Ariadna Voulgaris
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Un actor personifica al padre José Cortés de Madariaga en Caracas, en el 2012 |
Casi me dio un patatús cuando lo supe. Casi me desmayo, por poco no sufro un vahído. Un síncope, pues.
Es que acabo de enterarme de que la palabra soponcio pertenece a ese gordo saco de palabras que nos han ido cayéndonos encima desde que existe la Semana Santa, es decir, la Semana Mayor, que en la antigüedad más antigua se llamaba también Gran Semana.
El soponcio más propio de la Semana Santa que yo conozco es el que tiene que haberle dado a Vicente Emparan el 19 de abril de 1810, que era Jueves Santo, día de la Última Cena. El señor Emparan, pobre, iba apuradito para la Catedral de Caracas, cuidadoso de no llegar tarde a la misa, cuando se le atraviesa el guapo de Francisco Salias, hermano de otro Vicente, el músico, y lo ataja a cuatro pasos de entrar en el templo. Quién sabe si al dar el español un paso dentro de la iglesia hubiera podido Salias formar el zaperoco que formó.
Bueno, en honor a la purísima verdad, a Emparan no debe haberle dado un soponcio por eso. Lo que sí debe haberle dado es por lo menos un sudor frío en la espalda al ver que el jefe de la guardia que lo custodiaba les ordenaba a los soldados que bajaran las armas que, lógica y militarmente, apuntaron sobre Salias y sus mantuanos compañeros. En ese momento sí debe haber sentido, como Jesucristo si no hubiera sabido de antemano lo que iba a pasar, que, enviado al despacho del procurador romano, perdía toda esperanza de salir airoso de aquel trance, que era más bien un aprieto, una dificultad, un brete.
Pues fíjense ustedes, aquella escena evangélica es el antepasado más remoto de la palabra soponcio. Siglos después, cuando comenzaron a proliferar las desviaciones de la fe y la Iglesia se reunió en Nicea para poner en papel el resumen más claro posible de los elementos que diferenciaba la verdadera fe cristiana de aquellas otras, erradas, los encargados del resumen, es decir, los autores del Credo, dividieron el texto en tres partes, como Dios manda: los rasgos del Padre, los del Hijo y los del Espíritu Santo. Y al describir al Hijo, dijeron que se trataba de aquel que había padecido sub Pontio Pilato, que ya saben ustedes que se pronunciaba como se pronuncia ahora en español. De modo que en la época en que no se rezaba sino en latín, cada vez que alguien cambiaba de una mala situación a una peor —como cuando un juez envía a un reo a otro juez que es capaz de considerarlo inocente y aun así azotarlo y, lavándose las manos, entregarlo a otros jueces que esperan la mínima oportunidad para crucificarlo—, la gente cogió la maña de repetir aquel verso de la oración que dice sub Pontio, “su Poncio”, “so Poncio”, soponcio. Es que en Semana Santa, con la calor que hace, a cualquiera le da un síncope. Un telele, un jamacuco. Un desmayo, pues.
El segundo soponcio de Vicente Emparan —¿qué duda puede caber?— tiene que habérselo causado descubrir, después de preguntarle al pueblo de Caracas si querían que él siguiera siendo representante del rey, que detrás de él había estado todo el tiempo el padre Madariaga. Un puede conjeturar que, intentando zafarse de los niños ricos que lo habían acorralado en el Cabildo, pensó en aquel plebiscito instantáneo y, molesto con la gente que no lo apoyaba, habrá pensado que, informando a España, lo repondrían en el cargo. Pero al tropezarse, no con cualquier curita, ¡con José Cortés de Madariaga!, lo habrá adivinado todo: “La cosa está clara”, se habrá dicho, “este le hizo la seña negativa a la gente”. Y del soponcio, salió de la escena y nunca más volvió a aparecer en ningún otro episodio de la historia de Venezuela.
El soponcio más propio de la Semana Santa que yo conozco es el que tiene que haberle dado a Vicente Emparan el 19 de abril de 1810, que era Jueves Santo, día de la Última Cena. El señor Emparan, pobre, iba apuradito para la Catedral de Caracas, cuidadoso de no llegar tarde a la misa, cuando se le atraviesa el guapo de Francisco Salias, hermano de otro Vicente, el músico, y lo ataja a cuatro pasos de entrar en el templo. Quién sabe si al dar el español un paso dentro de la iglesia hubiera podido Salias formar el zaperoco que formó.
Bueno, en honor a la purísima verdad, a Emparan no debe haberle dado un soponcio por eso. Lo que sí debe haberle dado es por lo menos un sudor frío en la espalda al ver que el jefe de la guardia que lo custodiaba les ordenaba a los soldados que bajaran las armas que, lógica y militarmente, apuntaron sobre Salias y sus mantuanos compañeros. En ese momento sí debe haber sentido, como Jesucristo si no hubiera sabido de antemano lo que iba a pasar, que, enviado al despacho del procurador romano, perdía toda esperanza de salir airoso de aquel trance, que era más bien un aprieto, una dificultad, un brete.
Pues fíjense ustedes, aquella escena evangélica es el antepasado más remoto de la palabra soponcio. Siglos después, cuando comenzaron a proliferar las desviaciones de la fe y la Iglesia se reunió en Nicea para poner en papel el resumen más claro posible de los elementos que diferenciaba la verdadera fe cristiana de aquellas otras, erradas, los encargados del resumen, es decir, los autores del Credo, dividieron el texto en tres partes, como Dios manda: los rasgos del Padre, los del Hijo y los del Espíritu Santo. Y al describir al Hijo, dijeron que se trataba de aquel que había padecido sub Pontio Pilato, que ya saben ustedes que se pronunciaba como se pronuncia ahora en español. De modo que en la época en que no se rezaba sino en latín, cada vez que alguien cambiaba de una mala situación a una peor —como cuando un juez envía a un reo a otro juez que es capaz de considerarlo inocente y aun así azotarlo y, lavándose las manos, entregarlo a otros jueces que esperan la mínima oportunidad para crucificarlo—, la gente cogió la maña de repetir aquel verso de la oración que dice sub Pontio, “su Poncio”, “so Poncio”, soponcio. Es que en Semana Santa, con la calor que hace, a cualquiera le da un síncope. Un telele, un jamacuco. Un desmayo, pues.
El segundo soponcio de Vicente Emparan —¿qué duda puede caber?— tiene que habérselo causado descubrir, después de preguntarle al pueblo de Caracas si querían que él siguiera siendo representante del rey, que detrás de él había estado todo el tiempo el padre Madariaga. Un puede conjeturar que, intentando zafarse de los niños ricos que lo habían acorralado en el Cabildo, pensó en aquel plebiscito instantáneo y, molesto con la gente que no lo apoyaba, habrá pensado que, informando a España, lo repondrían en el cargo. Pero al tropezarse, no con cualquier curita, ¡con José Cortés de Madariaga!, lo habrá adivinado todo: “La cosa está clara”, se habrá dicho, “este le hizo la seña negativa a la gente”. Y del soponcio, salió de la escena y nunca más volvió a aparecer en ningún otro episodio de la historia de Venezuela.
ariadnavoulgaris@gmail.com
Año XIII / N° DVIII / 14 de abril del 2025
EDICIÓN DE DOMINGO DE RAMOS
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