lunes, 31 de diciembre de 2018

¿Qué te pasa, viejo año, qué te pasa? [CCXLI]

Ariadna Voulgaris




“¡Madre, cómo son ácidas las uvas de la ausencia!”.
Andrés Eloy Blanco en 1913




         Dentro de unas horas se acaba el año 2018. Algunos vamos a poner música navideña en esas últimas horas del año. Los venezolanos, sobre todo los que vivimos fuera de Venezuela, vamos a recurrir sin duda a la gaita, esa deliciosa música que nos ha regalado la tradición alegre y bullera de los zulianos. Gracias. Con el corazón les doy las gracias. Nadie podrá evitar (ni queriendo) que en algún momento comience a sonar una pieza de Maracaibo 15 que nos arropa siempre y, a pesar de la fiesta, nos hace llorar como si le habláramos a un amigo muy querido que no volveremos a ver. En ese momento sonará: “¿Qué te pasa, viejo año, qué te pasa, / que ya tienes las maletas preparadas? / Dime si es que te han botado de la casa / porque estás viejo, porque no sirves pa nada”.
         La cercanía de la Nochevieja con la Nochebuena hace que todo el que escribe canciones sobre la una escriba también sobre la otra. Primera instancia en que se nos levantan las antenas. Nochebuena, la noche del 24; Nochevieja, la del 31. Ahí está otra. Uno puede decir “24 y 31” el 14 de mayo, el 27 agosto, el 3 de febrero, y todo el mundo va a pensar en diciembre. Pero digo que el tsunami que crea la gaita en Venezuela no se ha calmado aún cuando llega el 31 de diciembre. No ha pasado ni una semana. Los gaiteros no pueden “pelá ese boche”. Además, las emociones (y el cursilismo, pues, sí, está bien, también el cursilismo) están aún palpitantes en los que corren el 24 para llegar a ver a su mamá antes de la medianoche. ¿Cómo no va a ser lo mismo el 31 cuando faltan cinco pa las 12? Conclusión: no será Navidad ya, pero seguimos en la sintonía sentimental y seguimos parrandeando.
         A mí me gusta esa gaita porque desde el principio el autor se dirige al “viejo año” y le habla como si fuera un ser humano que de verdad verdad se va de la casa. Hasta parece sorprenderse: “Dime si es que te han botado de la casa”. Poco le falta para preguntarle: “¿Te hicieron algo?”. Pero no, él, el bardo gaitero, sabe que no es azar, que es inevitable el final, la despedida y la partida: “Ya falta poco para que te vayas, porque ya va a sonar el cañonazo”. Lo que no llegará es el olvido: “Pero no llores, échate un trago, / que yo te recordaré”. Y en la misma estrofa, lo más bello que le pueden decir a uno cuando se va, y si es con un hipérbaton tipo Quevedo, mejor: “por los ratos que de felicidad en tus días yo pasé”.
         Más tarde, como cualquier maracucho que está tomando y gaiteando el 31, emocionado, el parrandero brinda docenas de veces por el año que se va. Y entra en escena la tristeza que se ha estado reservando para los instantes finales de la canción: la sensación de que ambos están en la misma situación: “Pero yo estoy tan triste como tú, / porque no tengo quien me dé un abrazo”. Aquí quería llegar el cantor, no hay duda. Todo lo que ha dicho del año viejo, lo quiere decir de sí mismo. Quien se siente abandonado, quien ya ha hecho sus maletas, quien se está despidiendo es él mismo. Porque, como el año, cada año, todos los años, ya “está viejo”, “no sirve pa nada”. Así se siente mientras consume sus uvas del tiempo.
         Por esa buena razón, como si fuera un trago fondo blanco, finiquita su canción mientras para los demás “todo se convierte en alegría” manifestándole al casi extinto amigo un deseo imposible de realizar nunca jamás: “Levantaré mi copa a tu salud, deseando que regreses algún día”.
         Sí, imposible será que alguna vez regrese este triste año que termina hoy, pero cada Nochevieja es una oportunidad de volver a ver en la memoria imágenes de lo bello que nos sucedió en ese año. A menos que uno prefiera concentrarse en las pesadillas. En mi caso, los lectores de Ritos estaréis esta noche en mi brindis, deseando que, sobre la misma tierra, vuelvan los ratos que de felicidad algún día yo pasé.

