lunes, 27 de enero de 2020

La ñapa de Isabel Allende [CCLXXXVIII]

Edgardo Malaver



Arepas venezolanas servidas
en una mesa inglesa (foto: Y. Díaz)


         Tanto ruido que hacen los venezolanos con las cosas que son únicamente venezolanas y resulta que, aunque esas cosas existen, apenas uno llega a Cúcuta, por ejemplo, descubre que no son tantas. Con las palabras, por lo menos, sucede así.
         Uno crece oyendo de los adultos que las arepas y la palabra arepa sólo existen porque antes existieron los venezolanos y sólo ellos, que las parieron, las conocen porque sólo dentro del impoluto territorio lingüístico de Venezuela se comen arepas y se usa esa palabra. Pero no es así. A uno lo convencen de que el adjetivo chévere tiene cédula de identidad venezolana y apenas pone el pie en España, sabe que no. A uno le parece lógico que la palabra ñapa sea venezolana, y un día de enero comienza a leer un libro de Isabel Allende y, ¡pun!, se da en la cara con el inesperado regalo.
         En el cuento “Dos palabras”, que viene en el libro Cuentos de Eva Luna (1989), la protagonista, Belisa Crepusculario, escribe cartas por encargo y sus palabras terminan siendo mágicas: enamoran, derrotan, ofenden, endulzan, resuelven problemas, deshacen hechizos, alcanzan justicia. Y regala una “palabra secreta”, de uso exclusivo del cliente, por cada cincuenta centavos que éste paga. Un día, un despiadado caudillo rural la contrata para que le escriba un discurso porque quiere ser candidato presidencial. Cuando el Coronel le pregunta cuánto le debe, ella le responde que un peso. “Además”, agrega, “tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas”. Yo estaba disfrutando la lectura, pero a partir de esta línea en la página 21, seguí leyendo por la sola ilusión de saber las dos palabras que le habían tocado a aquel hombre sin sensibilidad alguna.
         ¿Dónde aprendió Isabel Allende la palabra ñapa? ¿En la sala de su casa cuando era niña, en el mercado de adolescente o en Caracas cuando era periodista de El Nacional?
         Puede haber sido en cualquier lugar de América, en realidad. El diccionario dice que se usa en Argentina, Uruguay, Ecuador, Colombia, México, las Antillas y Venezuela. No menciona a Chile, pero el cuento tampoco. Y no hacía falta, porque Belisa procede de un pueblo lánguido del que huye para no morir de hambre, de modo que el personaje podía haber nacido en cualquier lugar de la América de habla española. Lo que sí importa es la palabra misma, su significado, que está extendido (y quien no lo conozca puede deducirlo de lo que dice Belisa), y su presencia en el habla cotidiana y en la literatura.
         También dice el diccionario que ñapa deriva de la palabra quechua yapa, que es, por cierto, como dicen en Perú. Me cuesta aceptarlo, algo dentro de mí se resiste, pero no tengo derecho a contradecir a quienes sí lo han investigado. y entonces encuentro en el Libro raro (1912) de Gonzalo Picón Febres una insinuación:

En Venezuela nadie entiende como ñapa sino lo que los pulperos y bodegoneros dan como gracia o propina a los sirvientes por las compras que les hacen. En Canarias, yapa es adehala, y le dicen también ñapa. Don Zorobabel Rodríguez y don Rufino José Cuervo suponen a yapa proveniente del quechua yapaña, que significa añadidura.

Aunque la Academia pareciera confiar en Rodríguez y Cuervo, no deja de latirme en el oído que también se usa en Canarias. Y yo siento en ñapa un lejano sabor africano. ¿Los canarios aprendieron esa palabra aquí entre los incas, o la trajeron de Tenerife?
         La ñapa que le tocó al Coronel de Isabel Allende lo desorientó tanto, que sus hombres lo creyeron víctima de un embrujo. Viendo que ya no era el mismo que antes, su edecán le pide que le diga las palabras que lo atormentaban, “a ver si perdían su poder”. Y él le contesta: “No te las diré, son sólo mías”.
         Uno puede creer, como el personaje de Isabel Allende, que las palabras son sólo de uno. Y sí lo son, pero también son de los demás, que, por esa razón, porque usan las mismas palabras, son los mismos que nosotros.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXXXVIII / 27 de enero del 2020



