lunes, 22 de febrero de 2021

El hashshish vuelve a los diccionarios [CCCXLV]

Luis Roberts

 

 

 

San Luis, rey de Francia, recibe en Egipto a los mensajeros
del Viejo de la Montaña en 1251

 

 

         Los idiomas se enriquecieron y se enriquecen con el aporte de palabras que pueden ser autóctonas, incluso de origen carcelario, malandrín, o provenientes del caló o romaní de los gitanos, de las que algunas se quedaron en la Península, como camelar, andoba, cate, etc., y otras cruzaron el mar y se quedaron aquí, como chingar, chorar, chungo, etc. También de palabras foráneas, que llegan por peregrinajes, como los de los franceses a Santiago, que nos dejaron su jambon, nuestro jamón, para sustituir al pernil, que sólo se usa en Cataluña y en algunos países de Latinoamérica.

         Las guerras, algo tan consustancial con el ser humano y también con los chimpancés, según se ha descubierto últimamente —a diferencia de los bonobos que tienen otra manera de resolver sus conflictos—, también han sido fuente de aporte de palabras a todos los idiomas, como hoy lo es la informática, Internet y la globalización.

         En el siglo XI surge una secta dentro de la secta ismailita del Islam, los nizaríes, que tuvieron una gran expansión, pero su sumo sacerdote era el Viejo de la Montaña en la fortaleza de Alamut, en Persia. Su obediencia era total y su recompensa el estar continuamente tomando o fumando hachís. Su objetivo único: matar jeques, reyes, sultanes, generales. Sus enemigos los llamaban los “hashshashin” o “hashishin”, porque iban ebrios de hachís y con la daga que los acreditaba como nizaríes en misión. Seguían sólo la parte esotérica del Corán, mas no la sharia. Una delegación nizarí llegó a entrevistarse con el rey Luis IX de Francia (san Luis) en Egipto durante la séptima Cruzada, para negociar su posible conversión al cristianismo, ya que, como cuenta un cronista de la época “comían cerdo y bebían alcohol”, eso sí, no perdonaban una mujer, incluidas, madres, hermanas e hijas. Los templarios torpedearon esa negociación, pero el idioma francés se enriqueció con una nueva palabra para traducir la de hashishin y apareció el assassin, de la que el español tomó el asesino, el italiano el assassino y el inglés el assassin cuando es un magnicidio, a diferencia del murder.

         Pues bien, últimamente estoy corrigiendo textos franceses, nada de registro bajo, sino deportivos, de salud, belleza, zen, etc. Y he visto normalizado un verbo que yo no conocía, kiffer o kieffer, con la equivalencia de placer, alegría, pasarla bien, etc. Su origen, obviamente, viene de los barrios con mayor población norafricana, argelina sobre todo, porque kiffer para ellos es fumar kiff, lo que en el árabe magrebí es el hachís. En un momento en el que hay un movimiento mundial para la legalización del cannabis con fines lúdicos, en menos de ocho siglos el hachís ha pasado de dar origen a asesinatos regios a ser sinónimo de felicidad. Pues ¡vive la France!

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año VIII / N° CCCXLV / 22 de febrero del 2021

EDICIÓN DEL OCTAVO ANIVERSARIO

 



 

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domingo, 14 de febrero de 2021

Echarse los perros [CCCXLIV]

Edgardo Malaver

 

 

 

En Pakistán está prohibido celebrar San Valentín, pero…

 

 

         Levante la mano quien sienta que la locución echarle los perros a alguien es tan agresiva que poco tiene que ver con lo que significa en el español de Venezuela. La primera vez que yo la oí de veras que pensé que hablaban de esa gente que tiene perros para que ataquen a los posibles ladrones que quieran entrar en su casa en la noche. Llegué a preguntar, después de varias veces de oírla, por qué el muchacho querría incitar a sus perros a perseguir, a morder a la muchacha que parecía gustarle. Qué inocente uno, ¿verdad?, cuando no ha comprendido una metáfora.

         En algún momento entendí. Echar los perros es ‘cortejar’, ‘seducir’, ‘enamorar’. Pero ¿cómo llegaron a eso? ¿No es lo contrario? ¿No sería más natural, cuando uno intenta llamar la atención de una persona que le gusta, tratarla con suavidad y cariño?