ariadnavoulgaris@gmail.com



Año VI / N° CCXLI / 31 de diciembre del 2018




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lunes, 24 de diciembre de 2018

¿Cuándo no es Pascua en diciembre? [CCXL]

Edgardo Malaver



Olivia Hussey en el papel de la Virgen María
en
Jesús de Nazaret (1977)



         Razón tenía Rainer María Rilke cuando escribió que en la infancia está todo, todo lo valioso que uno tiene. Cuando yo era niño, con frecuencia oía a mi abuela decir, como para reprocharle a alguien que estuviera haciendo lo mismo de siempre, sobre todo si era una mala conducta, “¿Cuándo no es Pascua en diciembre y San Juan el 24?”. Al mismo tiempo, en Semana Santa se hablaba de “la Pascua del Señor”, y en Navidad se nos deseaban “felices Pascuas”, y así, de una temporada a otra, quedábamos todos “contentos como unas pascuas”. ¿Qué tenía esta palabra que parecía adaptarse con tanta facilidad a diferentes situaciones?
         Es tan adaptable, que en Semana Santa es singular y en Navidad es plural. En una va a aparejada con la resurrección de Jesucristo y en la otra, con la “prosperidad” que esperamos para el año siguiente. También parece ser propia para fechas felices, como las del nacimiento de Jesús, y para las tristes, como las de su pasión y muerte. Su presencia entre nosotros también es señal de su versatilidad, pues de la cultura hebrea emigró a la griega y a la latina y a partir del latín se vertió en el español.
         La palabra pascua quiere decir ‘paso’, ‘pasaje’; hay que tener presente que proviene de la palabra hebrea pesaj, que equivale a ‘pasar por alto’, en el sentido de conservar, de no desechar alguna parte de un todo cuando se está renovando algo. El pueblo judío comenzó a celebrar la Pascua después que Moisés lo guio para escapar de la esclavitud en Egipto. Dios le dio a Moisés instrucciones precisas para que cada familia matara un cordero y marcara con la sangre la puerta de su casa la noche en que iban a huir. El espíritu de Dios pasaría esa noche por todo Egipto para exterminar a los primogénitos de cada familia; pero pasaría por alto las casas que tuvieran la marca de la sangre. Naturalmente, las familias egipcias, incluyendo la del faraón, perdieron a todos los varones mayores, contexto que aprovecharon los judíos para huir. Al llegar a la orilla del mar, perseguidos por los ejércitos egipcios, Moisés dividió las aguas y el pueblo logró pasar “sobre suelo seco” hacia la libertad.
         En el Nuevo Testamento, Jesús hace coincidir la Pascua judía con lo que luego, en la cultura occidental, se llamaría Semana Santa. En esa primera Pascua cristiana, se pasa de la antigua alianza de Dios con su pueblo a la nueva alianza en la que el propio Jesús es el nuevo cordero que se sacrifica por el pueblo, que ya no es únicamente el hebreo. En Navidad, como es fácil suponer, el paso es de la era de la oscuridad a la de la salvación. La larguísima espera por el Mesías ha concluido y el Verbo se ha hecho carne. El hombre deja de ser criatura de Dios y pasa a ser su hijo.
         ¿Cómo llega toda esta historia a la lengua? No se sabe en qué fecha nació Jesús, pero fue la celebración romana de un dios que vence cada día sobre la luz y la oscuridad, la fiesta del Sol Invictus, la que le puso fecha a la Navidad, la fiesta del nacimiento de un hombre que habría de dominar sobre la vida y la muerte. Tal como se suceden el sol y la noche, como se alternan la luz del nacimiento y la sombra del sepulcro, llega también la Pascua una vez y otra vez y otra vez. Y así, la música, la mesa, la atmósfera, hasta las emociones, nos insinúan que ha llegado diciembre... ¿y cuándo no es Pascua en diciembre?