Otros artículos de Edgardo Malaver:



lunes, 13 de enero de 2020

Un Bello colombiano (II) [CCLXXXVII]

Edgardo Malaver


 
Platón reunido con sus discípulos en la academia
(mosaico del siglo I)


[He aquí el segundo capítulo, para celebrar el Día del Maestro]
         ¡Los adversarios políticos! En la serie, de joven no tanto, pero de adulto, durante la guerra, en los debates parlamentarios, en las proclamas, Bolívar termina convenciendo a muchos que se le oponen por la fuerza de sus palabras, tanto como por la autoridad que detenta pero que, a fin de cuentas, está fundada en palabras. ¿Y quién ha desplegado mayor habilidad epistolar para reunir a su favor las circunstancias y los pareceres? El mérito de este triunfo, o de este método para llegar a él, es de Bello. También de Rodríguez.
         ¡Y las mujeres! La destreza de Bolívar con las mujeres no puede ser únicamente producto de su inspiración, de su belleza física, ¡de su dinero! Las cosas que parece que les decía tienen que haber sido fruto de sus lecturas literarias, de la reflexión sobre la naturaleza humana y, otra vez, sobre la fuerza de las palabras para mover las emociones a favor o en contra de una u otra razón. ¿Y quién inició a Bolívar en tales lecturas, en tales reflexiones, en tales prácticas? No puede haber sido Bello el único, pero sí tiene que haber sido el más poeta de sus maestros.
         Ustedes recuerdan, ¿verdad?, lo que hizo Albert Camus al oír la noticia de que se le había concedido el Premio Nóbel de Literatura en 1957. Le escribió una carta a su maestro de literatura de la escuela primaria y le atribuye a él todo lo que ha conseguido en ese camino iniciado con él. Bolívar le escribió esa carta a Rodríguez, pero sin duda también Bello la merecía. En la serie, Rodríguez vuelve a encontrar a Bolívar en París y ya no parece corregirlo ni darle más consejos. Bello, al contrario, nunca vuelve a verlo después de 1810, y no se despidieron en santa paz, porque Bello no aprobaba el proceder sinuoso de su pupilo. Sólo cuando este entra en cintura deja de ser un señorito malcriado y se convierte en un estadista, cosa que también era Bello.
         En el fondo de todo esto, entonces, está Bello. Y está Simón Rodríguez, y está el marqués de Ustáriz y el marqués del Toro, está incluso el tirano Bonaparte, pero Bello está en el origen, los demás vinieron después.
         El aniversario de Bello —y ahora el Día del Maestro— es importante por la misión de los maestros en el presente. ¿Es misión de un maestro enseñar a leer y a sumar a un niño? ¿Tiene un maestro que ocuparse de enseñar las capitales de los países y los números en inglés? Sí, pero ¿no es eso demasiado simple para un personaje tan importante en la formación de un niño? La misión tiene que ser superior a eso. Si no me propongo moldear un Simón Bolívar de cada niño, soy un triste maestro. [No vayan a creer los postmodernos sabelotodos que estoy diciendo que hay que educar líderes, porque no se trata y no se ha tratado nunca de eso... como no se trata tampoco del acento que le ponen a un personaje real en una película de época.]
         La polis ideal de Platón debía ser gobernada por “hombres de oro”, los espíritus más luminosos de la ciudad, pero la educación —la paideia, para decirlo con la palabra más precisa— tenía que velar por el crecimiento honroso de estos individuos, porque aun siendo de oro el espíritu puede desviarse en ausencia de educación. Y los efectos de la paideia sobre cada individuo incrementa exponencialmente los efectos sobre la sociedad. Con esa visión parece haber edificado Bello el monumento de su obra.
         Al final, ni la guerra, que es el hábitat de Bolívar, ni la universidad, que es el de Bello, pueden hacerse sin palabras y sin conocimientos. Al final, hayan sido de donde hayan sido nuestros maestros, hayan hablado con el acento que hayan hablado, lo que nos quedan son sus ideas, sus metáforas, sus palabras. Al final, es eso lo que podemos recuperar de su paso por la historia, que es nuestra propia historia: palabras, pero no son sólo palabras, porque ellas han tenido vida, y la vida está por encima de los hechos y de la historia.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXXXVII / 13 de enero del 2020




