lunes, 30 de noviembre de 2020

Selección múltiple [CCCXXXII]

Edgardo Malaver




Salto de La Llovizna, Bolívar, Venezuela




Una vez quedaba poco tiempo para terminar el primer lapso del año académico y faltaba aplicar a los estudiantes una evaluación sobre la acentuación. Tenía que ser, les dije, una evaluación muy difícil de responder pero muy fácil de corregir. Así fue como inventé la evaluación de selección múltiple.

Hubo un ejercicio que ese año dio mucho que conversar en la clase después que devolví los exámenes. Fue éste:


3. Lo que tienen en común las palabras dio, fio, guio, lio, pio, rio y vio es que...

a. ...son los pretéritos de tercera persona plural en indicativo de esos verbos.

b. ...como monosílabos, no debe ponérseles tilde.

c. ...al presentar juntas dos vocales abiertas, son bisílabas.

d. ...tienen un error de acentuación.


A los estudiantes les llamaba la atención, según lo que comentaban, la apariencia de estos verbos en pretérito. La apariencia. Para algunos eran raros; para otros, feos. Hubo uno que comentó que más bien sonaban como “simples sílabas”. Los demás voltearon para decirle al unísono: “¡Es lo que son!”. Y otro incluso terció que en la lista faltaba mio. No les quiero contar lo que le respondieron.

Ese día —creo— creé también una de las afirmaciones que hago con más frecuencia en clase, cuando hablamos de acentuación: “Esto no es cuestión de estética”. Y —creo también— los estudiantes quedaron convencidos de que no hay necesidad de acentuar los monosílabos que no se van a confundir con otras funciones de la palabra en la oración. Esas dos cosas ganamos ese día.

Las normas de acentuación no dicen en ninguna parte que deban ponerse o dejar de ponerse tildes según nos caigan simpáticas o antipáticas las sílabas, o si son agraciadas o desagradables las palabras, las sílabas o las vocales. Yo pensaba en una época que sólo la conjunción y se escribía con el carácter griego y no con el latino por razones estéticas, pero he aquí que de Los Teques vino un sabio que me iluminó con su artículo “El extraño caso de la y que es más latina que griega”.

Aunque corregir aquel examen fue tan sencillo que me dormí varias veces, me satisface haber hecho a la humanidad el humilde aporte de inventar la evaluación de selección múltiple. Si después del examen, los alumnos quieren despedazar una de las preguntas, ha valido la pena renunciar al copyright.

Ah, me faltó decir que, incluyendo el lenguaje informal, que también puede ponerse en grafías, sí he debido poner el pretérito mio en la lista, pero entonces, incluso durante el examen, no íbamos a aguantar la risa.


emalaver@gmail.com




Año VIII / N° CCCXXXII / 30 de noviembre del 2020





lunes, 23 de noviembre de 2020

Gente que baila con dos pies y medio [CCCXXXI]

Edgardo Malaver



El sesquipedalismo desnuda al hablante como en una pintura de Henri Matisse. La danza, 1909





Ya habrá entrado usted en un supermercado en que el portero le haya querido visualizar la cartera o el morral [no existe ley que ampare esa irrespetuosa práctica, pero como usted no lo sabe, no se atreve a oponerse]. Ya habrá inicializado más de una vez su computadora. Ya algún funcionario le habrá recepcionado unos documentos sin revisionarlos. Ya usted se ha enfrentado a toda esta problemática y ha sentido que se le tensionan los músculos y se le movilizan las emociones negativas, o sea, se le negativizan. Pues no se deje influenciar, porque esa situación no se puede legitimizar en su emocionalidad

Si fuéramos romanos de la antigüedad, diríamos sin temor a quedar en ridículo, que hablar así equivale a bailar con dos pies y medio. Diríamos que somos sesquipedales, o sesquipedálicos. O sea, sufrimos de sesquipedalismo.

El pie, en la métrica de la poesía griega y latina, era una medida equivalente a muy pocas sílabas (casi siempre dos, casi nunca más de cuatro). En cada pie se marcaban dos tempos: uno hacia arriba y uno hacia abajo. En la poesía acompañada de danza, en la cual el golpe del pie del bailarín en el suelo señalaba el tempo ascendente o descendente, la palabra pes (pedis) terminó dando nombre a cada grupo de sílabas que componía el verso.

