, mi hija mayor, me reveló en medio de una conversación electrónica que “le encanta esa palabra”, y esto ha resucitado en mí aquella ruleta de los sonidos y las imágenes. Los usos dichos; las uso dichas; las uso, oh, dicha; las u, so dicha; él, su uso dicho...
            Todo lo antes dicho revela cómo urden las palabras para sobrevivir a los hombres. La susodicha niña conservará esta palabra cuando yo me vuelva silencio en la tierra, y sus hijos y sus nietos jugarán con ella, como yo, ojalá, generación tras generación, hasta que carne y palabra sean, otra vez, uno solo y el mismo ser.


emalaver@gmail.com



Año II / Nº XL / 19 de enero del 2015

lunes, 12 de enero de 2015

El arroz nuestro de cada día [XXXIX]

Isabel Matos

            Ya sé que así no dice el Padre Nuestro, pero es que la palabra que me maravilla no es nuestra, y no es pan ni es arroz. Aunque no es arroz, en realidad sí se trata del arroz, el que preparan y comen en Japón.
            En Caracas, Japón sabe a sushi, que se ha convertido en su plato más popular; también tienen sopas, fideos, pasteles, pero no son igualmente conocidos. Lo que muchos no sabíamos es que el sushi es algo que los japoneses comerían en ocasiones especiales, no a diario y seguramente no tan a menudo como algunos visitantes asiduos de nuestras mejores cadenas de comida rápida japonesa. Lo que sí comen todos los días es arroz. El arroz está en el desayuno, el almuerzo y la cena. Es tan importante el arroz blanco en la dieta y vida de Japón que la palabra que utilizan para designarlo también es sinónimo de comida. Comida y arroz es lo mismo. El grano sagrado de arroz es komé, y de esos hay más de 300 tipos. Los cultivan en Japón, California y España. Son granos más cortos que los que comemos nosotros en nuestro querido pabellón, granos que fueron desarrollados para adaptarse al clima y paladar nipón[1].
            Todo esto te puedo decir y todavía no he llegado a la palabra que me maravilla, el arroz cocido, sinónimo de comida, es gohan. Y sí, ese también es el nombre del hijo de Goku[2], pero de ese hablaremos en otro rito de ilación.

isabelmercedes@gmail.com



Año II / Nº XXXIX / 12 de enero del 2015



[1] Kazuko, E. (2008). Todo el sabor de Japón. Barcelona: Duncan Baird Publishers.
[2] Son Goku: personaje principal de la serie de Akira Toriyama, Dragon Ball.

lunes, 5 de enero de 2015

La pregunta de las 64.000 lochas [XXXVIII]

Edgardo Malaver Lárez


            Ya va quedando poca gente que recuerde lo que era una locha, que las haya usado para comprar o que las haya recibido de una tía generosa, de un padrino soltero o de una abuela que nos hubiera enviado a hacer un mandado. Para los niños de mi infancia era como una bendición recibir en esas circunstancias la peculiar moneda: cantidad insignificante para el que la daba, inmensamente valiosa para el que la recibía. Con una locha, estando en primer grado, por ejemplo, merendaba uno como un príncipe en el recreo y regresaba a casa sin depender de los adultos, lo cual era mejor que ser uno de ellos.
            Una locha era la octava parte, es decir, 125 milésimas, de un bolívar. Yo, con dos lochas, o sea, con medio real, era rico. Y rico precisamente se hacía también el que lograba responder todas las preguntas que se le hacían en un programa de televisión que comenzó a emitirse en Venezuela al final de los años 50, Monte sus cauchos Good Year, puesto que la última de ellas era lo que el presentador, Néstor Luis Negrón, llamaba “la pregunta de las 64.000 lochas”. Sesenta y cuatro mil lochas son 8.000 bolívares, que en este momento quizá no alcancen para comprar, por ejemplo, muchos pares de pantalones (a lo sumo dos, regateando bastante), pero en la década de los 50, esa cantidad habría sido suficiente para comprar, al menos, una casa de tres habitaciones. Desde entonces, la expresión ha designado, aunque los venezolanos han olvidado su origen, las preguntas de importancia capital o aquellas que son muy difíciles de responder o cuya respuesta es imposible o casi imposible adivinar.
            El programa, que se mantuvo 12 años en las pantallas de Radio Caracas Televisión, era presentado por Negrón junto con la elegantísima Cecilia Martínez, la primera locutora de la televisión venezolana —que en noviembre del año pasado alcanzó la edad de 101 años—.
            La expresión del profesor Negrón provenía de programas de concurso del mismo estilo que antes que el suyo había habido en la radio de Estados Unidos, el primero de los cuales se titulaba Take It or Leave It (Tómelo o déjelo), transmitido desde 1940. En 1950, se convirtió en The $64,000 Question (La pregunta de los 64.000 dólares) y en 1955 saltó a la televisión. Se hicieron tan populares el programa y el tipo de programa, que fue imitado en muchos lugares: en el Reino Unido (The 64,000 [Sixpence] Question), en Australia (Coles £3,000 Question), en México (El Gran Premio de los 64.000). Y en Venezuela.
            Hay otras expresiones venezolanas que incluyen la palabra locha. Cuando un producto es muy barato o cuando es posible encontrarlo en cualquier parte, decimos que lo venden “a tres por locha”. Cuando intentamos entender alguna situación compleja y finalmente lo logramos, decimos: “Me cayó la locha”. En la lucha por la locha es equivalente a estar trabajando duro para ganar el diario sustento. En esta Navidad, que en rigor termina mañana, ha vuelto oírse aquella gaita que dice: “¿Qué haré yo cuando no tenga / en el bolsillo tres lochas / para comprarte una brocha / y pintura pa la bemba?”.
            Cuando yo era niño, mi hermano, queriendo que su padrino le diera dinero, le decía al tropezárselo en cualquier lugar: “Padrino, la bendilocha”, y éste, queriendo evadirlo, le respondía: “Dios me lo bendilimpie, hijo”.


emalaver@gmail.com




Año II / Nº XXXVIII / 5 de enero del 2015