Otros artículos de Edgardo Malaver:


lunes, 6 de enero de 2020

Ni tres ni reyes ni magos [CCLXXXVI]

Ariadna Voulgaris


Según san Agustín, para seguirle el ritmo a la estrella de Belén
los Reyes Magos necesitaban dromedarios



         Envalentonada por los comentarios de mis amigos de Venezuela sobre mi artículo acerca de la Navidad (más de la mitad firmados por mi amiga Alejandra), me voy a atrever a escribir ahora sobre la Epifanía, es decir, la llegada de los magos de Oriente. Aquí entre nos, había querido hacerlo desde que el director publicó “El primero que cayó por inocente” (Ritos LXXXVIII) hace poquitico más de cuatro años, pero él se refería al muérgano del rey Herodes, que es el malo de esta película, y yo quiero hablar de los buenos muchachos que llamamos Reyes Magos. Y ese es mi punto: que no eran magos, mucho menos reyes y ni siquiera deben haber sido tres.
         Esta vez le toca al compañero san Mateo echarnos el cuento. Así como, por causa de una sola palabra de san Lucas, durante la historia se ha entendido que la Santísima Virgen dio a luz a la intemperie, en el caso de los Reyes Magos siempre se ha concebido que son tres debido a que ese fue el número de regalos que le trajeron al “rey de los judíos”, cuya estrella “habían visto” (Mateo 2, 2). Pero no hay evidencia ninguna en el evangelio de que fueran tres, siete ni doce, quién sabe si eran cuarenta. Solo podemos estar ciertos, por el plural magos, de que eran más de uno.
         Tampoco dice en ninguna parte que sean reyes. Según el historiador italiano Franco Cardini, el primero que llamó reyes a estos personajes fue Tertuliano (155-220 después de Cristo) al descubrir un pasaje en los Salmos en que David afirmaba que el Mesías, de niño, sería visitado por soberanos gentiles. Y fue nada menos que san Agustín de Hipona (354-430 después de Cristo) quien calculó que para llegar de Oriente a Belén en el tiempo que debe haber estado aquella estrella guía en el firmamento, tenían que haber viajado en dromedarios africanos, más que en camellos, que son más lentos.
         Lo que sí dice san Mateo es que eran magos. Sin embargo, no se puede interpretar esta palabra hoy de la misma manera que se entendía en el siglo I. El número tres y la noción de rey no han cambiado gran cosa en este suspiro de ángel que ha transcurrido desde que nació Jesús, pero no es lo mismo con la palabra mago. En aquel tiempo, un mago era una suerte de científico que estudiaba los astros y la matemática de la historia. Bastante imprecisa que era aquella “ciencia”, que ya se llamaba astrología, pero era lo más avanzado que existía. Aquellos “astrólogos” tenían la disciplina de un científico profesional (razón por la cual eran capaces de predecir acontecimientos, no por ser adivinos ni charlatanes) y bien lejos que estaban de parecer siquiera autores de horóscopos semanales, prestidigitadores que sacan palomas blancas de sombreros negros o personajes misteriosos que desaparecen edificios detrás de grandes cortinas de seda. Ni siquiera eran lo que en la Edad Media perseguía la Inquisición por tener relaciones (incluso sexuales) con el demonio. Ni el doctor Bombay, el amigo de Samantha Stevens, que tenía el poder de aparecer y desaparecer en el tiempo y el espacio, calificaría como mago si lo paráramos al lado de Melchor, Gaspar y Baltazar.
         Como consecuente, a pesar de lo muy poco que sabemos de los Reyes Magos, son unos personajes imprescindibles en el cristianismo. Representan al mundo pagano que viene a honrar a Cristo, a la ciencia que saluda a su hermana la fe, a la historia que se reinicia ese día: son el pasado, el presente y el futuro e incluso se les representa como uno anciano, uno joven y uno de mediana edad. Y son las razas de la tierra (se pinta a uno europeo, uno africano y uno asiático) que se juntan alrededor de un niño venido del cielo. Eso, primero eso, es lo importante... cultural, religiosa e históricamente.

ariadnavoulgaris@gmail.com



Año VII / N° CCLXXXVI / 6 de enero del 2020




Otros artículos de Ariadna Voulgaris: