lunes, 30 de marzo de 2020

Los chinos y el virus chino [CCXCVII]

Edgardo Malaver
 
 
 
Los inventos chinos parecen los más sencillos...
y los más bellos
 
 
 
         Siempre compadezco a los muchachos que estudian bachillerato en China. Tienen que estudiar lo mismo que tenemos que estudiar los demás, pero con profesores que les exigen una disciplina mayor —es la reputación de los maestros de aquel lado del mundo— y, además, con clases de historia nacional que abarcan más de 5.000 años. En Venezuela, es poco lo que hay que estudiar antes de la llegada de Cristóbal Colón. Y de Colón en adelante, acabamos de pasar los 500 años, de los cuales los atractivos son los últimos 200. Pan comido para los chinos, cuya historia en realidad comienza mucho antes del nacimiento del Hombre de Pekín.
         Sin embargo, basta decir la palabra chino en cualquier otro lugar del mundo para que se abra en todas las imaginaciones un anchísimo abanico de connotaciones, cuando menos, burlonas, discriminatorias, peyorativas. ¿Qué han hecho los chinos para merecer semejante fama?
         Para merecerlo, en realidad no han hecho nada, pero como han hecho tantas cosas, cualquiera se “confunde”. Han estado presentes y activos en tantos campos que se les atribuye la invención de la tinta, del papel, de los espaguetis (¡gracias!), de la brújula, del sismógrafo, de la pólvor... ¡Ah!, tan bien que íbamos. Es entonces cuando nos vienen a la mente los errores y fechorías de la minoría china que, como en todas partes, siempre se va por el camino fácil.
         La lengua sola nos muestra la foto de lo que pueden haber hecho o dejado de hacer. La principal acepción despectiva se refiere a la lengua precisamente: hablar en chino significa hablar de modo incomprensible; un cuento chino, como dice el diccionario, es un embuste. En Cuba, chino aparece en expresiones que se refieren a cualquiera que se deja engañar con facilidad, que no entiende lo que dice o lo que está sucediendo, que preocupa u ofusca a otra persona, que complica mucho las situaciones o que tiene mala suerte; incluso es sinónimo de varicela. En Ecuador, chino es el habitante de los “barrios bajos”. En Venezuela, puede significar ‘desnudo’ y la naranja china es la mandarina (también en Puerto Rico). Una acepción de la que me entero hoy leyendo el diccionario es que en algunos países el barrio chino es aquel donde abunda la prostitución.
         Por otro lado, algunas acepciones parecen implicar inteligencia (aunque no en primer plano): las chinas se llama a ese “juego que consiste en tratar de adivinar el número total de monedas que esconden los jugadores en el puño”; cualidades curativas, como el caso de ciertas raíces; ingenio artesanal, como el colador en forma de embudo o la porcelana. Una labor muy compleja o que requiere mucha paciencia o es cosa de chinos. Nadie se acuerda de la pasmosa sencillez de los papagayos.
         Últimamente, acusan a los chinos de haber creado el coronavirus de moda; lo más sano que se oye es que todo lo hacen de mala calidad, pero cuando se les ocurre crear un virus que se toma apenas 14 días en matar a su huésped, ese invento sí les sale bueno y resistente. Y como en Wuhan ya no hay cuarentena, muchos están celosos. No puede usted creer —¿cómo es posible que haya que repetirlo?— que la expresión virus chino significa que los respetables hermanos chinos son culpables de la actual pandemia. Muchos, sobre todo en las redes sociales, no logran desprender las palabras de sus prejuicios en contra de sus semejantes. Alguna gente es más saussureana que otra.

emalaver@gmail.com
 
  
Año VIII / N° CCXCVII / 30 de marzo del 2020
 
  

lunes, 23 de marzo de 2020

La tortica* de manteca [CCXCVI]

Luisa Teresa Arenas Salas


 
Y tortica de cebada (foto: E. Malaver)



         Las canciones de cuna “venezolanas”, machistas por demás. Ya Edgardo Malaver, además de imponer el tema en más de un rito, aludió a esta característica de nuestra idiosincrasia: el “machismo”, la dependencia de la mujer por aquello de que es el hombre quien manda, quien tiene la fuerza, “el dador”, como lo escuché decir hace poco a un entrañable amigo.
         La lectura del rito número CCLVIII, “¿Quién es la viudita, la hija del rey?,  publicado el 29 de abril de 2019,  me impactó en mi reposo médico y trajo a mi mente una cancioncita que se las trae en el marco de esa controversia machismo-feminismo. Es un poema corto formado por cuatro versos octosílabos con rima consonante -eca, -eta,  -ada, -ada, aunque con cierta irregularidad de un fonema entre los versos 1 y 2: /k/ opuesto a /t/. Es la canción ideal para jugar con los bebés y enseñarlos a dar palmadas, a aplaudir.

La tortica de manteca
pa mamá que da la teta;
la tortica de cebada
pa papá que no da nada.

         El bebé la goza y aplaude haciendo gracias a su público: mamá, papá, hermanos, amigos, en fin, familia. Sin embargo, la cancioncita trae su veneno machista. ¡Ay, ay, ay! Su último verso dice: “pa papá que no da nada”. ¡¿Nada?! ¿Qué nos  inspira este verso? ¿Denuncia, crítica, reproche al padre machista que deja a la madre sola en la crianza del bebé (hijo)... que no da nada? ¿Qué significa esa nada? Dar nada.
         Veamos qué dice el diccionario sobre la palabra nada: pronombre indefinido categórico en su definición: ‘ninguna cosa, negación absoluta de las cosas, a distinción de las personas. // Cosa mínima o de muy escasa entidad’. Nunca digas nada. Nunca digas nunca. ¿Les es familiar esta expresión?
         Nada, pues,  define a ese padre tradicional  que se sale del cuarto conyugal si el bebé llora porque debe trabajar al día siguiente. Sí y no. Es el padre “dador” que mantiene el hogar, pero nada que ver con las labores caseras cotidianas. El padre que responde: “Ella no hace nada”, ante la pregunta: ¿Qué hace tu esposa? No obstante, ella se ocupa de tooodas las labores hogareñas.
         Ese “papá que no da nada” no es el padre actual, milenial, al que criamos más  consciente de la igualdad entre el hombre y la mujer en el hogar mantenido por ambos, en el que ambos trabajan en la calle y comparten las tareas hogareñas. El padre que acompaña a su pareja en el proceso de gestación y se prepara para la venida de sus hijos, tal como lo hace la mujer. El padre que acompaña a la madre en el alumbramiento de su hijo, sea parto natural o cesárea. El padre que recibe a su hijo al nacer y se lo entrega a la parturienta con toda la emoción que significa ese producto del amor de ambos, que los convierte en “equipo” (como dice mi nuera) en  la primera atención y en su crianza.
         ¿Qué hacer, entonces, con la cancioncita de marras? ¿Cómo cantar ese último verso sin que subliminalmente etiquete al padre como “irresponsable”? No resta más que cambiar el verso, crear su propia versión: “pa papá que da empanadas”, por ejemplo, “pa papá que da palmadas”, “pa papá que ríe a carcajadas”. Así la canto yo a mi cuchinieto.
         Para concluir, tal como dice Xuyen Zambrano en su rol de madre en Instagram  Arrorró, Mami, con respecto a esta canción:

Quizá me dirán exagerada pero si quiero sembrar en ellos [sus dos hijos] la idea de que el hogar se construye en equipo y de que mamá y papá cumplen con un rol importante en sus vidas, no puedo cantarle todos los días que papá no da nada.
Además, tengo dos varones y quiero que el día de mañana ellos den TODO por sus familias y sus hijos.
Así que en mi versión, varío los aliños y les invento cosas como: “Arepita de manteca pa mamá que da la teta; arepita de anís pa papá que hace reír.

         ¡A desarrollar, pues,  esa inventiva! Las canciones de cuna son un rico recurso de aprendizaje para los niños, pero hay que tener cuidado con los valores subyacentes en ellas. Solo nos resta versionarlas a voluntad con el ingenio materno... ¡y paterno!

ue.eim.ucv@gmail.com




* Digo la tortica y no arepita porque así  aprendí este poema en mi seno familiar cumanés, donde se llama torticas a lo que por estos lares llaman arepitas, específicamente si son fritas.



Año VIII / N° CCXCVI / 23 de marzo del 2020



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lunes, 16 de marzo de 2020

Cuarentena [CCXCV]

Edgardo Malaver


 
Tapaboca de los médicos contra la peste
bubónica del siglo XIV


         En 1348, una epidemia y una cuarentena que abarcó toda Asia y Europa nos dejaron una obra que influyó tanto en la literatura posterior que autores como Cervantes, que nació 200 años más tarde, todavía seguían su modelo. Las cientos de historias que contaba el mar de gente que huía de Florencia desafiando cualquier prohibición debe haber dado a Giovanni Boccaccio la idea de escribir sobre siete mujeres y tres hombres que cuentan un cuento cada uno cada noche durante diez días. A aquella cuarentena tan lejana le debemos el Decamerón.
         Los rumores sobre la peste bubónica, o peste negra, llegaron a oídos europeos más o menos dos años antes. Los consejeros del papa Clemente VI calcularon que si la enfermedad llegaba a Europa habría unos 24 millones de víctimas. La peste se había iniciado en China, y entró a Italia a bordo de los barcos que atracaban en Venecia, donde las autoridades impusieron a la tripulación la obligación de permanecer en el puerto durante cuarenta días.
         ¿Por qué precisamente cuarenta? Pues parece que la razón fue la reputación de este número, su constante aparición en relatos de acontecimientos prodigiosos o sobrenaturales. Después de todo, más que un número, el 40 resuena como un símbolo.
         Antes de que Cristo pasara cuarenta días en el desierto como prólogo para su predicación, el pueblo judío había caminado durante cuarenta años también en el desierto. Y antes aún, Moisés había acampado cuarenta días en el Monte Sinaí para recibir, firmadas por Dios, las tablas de los 10 mandamientos. Y muchísimo antes que esto, en tiempos de Noé, cayeron sobre la tierra unas lluvias diluviales durante cuarenta días, que renovaron toda la fauna y la flora del planeta. Después de resucitar, Jesús esperó aún cuarenta días antes de ascender al cielo, y ahora los cristianos observan el tiempo de Cuaresma, que dura cuarenta días. En muchos lugares, las celebraciones de la Navidad terminan el 2 de febrero, día de la Candelaria, cuarenta días después del 24 de diciembre.
         Alí Babá también tuvo su encuentro cercano con el número 40 y no le fue mal. A Phileas Fogg debe haberle ido el doble de bien en su viaje alrededor del mundo. Y a Juan Luis Guerra, que se hizo famoso acompañado del número 4.40, todo el mundo lo quiere. Así que parece ser buen número.
         Etimológicamente, en realidad, la palabra cuarentena no esconde ningún misterio: proviene de cuarenta, que viene de quadraginta, equivalente a ese número en latín, sólo que se le define como el producto de la multiplicación de cuatro por diez, más que de cinco por ocho. El verdadero misterio, al menos en el siglo XIV, era el origen real de la enfermedad, porque la medicina estaba demasiado poco desarrollada para investigarlo. Lo que sí se sabe es que se le llamó bubónica debido a los bubones (inflamaciones supurantes de los ganglios) que brotaban en las ingles, axilas y cuello.
         Ahora, siete siglos más tarde, otra epidemia le está cantando las cuarenta a los seres humanos, ya no, se presume, por causa de las ratas sino de sus primos los murciélagos, pero igualmente dentro de la cuarentena, que ya no dura cuarenta días, unos optan por el rito de las cuarenta horas y otros por el libro de cuarenta hojas.
         Otro misterio es cómo finalmente retrocedió la peste, que se dio por desaparecida en 1361, después de acabar con la vida de 85 millones personas en Asia y Europa.

emalaver@gmail.com



Año VIII / Nº CCXCV / 16 de marzo del 2020



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lunes, 9 de marzo de 2020

¡Ay y reay! [CCXCIV]

Edgardo Malaver



El reloj de sol de La Asunción ha sido fiel
a su identidad desde 1612


         Mi madre cuenta que ella tenía un tío abuelo que, a veces, para persuadir a los niños de guardar la compostura, daba un fuerte zapatazo en el piso y exclamaba: “¡Ay y reay!”. No puedo dejar de pensar en aquel personaje de mi familia cuando oigo esa difícil interjección que utilizan ahora los niños (y gente adulta también) para casi todo. Se pisan un dedo con la puerta y lanzan un “¡Auch!”. Se equivocan de nombre al llamar a alguien y dicen: “¡Auch!”. Se delatan acerca de quién les hizo la tarea y exclaman: “¡Auch...!”.
         Incomprensiblemente para ellos mismos, escriben “Ouch!” y ay de aquel que insinúe que ouch es una palabra extraña para la lengua española, y mucho más si se les dice que la señal más clara de ello es que no se escribe como se pronuncia... ¡y que es dificilísima de pronunciar! Unas cuantas personas me han dicho que prefieren decir reló porque esa jota al final de la palabra reloj como que les “lengua la traba”, pero si el reloj les roza con una pared, con toda naturalidad gritan: “¡Auch!”.
         ¿Es natural en español terminar una palabra con el sonido /ch/? Las únicas dos palabras que me vienen a la mente son Múnich y sándwich, y ya ven ustedes, por encima nada más, cuán extranjeras son. Casi ni han cambiado siquiera su grafía. Y falta mencionar que muchos, como les pasa con reloj, prefieren decir Múnic y sánduche (o incluso sangüi), que parecen ya resultado del manoseo de la lengua receptora (y, por ende, muchísimo más naturales).
         La lengua española, como todas las demás, siempre ha estado expuesta a la llegada de palabras extranjeras —y ni siquiera es eso: es que hace el ridículo quien intenta detener esa inmigración—, pero nunca será absurdo sugerir que tengamos criterio, que reflexionemos, que por lo menos un instante tengamos conciencia de la forma de decir lo que decimos. La última vez que se presentó este punto en una de mis clases, me sorprendí a mí mismo (porque no me creía capaz de tan serena reflexión) diciéndoles a los estudiantes que cuando uno se niega a usar una palabra o una expresión natural de su idioma para usar una que acaba de llegar, está cediendo territorio de su propia identidad; al hacerlo, puedo parecer cool, pero también doy señales de ignorancia (al menos de la ignorancia que padeceré en el futuro cuando olvide mis propias palabras y sólo recuerde las ajenas); al preferir las palabras extranjeras, voy quedándome desnudo, voy poniendo en manos desconocidas mis claves culturales, mis formas de entender el mundo, mi conducta habitual ante los hechos cotidianos; cuando, what the fuck!, me gustan más los sonidos de otro pueblo, que ni siquiera tengo esperanzas de ir a visitar alguna vez, voy codificando mi propia historia en los términos de otros, del todo extraños para mí, de modo que un día dejaré de ser yo y seré alguien más, seré un forastero en mi propia casa, mi propia madre no me reconocerá porque ya no hablaré el idioma que ella me enseñó.
         Muchos de ustedes dirán que deseo que la gente hable como yo. ¡Dios me libre de eso! Sólo se me ocurre decir que, aunque luzca un asunto simple, es decir, sin la más leve importancia, es un problema. Y el problema no es el uso de la palabra extranjera (porque al fin y al cabo todas las palabras han sido alguna vez extranjeras, como la gente), sino el hábito de no reflexionar al seguir una moda simplemente por parecer especial, por parecer moderno, por parecer inteligente.
         El problema no es de ninguna manera la palabra ouch, escríbase como se escriba, pronúnciese como se pronuncie, porque ya llegará el momento en que se hará mayor de edad entre nosotros y le daremos documentos de ciudadanía. El problema es otro. Lo que es más, me imagino que en el futuro, algún nieto de mis hermanos les contará un día a sus hijos: “Yo tenía un tío abuelo que, a veces, para persuadir a los niños de guardar la compostura, daba un zapatazo y gritaba: “¡Auch y reauch!”.

emalaver@gmail.com



Año VIII / N° CCXCIV / 9 de marzo del 2020





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lunes, 2 de marzo de 2020

Si el coronavirus llega a América Latina, corona [CCXCIII]

Sara Cecilia Pacheco


 
Este virus (se) coronó hace más de 200 años.
La coronación de Napoleón (1807), de Jacques-Louis David


         Se sabe que en América Latina no somos monarquistas, nada de coronas, lo nuestro son más las democracias demagógicas, las dictaduras. De hecho, creo que por esa razón, el virus más famoso de este verano sureño no nació aquí.
         Erróneamente llamamos coronavirus al virus que está a diario en las noticias a causa de su rápida manera de contagiarse. En realidad se trata de un tipo de coronavirus, el COVID-19, que causa problemas respiratorios y es altamente contagioso.
         Los coronavirus se llaman así por la forma de corona que tienen sus puntas, es decir, tienen unas especies de coronitas en las puntas. Estas le permiten adherirse mejor a la mucosa y llegar a los pulmones, donde se pueden replicar con éxito.
         En este lado del mundo, coronas son las cervezas o las ínfulas que alguien pueda tener: Cree que tiene corona. Como verbo, tiene mucha riqueza. Mientras que en Venezuela coronar es tener relaciones sexuales en la primera cita, en Colombia y Ecuador, coronar es llegar a tener relaciones sexuales, expresión que en Perú sería más bien campeonar. A pesar de esos matices, la acepción similar a estas que recoge el Diccionario de la Real Academia es “Dicho de una persona: Engañar a su pareja con otra persona”. Asociado a la carga semántica de sexualidad, se me ocurre que la reproducción sería coronar a lo grande.
         En América Latina, no se puede asegurar que los sistemas de salud pública estén preparados para controlar la mortalidad por virus ya conocidos. De modo que si el COVID-19 llega a nuestras tierras, ¡corona!, y corona a lo grande, que es al fin y al cabo el propósito de la vida de un virus.

sarace.pacheco@gmail.com



Año VIII / N° CCXCIII / 2 de marzo del 2020