Entonces, bailar con dos pies y medio y no con dos, como las personas normales, habría equivalido a alterar el ritmo de la música, de la poesía y de la danza. Por esa razón las expresiones de los hablantes inclinados hacia la sesquipedalia verba son innecesariamente rimbombantes, desmesuradas, pedantes, y, ergo, malogran —al menos alteran, adulteran— la comunicación.

La señal más sonora de sesquipedalismo que encontramos todos los días es la sustitución del verbo abrir por aperturar; pero también es frecuente la de conmover por conmocionar, la de culpar por culpabilizar, la de marginar por marginalizar, la de poner por posicionar. Eso es en la región de los verbos. En el de los sustantivos, florecen permisología en lugar de permisos, impetuosidad en lugar de ímpetu, intencionalidad en lugar de intención.

Mis amigos van a decir que nada me satisface, pero resulta que existe la tendencia contraria: la de acortar palabras que ya tienen una forma acuñada en el habla común: optimar por optimizar, traumar por traumatizar; pero no va ser verdad. Hay dos ejemplos que, a mi juicio, añaden significado a una palabra anterior. Mi preferido es juguetear, que no significa lo mismo que jugar, y el otro es señalizar, que no apunta hacia el mismo lado que señalar.

El sesquipedalismo entonces parece una conducta contraria a lo que uno sabe de teoría lingüística —por lo menos el principio de economía del lenguaje—, pero resulta que también existe lo que podríamos llamar el antisesquipedalismo, y ambas actitudes nos dan datos de cómo es la lengua dentro de la mente de los hablantes.

Los unos, buscando parecer cultos, inteligentes, dueños de muchos conocimientos, en lugar de simplificar lo que desean decir, lo ornamentan, lo prolongan, lo complican. Los otros hacen lo contrario, pero terminan en lo mismo.

Y logran todos lo que lograríamos si bailáramos con dos pies y medio: tropezar, trastabillar con el ritmo y desequilibrar a los demás. En lugar de trastocar, trastornar, transformar las palabras, siempre y con fines tan vanos, habría que recordar el consejo más respetable que nos dejó Henry David Thoreau: “Simplificar, simplificar, simplificar”.


emalaver@gmail.com




Año VIII / N° CCCXXXI / 23 de noviembre del 2020




miércoles, 18 de noviembre de 2020

Vacancia en un dos por tres [CCCXXX]

Edgardo Malaver



Mucho espacio para presidentes vacantes




El Congreso de Perú vacó al presidente de la República, Martín Vizcarra, la semana pasada. Como Vizcarra había llegado a la presidencia, dos años y ocho meses antes, por ser el vicepresidente del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, que había dejado vacía la silla presidencial al renunciar, entonces la presidencia, según la Constitución, tenía que ser ocupada por el presidente del Congreso, que la semana pasada era Manuel Merino. Éste, que ostentaba el cargo desde los primeros días de la pandemia (porque el Congreso anterior había sido disuelto por Vizcarra) no tuvo oportunidad de disfrutar su luna de miel con el poder, pues casi todos los estudiantes universitarios de Perú y no pocos ciudadanos de más edad salieron a la calle a hacerle muchísimo ruido. Después de la juramentación, la primera vez que el nuevo presidente apareció en televisión (y lo hizo en video, no en vivo), fue para renunciar. Durante la noche anterior, habían renunciado todos sus ministros y la junta directiva del Congreso. Apenas habían pasado 122 horas.

No, no es que ahora en Ritos nos vayamos a dedicar a hablar de política. Es que si tres personas le preguntan a uno por “esa palabra tan rara” desde tres países diferentes, lo menos que se puede hacer es escribir la respuesta en Internet.