¡Para todos... feliz Navidad!

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXL / 24 de diciembre del 2018




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lunes, 17 de diciembre de 2018

Los Reyes Magos: un cuento de Navidad [CCXXXIX]

Luis Roberts


Cualquiera que pueda vincular la destrucción de Troya
con la fundación de Roma tiene que ser... Eneas



         Llevo tiempo informándome del curioso, y a veces hasta divertido, origen de dichos, frases, del idiolecto venezolano, culturemas hoy ya incorporados al habla olvidando su origen, tales como dar la cola, bajarse de la mula, etc., y palabras resultantes de la deformación fonética de otros idiomas, principalmente del inglés, como echarle pichón, cachifa, cotufa, seibó, macundales, corotos, echarse un camarón, musiú, etc. Sin embargo, me ha sido prácticamente imposible averiguar de dónde viene la expresión lo que viene es eneas, más allá de la lacónica explicación encontrada en Internet de que es equivalente a ‘lo que viene es serio’, con esa nefasta identificación, que debemos a la jerga médica, de lo serio con lo grave.
         Evidentemente no tiene nada que ver con Eneas, el mítico héroe troyano, protagonista de la Eneida, por lo que sólo nos queda la posibilidad de que su origen sea la palabra enea o espadaña, la única existente en el DRAE, que es una planta acuática, también llamada tifa y que crece en los humedales. Una vez más, voy a lanzar mi imaginación a volar, no sin antes pedir a quien esté más y mejor informado que yo al respecto, que me haga aterrizar. La enea es una planta colonizadora que en condiciones favorables puede ser muy invasora, acabando con la pesca e incluso con la salubridad del agua; eso explicaría su uso, el de la expresión, en algunas zonas cuya alimentación dependa de la pesca, y cuya proliferación puede ser catastrófica, y, al parecer, donde más se usa es en el oriente venezolano en zonas de parecidas características. Las hojas de la enea son utilizadas en ciertos lugares como mechas para las lámparas de aceite, por lo que la frase en cuestión entraría de lleno en el mismo campo semántico de lo que viene es candela, equivalente y, al parecer más usada y conocida, al menos por mis jóvenes alumnos.
         Esto viene a cuento, del cuento de Navidad (redundancia voluntaria) que me han contado. A pesar de la absoluta preponderancia de San Nicolás, Santa Klaus, Santa o Papá Noel, que a los efectos es el mismo personaje escandinavo, la católica Venezuela sigue celebrando el 6 de enero la festividad de los Reyes Magos, claro que más con ocio que con regalos. Parece que este año, dadas las circunstancias, han renunciado a venir en sus camellos, no vaya a ser que se los coman como hicieron con las fieras del safari de Valencia, o con el caballo de la Escuela de Veterinaria de la UCV de Maracay, por lo que vendrán en una perrera, así que se calcula que llegarán con algún retraso, concretamente el 10 o el 11 de enero. No traerán comida, algo que los niños, aquí y ahora, desean más que los juguetes, pues no pasaría de la primera alcabala; ni hablar del oro, incienso y mirra, que no sólo sería incautado sino que podría dar con sus mágicos huesos en la cárcel, así que lo que traerán es sencillamente eneas. Lo que viene, pues, es eneas.

luisroberts@gmail.com



Año VI / N° CCXXXIX / 17 de diciembre del 2018




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lunes, 10 de diciembre de 2018

Las vocales y sus colores [CCXXXVIII]

Edgardo Malaver


 
¿Para ti de qué color son las vocales?