         El quid del asunto es que se trata de una metáfora. En la adolescencia, sobre todo la primera vez y si es uno tímido, el cortejo es asunto de coraje, de osadía, de atreverse a hacer algo que puede terminar en ridículo o en dolor. Es una especie de lucha interna. También es una lucha porque el que inicia el cortejo se arma una estrategia, hace unos movimientos, avanza, retrocede, ejecuta acciones dirigidas a hacer mella en la “resistencia” del otro, que en este contexto habría que llamar “enemigo”, para que se “entregue”, para que “sucumba”. Es una conquista, un intento de dominio, de posesión. Y todo eso es como hacer la guerra. Lo más coherente que se puede hacer, siendo así las cosas, es lanzarle los perros al objeto de nuestro deseo.

         O puede pensarse que los requiebros y galanteos son una cacería. Cualquiera que vaya por la vida en plan de cazar amoríos, romances y aventuras puede ver sus intentos de seducción como un azuzar a sus perros para que corran en pos de una “presa”. No es difícil, en esas circunstancias, resultar “mordido” por el enamoramiento. De tanto perseguir algo, es bien posible que lo alcancemos.

         Esa es mi hipótesis. No sé si alguien ha identificado la etimología de esta imagen agresiva de un acto que, idealmente, es florido, dulce y placentero. Los diccionarios regulares no contienen el significado que se le da en Venezuela: apenas mencionan el de ‘ataque’, ‘acoso’, ‘amenaza’. Hay otras locuciones en el mundo de habla española, como echar las fichas y tirar la caña (de las cuales me entero hoy, pero no lucen difíciles de explicarse). Lo que sí le resulta casi imposible a mi ignorancia es imaginar una interpretación para el tirar los tejos de los españoles.

         Para tanta gente es tan importante la fecha de hoy que, acaso preparándose para aquellos 14 de febrero en que no estuvieran enamorados, o enamorando a nadie, le van cambiando el nombre a lo que verdaderamente celebran: no el estar enamorado sino el andar de cacería, rodeado de sabuesos y lebreles.

         San Valentín también fue perseguido, y no por tiernos cachorros enamorados, pero cuando lo capturaron, sólo la muerte supo poner fin a su propia búsqueda y a la persecución a su única presa: el amor de Dios y entre los hombres.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año VIII / N° CCCXLIV / 14 de febrero del 2021




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lunes, 8 de febrero de 2021

FEBRVAS [CCCXLIII]

Ariadna Voulgaris

 

 

 

Un rey —o un verdulero— debe haber inventado un dios
para las februas, y lo llamaron Februus

 

 

         Dos de mis amigos de Venezuela me escribieron en enero para decirme que mi ‘rito’ sobre el nombre del mes me había quedado demasiado serio. Es verdad, pero ya les respondí para matarles las esperanzas de que yo admita haber tenido tan horrenda conducta. Aquí delante de ustedes es otra cosa y tengo que buscar la forma de enmendar ese error.

         Habéis de saber que en Roma, incluso antes de Rómulo y Remo, cuando el año no les duraba 12 meses sino 10, no existían enero ni febrero. O existían, pero eran un tiempo que no tenía nombre al final del año. Los romanos no solían ir a la guerra en esos días sino planificarla. Y no solían sembrar, regar ni cosechar porque, de verdad, verdaíta, la naturaleza se oponía. Era invierno. En algún momento (hay quienes dicen que fue en tiempos de Numa Pompilio, segundo rey de Roma), se dejaron de titubeos y dividieron en dos ese período, que era de 60 días después de diciembre, y lo nombraron IANVARIVS y FEBRVARIVS.

         Y así febrero fue el último mes del año, hacia el final del cual los romanos se dedicaban a purificarse para recibir la primavera. Era un festejo de la fertilidad de la tierra, pero también del hombre y de la mujer (ya se imaginan ustedes los ritos, muy agrosilvestres, pero también muy ecoapasionados y eronaturales). Creían ellos que así entraban en el nuevo año como seres nuevos e inmaculados (como quien ahora se pone ropa interior amarilla el 31 de diciembre, pues). La parranda y el fandango, que se prendían el 15 de febrero, eran llamados februas. Como la fiesta, también llamada februalia, fue antes incluso que la ciudad, fue ella la que le dio nombre al mes: mensis februarius, mes februario, mes de las februas.

         En Internet abundan las páginas que afirman que februa es el origen de fiebre, y que los romanos pasaban sus fiebres en ese último mes del año. Pero no me convence, es demasiado simple. ¿A uno le da fiebre en febrero?