Ya en julio del 2018 escribí sobre el sustantivo vacaciones, al que se le nota que tiene la misma raíz que vacancia. Ahí ya dice lo que quiero decir hoy, así que, con el permiso del respetable, voy a transplantar un párrafo que necesito:


Vacaciones [y, por supuesto, vacancia] proviene del verbo latino vacare, es decir, ‘estar vacío, desocupado’. Ah, y concuerda con la inusualísima cuarta acepción: ‘el cargo o dignidad que está vacante’. De esta palabra derivan también vacío, vacuo e incluso evacuar (sí, vaciar... en todos los sentidos). Hasta los vagos, el vagar y la vagancia declaran su conexión con el vacare de nuestras vacaciones.


Eso es, vacancia es el sustantivo abstracto referido a la situación de “vaciedad”, de desocupación. Hasta podemos decir que un banco de la plaza que no está ocupado por nadie está vacante, o sea, en situación de vacancia. Las mociones de vacancia que se presentaron para echar del palacio de gobierno a Martín Vizcarra son simplemente peticiones de desocupar, de evacuar el palacio.

Ahora el que quedó vacante fue Merino. Un político de la oposición, que en Perú no se sabe bien hacia qué lado se inclina, dijo el lunes, día en que se debía elegir al nuevo presidente, que la palabra del día tenía que ser legitimidad, pero en Perú la palabra del año (por lo menos del mes de noviembre) ha sido vacancia, ni siquiera pandemia, como en el resto del mundo.

Vizcarra puede sentirse ahora de vacaciones, pero no podrá vagar fuera de su país porque entregó el pasaporte en la Fiscalía. Los estudiantes, cuyas vacaciones ya están cerca, siguen gritando que hay que vacar hasta al portero del Congreso.


emalaver@gmail.com




Año VIII / N° CCCXXX / 18 de noviembre del 2020


lunes, 9 de noviembre de 2020

Los americanos son muy americanos [CCCXXIX]

Edgardo Malaver




Laika es mucha Laika. Esta perrita ha llegado tan lejos como los americanos



Hay un capítulo de los primeros años de la serie de televisión española Cuéntame cómo pasó en que el padre de la familia protagonista, Antonio Alcántara, compra una lavadora y, al descubrir que el aparato no sólo lava sino que también exprime la ropa, exclama: ¡Es que los americanos son muy americanos!. Tuve que reflexionar mucho para entender lo que quería decir: que los americanos sabían lo que hacían, que eran buenos inventores.

Americanos. En España, llamar así a los estadounidenses no le duele a nadie. No parecen haberlo dicho nunca de otra forma desde Washington para acá, aunque también pueden referirse con ese nombre, con un poco más de formalidad y como hiperónimo, a los ciudadanos de otros países de América. En el resto de América, al contrario, parece ofender a todo el mundo (o casi, porque a mí más bien me llama la atención positivamente). De este lado del mar, referirse a los estadounidenses como americanos, como era común decir, hace 40 o 50 años, dispara como el resorte del nacionalismo continental de los habitantes de los demás países.

Hace un tiempo me cansé de este tema y decidí no pensar más en él y no insistirles más con mi visión de él a quienes me corregían. Creo que ya me repuse de esa molestia, pero sigo pensando como antes: por un lado, que se trata simplemente de dos acepciones de una misma palabra y, por el otro, que ese respingo en contra es una conducta cercana al fanatismo, que no se gana nada con ella y que, al final, nadie se confunde entre las dos acepciones. Y la mejor señal es precisamente que los que se sienten afectados saltan solamente en los casos en que la acepción utilizada es la específica, nunca cuando se usa la general.

Esto nos lleva de una vez a la idea de que el contexto lo aclara todo, que es lo que pasa con cualquier palabra que tenga dos (y tres y cuatro y cinco) acepciones, porque incluso las que tienen una sola, en este contexto pueden significar una cosa y en otro, otra. Una vez asistí a una conferencia en la que Alexis Márquez Rodríguez ponía el ejemplo de la palabra operación, que para matemáticos, banqueros, militares, médicos y empresarios denota actividades tan claramente diferentes que no vale la pena mencionarlas. Nadie le dice a otro: Perdóname, pero una operación es lo que haces en el banco cuando depositas o retiras dinero, no puedes llamar operación a la raja que te hace el médico en la panza para sacarte un tumor.