         No supe nunca cómo llegué a juntar las unas con los otros, pero, de pequeño, en la imaginación, yo les asignaba colores a las vocales. Llegué incluso a usar mis lápices de colores para dibujarlas, distribuidas, en apariencia caprichosa y aleatoriamente, entre las monótonas consonantes, a veces más cerca, a veces a dos, tres, cuatro espacios de la siguiente, todo por el puro placer de poner la hoja a cierta distancia y disfrutar del colorido irregularmente ordenado. Imaginar que hacer las letras más grandes, sustituir alguna breve palabra, agregar un prefijo, las cambiaría de lugar y les mudaría el aspecto, me insinuaba que el mismo texto podía lucir de diferentes formas y que, aun con los mismos colores, tendría infinitas posibilidades de combinación; todo esto me llenaba de fascinación. Si no fuera por la lectura, por los libros, por las historias, este sería el recuerdo más caro de mi escuela primaria.
         Haciendo estos juegos de letras y colores, de sonidos que eran imágenes, llegué a bachillerato; y recordándolos, llegué a la universidad, pero no los abandoné nunca. Mentalmente, he jugado miles de veces con las vocales y sus colores. Sin embargo, había aprendido a jugar solo, porque las muecas que he visto las tres o cuatro veces que lo he mencionado a algunos amigos me disuaden compartir mi juguete con otros niños. Así que no me esperaba llegar a tener un alma gemela que me disparara las palpitaciones al preguntarme, no bien ha aprendido siquiera el orden de las letras en el alfabeto: “Papi, ¿para ti de qué colores son las vocales?”.
         Para ella, la a es roja, la e es azul y la i es amarilla, exactamente como lo son para mí; en su imaginación, la o es verde y en la mía es marrón (“Podemos dibujar un árbol”, me dice); ella ve la u marrón, yo la veo morada. Resulta que su mamá, a quien nunca me había pasado por la cabeza comentarle esta “manía” mía, también ve la a roja, pero ve la e verde; ve la i igualmente amarilla, pero para ella la o es azul y la u, anaranjada. Mendel seguramente nos daría una explicación plausible de cómo estos caracteres dominantes de la a y de la i darán siempre rojo y amarillo, respectivamente, para la descendientes de individuos que ven de esos colores esas vocales. Las disparidades han de ser fruto de los caracteres recesivos.
         Las vocales, que, en su condición de minoría fonética, lucen más bien débiles y desprotegidas, han conquistado lugares honrosos en las lenguas, por lo menos en la española. En primer lugar, no es posible en español crear una sílaba sin una vocal, por lo menos. Todas las vocales, además, pueden funcionar como sílabas, e incluso como palabras individuales, sin la asistencia de ninguna consonante. Está entre ellas el sonido más “puro” que puede pronunciarse en la lengua, el de la a, es decir, el que experimenta la menor intrusión de los órganos de fonación. Son un grupo pequeño, pero son imprescindibles.
         En cierta forma, equivalen en la lengua a los colores primarios, que existen como personalidades originales, pero de ellos, de su combinación endogámica, aparecen los colores secundarios. Al revés, no es posible. No es extraño, entonces, que las vocales tengan en la mente de algunas personas sus propios colores. O que los colores, para decirlo de manera más bien poética, se sientan atraídos por las vocales, que parecen hacer sido las primeras en aparecer entre los sonidos.
         Mi niña, como está una generación más adelante que yo, tiene también colores para algunas consonantes, pero quizá espere hasta que aprenda a leer para contarles sobre esa otra bendición de la vida... y de la lengua.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXXXVIII / 10 de diciembre del 2018


lunes, 3 de diciembre de 2018

Más palabras: a vueltas con la carne [CCXXXVII]

Luis Roberts


 
Mucho pan y mucho circo para el pueblo. Carne, jamás


         Los vericuetos que usa el pueblo para construir y actualizar el idioma son numerosos y de toda índole. El otro día intenté convencer a Caro de que ese acortamiento o apócope de su nombre, Carolina, no significaba solamente “costoso”, sino también “carne”. Et verbum caro factum est: “Y el verbo se hizo carne”. Caro autem infirma: “La carne es débil”.
         Según la RAE, la palabra “caro” viene del latín carus y significa tanto querido y amado, como de precio elevado. El italiano, tan cerca del latín, deja el caro para el “querido” y usa el costoso, para nuestro “caro”; y la “carne” es carne, como en varios casos de la declinación latina. Me estoy metiendo en un jardín que no es el mío, pero una vez que salté la verja hay que seguir. En latín, caro- caris, de la tercera declinación y con el nominativo plural carnes, significa genéricamente eso, “carne”, aunque también había la pulpa, la porcina, la agnina, la vitulina. Cuando se inicia el proceso del parto de las lenguas romances, y hasta muchos siglos después, incluso hoy en día en muchos países, la carne era un alimento propio de la realeza y la aristocracia, que les daba fuerza y a menudo la enfermedad de la gota, un alimento caro, inalcanzable para los bolsillos del pueblo, incluso la caza les estaba vedada. ¿Y si el pueblo cuando empieza a alumbrar la lengua romance identifica la caro, la “carne”, con lo inalcanzable, lo costoso, lo caro? En ese caso, nuestro “caro”, no vendría del carus, el “querido” o “escaso” latino, sino del caro, la carne, directamente. En francés recordemos que cher es “caro” y “querido”, pero la chaire, es la carne. El sonido es casi el mismo, varía la grafía, pero todos sabemos que los franceses modificaban la ortografía para que los alumnos de francés de todas las épocas no aprueben la materia.
         En España hay dos iconos gastronómicos: el vino y el jamón serrano. Tanto en uno como en otro hay infinidad de variedades, calidades y precios, pero en el jamón serrano hay una variedad que significa la máxima calidad, la correspondiente a la raza de cerdo ibérico, alimentado con bellota, naturalmente. El cerdo ibérico se distingue porque tiene la pezuña negra, por eso a ese jamón se le llama “de pata negra”. Desde hace ya unos años se oye con frecuencia en España esta expresión como sinónimo de máxima calidad, de lo mejor, de lo excelente: “mi chica es pata negra”, “ese libro es pata negra”, “ese es un hotel pata negra”, etc. No sería de extrañar que pronto la RAE incluyese esta acepción en la entrada “pata”, pero mientras tanto imagínense lo divertido de traducir esta expresión, este culturema, literalmente a cualquier idioma.
         En Venezuela, el fallecido presidente Chávez calificaba a la oposición a su régimen de “escuálida”, que significa raquítico, flaco, delgado, y por un proceso de metonimia a todo opositor se le llamaba “escuálido”, aunque tuviera sobrepeso. Hoy este calificativo, usado como insulto, es una ironía llamada a desaparecer. Últimamente he oído usar la palabra “madurez”, no en el sentido de “llegar a su sazón”, “a su máximo desarrollo”, “a su mejor momento”, sino por el contrario como la causa de encontrarse en un estado de delgadez, de escualidez, de inanición, debido a la desnutrición: “No estoy tan flaco por enfermedad, sino por madurez”. La palabra, en esta acepción, se oye aún poco, aunque los motivos para usarla son cada día más tremendos, por eso mismo es deseable que su uso no se arraigue, por desaparición de los motivos.

luisroberts@gmail.com



Año VI / N° CCXXXVII / 3 de diciembre del 2018




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martes, 27 de noviembre de 2018

Contra el mismismo [CCXXXVI]