¿Por qué se sentirá tanta gente en la necesidad de hacer con tanta prontitud la precisión de que todos somos americanos y no sólo los que nacen o viven en Estados Unidos? Yo creo que, aunque muchos no se den cuenta, esa necesidad es producto de una ideología. Unos pensarán en esta; otros, en aquella y los demás, en una tercera, pero piensen en la que piensen, acertarán.

Ahora mismo algunos están concluyendo que soy tan ingenuo que creo que llamarse a uno mismo con el nombre de todos no es una indebida práctica ideológica, una apropiación que lleva camino de dominación, una arrogancia injustificable. Claro que sí, lo es, pero aquí me interesa el punto de que eso también demuestra que las ideologías pueden cambiar la lengua. Para bien y para mal, a nuestro favor y en nuestra contra, pero la cambian. O sea, no me van a oír decir que como se trata de un asunto ideológico, entonces no es un asunto lingüístico. Es eso justamente lo que es: un asunto lingüístico. Lo que sí voy a decir (porque es lo que vine a decir) es que cuando uno conoce lo suficiente su propia lengua (o cualquiera que hable), pronto se da cuenta de que las palabras no se dicen nunca de forma aislada. Siempre vienen en oraciones que forman textos que llevan información que, idealmente, tendría que ser coherente consigo misma. Que a usted no le guste una palabra que encuentra en un texto no tiene que implicar forzosamente que es un error o que no significa lo que pretende el emisor del mensaje... o que no existe. Bien puede ser que a usted sencillamente no le gusta la palabra y nada más. Si el contexto apunta hacia cierta acepción y la podemos localizar, en general no debería haber objeción contra ella. Si veo en una revista una receta que dice, por ejemplo: Para lograr una torta bien amorosa, revuelva la masa con paleta de madera, no se me puede ocurrir que la harina siente mucho cariño por la mantequilla o que la masa se va a enamorar de la paleta. Tengo que buscar un significado que tenga algo que ver. En el diccionario está en la cuarta acepción.

La palabra estadounidense, aunque su existencia tenga sentido y parezca bien construida, me cae pesada, artificial, complicada. Pero no puedo y no quiero hacer nada contra ella: según sus documentos, es quien dice ser. En el caso de americano, el contexto nos indica, como en todos los demás casos, cuándo se refiere a los ciudadanos de toda América y cuándo se restringe a los de Estados Unidos.

Un día un estudiante dijo en mi clase, para apoyarme en este debate, que los americanos se llamaban así a sí mismos porque América era el único toponímico que había en el nombre de su país. Es verdad, sólo que, en rigor, ese país nació sin nombre. Y si quisiera dársele uno que tuviera alguna formalidad, tendría que ser América. Lo que fundaron los Padres Peregrinos fue 13 estados (¿eran estados con e mayúscula?) y como aun siendo independientes unos de otros, seguían siendo la misma gente, se apellidaron Unidos. Y como no los habían fundado en Europa sino en América, ¿cómo se iban a llamar si no era americanos?

Ni en 1607 ni en 1620 ni en 1776 pensaron en nombre. En los tiempos de Biden tampoco van a pensarlo. Y por eso, el resto de los americanos tenemos que prestarles el nombre que casi no usamos para nosotros (ya que nos ha gustado más separarnos que unirnos), aunque en realidad ese nombre también es suyo. La verdad es que los americanos somos muy americanos.


emalaver@gmail.com




Año VIII / N° CCCXXIX / 9 de noviembre del 2020



 



lunes, 2 de noviembre de 2020

Tú dices que sí, yo digo que no [CCCXXVIII]

Álvaro Durán Hedderich




Isabelle Hupert, la Madame Bovary de Claude Chabrol de 1991



Al principio, tuve la idea de ponerle otro título a este texto, pero sonaba muy rimbombante, como si fuese título de tesis de posgrado. Era algo como “La victimización del hombre infiel en algunas canciones del folklore venezolano”. Con ese fallido y larguísimo título tienen ahora un abreboca de lo que vamos a analizar a continuación; pero superficialmente, pues hay mucha tela que cortar y será en otra ocasión.