Edgardo Malaver



Mafalda lo ha dicho todo


         Como todo lo que se podía decir del mismismo ya se ha dicho, e incluso se ha dicho más, no tengo la ilusión de aclararle nada a nadie. Además, observo que todo el que se decide a escribir sobre este fenómeno siente la necesidad, y sucumbe ante ella, de comenzar o justificándose —disculpándose, en realidad, como quien no ha tenido otro remedio— por actuar como inquisidor de la lengua o declarándose aguerridamente mismismista —porque eso terminan siendo cuando adoptan el mismismo para ridiculizarlo—. No es lo que pretendo yo, ni una ni otra. Eso parece una pelea, y lo que yo tengo con la lengua es un romance, no una pelea.
         Ya se ha dicho: es un fenómeno —así dice un científico: un fenómeno, no un vicio, no una desviación, no una falta— en que se recurre muy frecuentemente al uso de la palabra mismo (y sus variantes de género y número) para referirse a algo que acaba de ser nombrado (sobre todo sustantivos y adjetivos, parece). Se dice, por ejemplo, “El gobierno ha cerrado algunas emisoras de radio debido a que... —y aquí siente que sería pecaminoso y abominable volver a decir emisoras de radio, pero se da cuenta de que afortunadamente aún tiene tiempo de cambiar a...— las mismas han cometido numerosos delitos contra la estabilidad de la patria”. ¿Le suena?
         Existe —no sabemos por qué, pero no nos preguntamos, mucho menos investigamos si tendrá sentido—, una especie de prohibición de utilizar dos veces una misma palabra en un párrafo. Y es mucho peor —es decir, condenable— si aparece tres, cuatro veces, y digno de castigo cuando es en la misma oración. No sabemos por qué está como prohibido, por qué está mal, por qué nos lo reprochan, pero urge evitarlo. Bueno, sí lo sabemos: la escuela y su empeño en deseducarnos nos repiten desde que aprendemos a escribir la a que hay que preferir la muerte antes que incurrir en esa repetición. (Eso hace la escuela, pero lo hace sobre todo el empeño en deseducarnos, uno lo comprende más tarde.) Ante semejante alternativa, alguna estrategia hay que procurarse para eludir la horca, ¿no?
         El problema, ergo, no es propiamente el mismismo, que alguna vez debe ser útil para algo. El problema es el deseo incomprensible de aparentar que hablo bien, bonito, educado, cuando ni yo mismo logro ver con claridad lo que intento decir. Si en ese intento, no hago más que ponerme obstáculos a mí mismo, si en lugar de simplificar, produzco oraciones más complejas, invento atajos y desvíos para llegar a home sin pasar por tercera, lo más probable es que nadie me entienda, que es la principal razón por la que uno habla. Y eso no es hablar bien. Además, ese “hablar bien”... ¿qué es? ¿Qué hace falta para hablar bien? ¿Ser Andrés Bello?
         En contra de lo que piensa mi hermana menor, lo que deseo no es corregir a nadie, lo que deseo no es que la gente hable como yo. Uno no tiene derecho a desear eso. Que cada quien hable como se lo dicte y se lo permita su personalidad, su visión del mundo, la cultura en que vive. Diría Joan Manuel Serrat: “que se haga lo que está mandao y que no mande nadie”. Sería fantástico.
         En realidad no estoy en contra del mismismo, estoy en contra de la ultracorrección, del parecer lo que no se es, del deseo de sonar mejor de lo que se suena por dentro, porque nos parece que está mal sonar como sonamos. Si usted quiere sonar como si hubiera estudiado mucho, estudie mucho. Cambiar una palabra por otra no le va a funcionar, no va a sonar bien. Si nos limitamos a eso, terminaremos diciendo como Mafalda: “¡Sonamos!”.

emalaver@gmail.com




Año VI / N° CCXXXVI / 27 de noviembre del 2018



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Ilación

Perú (III)

Perú (II)
We will come back

Hayaca

 


lunes, 19 de noviembre de 2018

Mentiras de piernas cortas, mentiras de nariz larga [CCXXXV]

Edgardo Malaver



Según Del Re, Pinocho “se  ha tragado” a su autor.
Collodi visto por Angelo Tricca, 1875