Las tres canciones que tomamos para una breve mirada sobre el tema de la victimización del hombre infiel son: “Tú dices que sí, yo digo que no” (joropo tuyero), de Mario Díaz; “Por culpa del celular”(joropo llanero), de Omar Labrador, y “Más cuñao no”(parranda aragüeña), de la agrupación Un Solo Pueblo.

Si comenzamos con los títulos de estos tres temas, vemos en el primero que hay una oposición entre un sí y un no. En el segundo título nos presentan de inmediato a un culpable, el celular. En el tercero, se nos dice que hay un rechazo o una negación a la condición de ser cuñado de alguien.

En la canción de Díaz podemos ver con curiosidad que se trata de toda una discusión. Díaz inicia reconociendo sus actos:  “Tú dices que no me quieres / porque soy un vagabundo / y porque voy por el mundo / enamorando mujeres”. Luego, el coro nos presenta la discusión: “Tú dices que sí, / yo digo que no / tú dices que sí, que este amor se terminó”. Sin embargo, Díaz no se rinde: “Sigo insistiendo en tu amor / y aunque me cueste la vida / mi fe no está perdida / mientras corrija mi error”. Hasta acá vemos la historia de un hombre arrepentido, pero se presenta la víctima en estas líneas: “No te alejes, vida mía, / no seas tan mala conmigo / … / te prometo reformar / la historia de nuestro amor / y brindarle más calor / a mis hijos y a mi hogar”. Ante tanto arrepentimiento, queda un acuerdo tácito entre el narrador y quienes escuchamos su historia: si no lo perdona, ella toma posición de villana.

Labrador, por su parte, nos señala al celular como el delator que causó su desgracia: “Por culpa del celular perdí el amor de María, / perdí todos los contactos con las amistades mías; / eso fue un día que yo fui para la panadería / se quedó el celular y mientras iba y venía, / llamó Rosa, llamó Carmen, llamó Josefa y Sofía / cuando regresé a la casa, taba la cuaima encendía”. Sin duda, el culpable en esta historia es el celular, que tuvo la mala intención de irle con el chisme a la esposa, aunque no se salió con la suya porque la mujer “agarró ese celular y le echó unas tres batidas / el bichito repicaba como si algo le dolía”, pero ella no se detuvo a pesar de que él le implorara “no lo mates que está vivo todavía”. De nuevo tenemos la imagen de una posible villana sin compasión.

Por último, pero no menos importante, encontramos la historia del hombre con orgullo a pesar de su error, al mismo protagonista de “Quien ha visto negro como yo”, pero en su secuela, cuando pide: “No me digas más cuñao / que tu hermana me dejó”, no sin antes menospreciar la importancia de sus actos al asegurar que “tan sólo fue una mentira lo que a mí me sucedió, / me mantuve convencido, arrogante y pretencioso / de que en este mundo sabroso no había un negro como yo”. La voz de Francisco Pacheco nos confiesa que “asando dos conejitas / una se volvió carbón”. Aunque reconoce su arrogancia, aparece su reclamo orgulloso y nos pide “para que no queden huellas de esta hermosa relación / no me digas más cuñao / que tu hermana me dejó”. Ese sutil reclamo en “tu hermana me dejó” nos expresa gramaticalmente que fue ella quien decidió cortar con la relación. Se logra un efecto parecido a las dos canciones anteriores, donde la mujer es un agente activo, causante del sufrimiento de ese hombre que, después de aceptar su infidelidad, se muestra como el afectado principal de la historia entre el dolor que ella le causa por no dejar impune sus daños.

Podríamos argumentar con estas breves muestras que ha habido un imaginario en el subconsciente popular que indica que en la mujer yace la responsabilidad del bienestar de una relación, incluso después de la infidelidad de su pareja. Esto está presente en un sinfín de canciones de diferentes géneros del mundo musical. Sin embargo, prefiero dejarlo a la interpretación y reflexión de cada lector.


alvdh27@gmail.com




Año VIII / N° CCCXXVIII / 2 de noviembre del 2020