         En su reciente cumpleaños, mi hija menor, que aún no sabe leer, ha recibido como regalo la bella traducción de la poeta venezolana Ana María Del Re de Le avventure di Pinocchio al español, editada el año pasado por Fundavag. Como ya casi se sabe de memoria las otras dos ediciones que tiene —una de las cuales, la de Disney, tengo también que traducirle a vista cada vez que se decide por ella—, está enamorada de esta nueva edición del cuento, que, para sorpresa de mi enorme ignorancia, en realidad es una novela.
         Otra hermosa sorpresa que he recibido es cuánto se ríe mi niña cada cierto número de párrafos. Por ejemplo, en el capítulo XVI, en que la Niña de Cabellos Azul Turquí convoca a los médicos para que le digan si Pinocho está vivo o muerto, el primero de ellos que lo examina, el Cuervo, llega a este diagnóstico: “A mi parecer, el muñeco está bien muerto, pero si por desgracia no estuviera muerto, entonces sería indicio seguro de que todavía está vivo”. Iba a interrumpir la lectura para ver el rostro de mi hija, pero ella me interrumpe a mí con sus carcajadas. Después le toca a la Lechuza examinar a Pinocho y concluye: “Lamento mucho tener que contradecir al Cuervo, mi ilustre amigo y colega: para mí, por el contrario, el muñeco todavía está vivo; pero si por desgracia no estuviera vivo, entonces sería señal de que está completamente muerto”. Risas y más risas. Mías y suyas. “¡¿Qué clase de médicos son esos?!”, exclama.
         Además del humor, que sería suficiente para salvar este libro de la hoguera del maese Nicolás, contiene una alta medida de metáforas de casi cualquier situación en que es posible encontrarse en el camino de la personalidad infantil hacia la adultez. Uno de esos episodios ocurre en el capítulo XVII, cuando el Hada intenta que Pinocho beba la medicina contra una fiebre que podría matarlo en pocas horas. Él le miente al decir que ha perdido las monedas de oro que le había regalado el titiritero Comefuego y, naturalmente, comienza a crecerle la nariz. Le crece tanto, que no puede moverse dentro de la habitación. Confundido por esto y porque el Hada se ríe de su mentira, le pregunta cómo sabe que le está mintiendo y ella le responde: “Las mentiras, hijo mío, se reconocen enseguida, porque las hay de dos clases: hay mentiras que tienen piernas cortas y mentiras que tienen la nariz larga. La tuya, precisamente, es de las que tienen la nariz larga”.
         La imagen de la mentira de piernas cortas es bastante frecuente. La de la nariz larga, que me encuentro por primera vez en Pinocho, es, por tanto, bien original. No sólo no puede llegarse muy lejos a fuerza de mentiras, resulta que también se nos nota en el rostro. Resulta que ni siquiera somos capaces de movernos en el lugar en que estamos: la mentira nos limita, nos hace tropezar con todo lo que está alrededor. La mentira nos mantiene encerrados y se siente mejor ella misma estando encerrada, porque una vez que sale a la luz, se queda desnuda. Ah, otra metáfora, al emperador aquel también le pasó eso.
         Es, cuando menos, atractivo que la “moraleja” principal de una obra tan popular se construya sobre un acto lingüístico. La innegable importancia de la palabra en la vida del hombre, en el desarrollo de su personalidad y de su identidad, de su reputación y de los resultados que obtiene de sus actos, haya estado o no en el proyecto literario de Carlo Collodi, figura en primerísima posición en esta obra. Desde su particular génesis, Pinocho usa la lengua para hacer todo lo que hace. Y cuando no es prudente...
         Una obra que tiene reputación de moralizadora —y sólo ahora descubro que jocosamente moralizadora, al contrario de la de los Grimm, por ejemplo— nos da un sutil pero contundente argumento para controlar mejor nuestra lengua y sintonizarla con lo real. Toda la literatura de todas las culturas, ha quedado claro, toca esa tecla en algún momento. Como diría la Lechuza unas páginas antes, es prudente, cuando uno no sabe lo que va a decir, quedarse callado.

emalaver@gmail.com




Año VI / N° CCXXXV / 19 de noviembre del 2018



lunes, 12 de noviembre de 2018

La vida secreta de las palabras [CCXXXIV]

Luis Roberts 


Al final de la película, de 1964, Strangelove lo revela todo:
“Mein Fuhrer, I can walk!”


         La vida secreta de las palabras, además de ser una espléndida película de Isabel Coixet, es un secreto, el de que las palabras tienen vida, compartido por todos aquellos que manipulamos, jugueteamos, trabajamos, mordisqueamos y amamos las palabras. No hay palabras neutras, todas tienen una intención, una dirección, son como un dardo, como el Dardo en la palabra del académico Lázaro Carreter. Desde que gracias a la palabra nace la idea, esta le devuelve el favor a aquella, a veces flaco favor, usando la palabra como un pelele en manos de las caprichosas veleidades de las cambiantes ideas.
         Por un lado, surge lo que ahora algunos llaman “el perímetro” de la palabra, su límite semántico, el concept creep, o deslizamiento del concepto, de la acepción. ¿Qué significan hoy palabras como violencia, feminismo, machismo, libertad, democracia, dictadura? Bueno, depende. ¿Depende de qué? De las circunstancias. ¿De qué circunstancias? De quién las diga, en qué lugar y en qué momento y, sobre todo, cómo están estructuradas y repartidas las neuronas del que las dice. Hay palabras que cambian de uso y se convierten en algunos casos en latiguillos que pueden chocar a gente que comparte el idioma, pero no su uso. Se ven caras de estupor en el metro de Madrid, donde la juventud mayoritariamente ya no acepta insultos homófobos, oyendo a jóvenes venezolanos llamarse cariñosamente marico y marica, igual que en el colectivo, el ómnibus, de Buenos Aires. O a uno ya no le sorprende el familiar cabrones de los mexicanos.
         En el campo de la política, y entro en materia, el espectáculo es más desolador. No sé si la anunciación de Fukuyama, la muerte de las ideologías, se ha cumplido, de lo que no cabe duda es que las dos grandes ideologías (concepciones del mundo) de los siglos XIX y XX, el marxismo y el cristianismo, uno se ha diluido, y el propio Marx, dialéctica en mano, lo ratificaría, y la otra se ha convertido en una religión a la carta en un restorán minimalista y con mala reputación. Al no haber ideología, quedan ideas, o sentimientos, que se cosen, como un patchwork, retazos, retales, y al final, pura retórica. Resucita el nominalismo y el eufemismo. Gente que se envuelve en una bandera, abjura de la libertad de expresión, discrimina al otro, etc., es, ¡toma eufemismo!, la alt right, la derecha alternativa. Lo vemos con honda preocupación en Estados Unidos, en Brasil, en Hungría, en Polonia, en Austria, en Italia, en Francia, en Holanda, en Suecia, en España.
         Quienes hayan visto la genial e histórica película de Kubrick Dr. Strangelove (y quienes no, véanla inmediatamente) recordarán la desternillante escena de Peter Sellers, intentando evitar su gesto automático de levantar el brazo en el saludo nazi. Pues esto les ocurre hoy a muchos personajes de estos países, unos ostentando el poder, otros acechándolo. En la acera de enfrente nos topamos con otros eufemismos: empoderamiento, autoritarismo, democracia social, antiimperialismo, poder comunal (todo el poder para los soviets de Lenin, sólo hace 100 años), etc. El Pueblo, la Patria, la Nación, la Democracia, son conceptos mayúsculos que, a pesar de la mayúscula, son tan evanescentes y minúsculos en sus bocas, que los usan tanto unos como los otros, con distinta intención, obviamente. Tanto los que tienen que hacer un esfuerzo para no levantar el brazo con la mano extendida, como aquellos que lo levantan y cierran la mano mostrando el puño: “los mismos perros con distintos collares”, dice el refrán español.
         Y hablando de refranes, recordemos dos más: “Las cosas claras y el chocolate espeso” y “al pan, pan y al vino, vino”. ¿Y eso? Porque hoy el insulto máximo y generalizado en política es llamar “fascista” al otro, al que no comulga con mis creencias, y uso este sustantivo con todas sus consecuencias. ¿Pero de verdad saben qué es el fascismo? ¿O se han quedado anclados, como en tantas otras cosas, en el referente histórico? Para no extenderme, me remito al maestro, tristemente desaparecido, Umberto Eco, con quien me identifico absolutamente, en esta y en otras muchas cuestiones, para aplicar las 14 claves para identificar de verdad, verdad, a un fascista y al fascismo y dejarnos de tonterías infantiles. Véanlo aquí con una didáctica introducción.
         ¿Lo vieron? ¿Quedó claro? ¿A que reconocen a mucha gente y ya pueden catalogarlos? Pues a partir de ahora dejemos de usar la palabra fascista como insulto y hagámoslo como descripción, como calificativo preciso. Lo malo es que me temo que la vamos a usar más que antes.

luisroberts@gmail.com



Año VI / N° CCXXXIV / 12 de noviembre del 2018



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