         Después de todo esto, en el año 45 antes de Cristo, Julio César ordenó reformar el calendario y enero y febrero dejaron de ser los meses undécimo y duodécimo para ser los meses primero y segundo. Y como los romanos tenían un dios para cada menudencia de la vida, un día a algún rey —aunque bien puede haber sido a un verdulero— se le vino encima la luz y concibió la idea de inventar un dios para las februas. Y he aquí que a ese dios lo llamaron Februus, y luego fue el dios de febrero. El proceso inverso de Jano con enero.

         Lo único que me falta mencionar es la curiosidad de que la palabra febrero en el castellano de hoy en día no se escriba con hache, como otras tantas que en la Edad Media y antes se escribían y se pronunciaban con efe: fijo, ferida, fermoso. Sin embargo, miren lo que se tiene Lope de Vega escondido en su Primer romancero, de 1588:

 

Pasado el hebrero loco,

flores para mayo siembra,

que quiere que su esperanza

dé fruto a la primavera.

 

¿Y lo que cuenta Antonio de Herrera en su Historia general de las Indias Ocidentales (sic), de 1601-1615?:

 

No le descuydava Hernando Cortés de encomendar a Dios su viage, y siendo ya casi mediado el mes de Hebrero, y el tiempo acomodado para partir, hizo decir una Misa del Espiritu Santo.

 

Y como me da miedo desobedecer a mi maestro Simón D’Agostini (“No aburras a tu público, hija mía”), les dejo un pedacito de La Florida del Inca, de 1605, del Inca Garcilaso, y me despido:

 

En estos ejercicios se ocuparon los nuestros todo el mes de hebrero, marzo y abril, sin que los indios de aquella provincia los inquietasen ni estorbasen de su obra.

 

         Promesa es promesa: me tengo que despedir. Ese es el cuento de la palabra febrero, no creo que tan divertido como el de enero.

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año VIII / N° CCCXLIII / 8 de febrero del 2021

 

lunes, 1 de febrero de 2021

Qué performance [CCCXLII]

Edgardo Malaver

 

 

Este bombillo en la estación de bomberos de Livermore, Estados
Unidos, ha estado encendido desde 1901. Qué performance

 

 

 

         La película ¡Ay, Carmela! (1990), de Carlos Saura, basada en la obra de teatro homónima de José Sanchis Sinisterra, cuenta la historia de Carmela y Paulino, comediantes que entretienen a las tropas del bando republicano en la Guerra Civil Española que, por accidente, quedan atrapados en la zona franquista. Cuando vi ¡Ay, Carmela!, seguramente ese mismo año, además del placer de verla, no tuve ningún otro pensamiento… hasta que oí a uno de mis profesores decirle a otro: “Qué performance el de Carmen Maura”. Y desde entonces me atormenta esta palabra cada vez que debo expresar este significado con una palabra española.

         Estoy pensando que la dificultad de traducir esta palabra proviene de su polisemia en la lengua original, el inglés. Nada del otro mundo, porque todas las palabras son así, pero existen también palabras como ésta, que se empecinan en mimetizarse con otras de diversos campos. Performance, en su significado profundo en inglés, transmite la idea de una acción que se lleva a cabo hasta su último extremo, que queda perfectamente concluida cuando se le termina de hacer. No es para menos, si está compuesto por el prefijo latino per-, ‘alrededor’ (como en pervertir, ‘darle vuelta a algo o alguien’) y la medieval raíz francesa furnish, ‘proporcionar’, ‘completar’.

         Sabido esto, uno comprende que los hablantes del inglés tengan un performance tallado a la medida para cada disciplina de la actividad humana. En educación (y en muchas otras), el performance de un estudiante puede ser equivalente a rendimiento o desempeño o evolución. En una empresa, un empleado puede tener un buen o mal performance, así como pudiera tener una alta o baja eficiencia, cumplimiento, resultados. En economía, una inversión que muestra un buen performance es la que da buen rendimiento, rentabilidad e incluso comportamiento. El performance de los contratos es en realidad su ejecución o comportamiento, pero pueden también ser objeto de non-performance, que sería su incumplimiento. Un aparato, por otro lado, tiene un adecuado performance cuando su funcionamiento es bueno o da una adecuada prestación o tiene una larga vida útil.

         En otras actividades encontramos también la palabra performance en inglés, donde en español sería ejercicio, realización, potencia, eficiencia, intervención y unas cuantas opciones más. Entra aquí la frase favorita de lingüistas y traductores: “Depende del contexto”. A veces depende de otras cosas, como la presunción o la pereza del lingüista o del traductor, y quizá por esta razón florece performance y oscurecen las demás.

         Hay un campo en el que la palabra performance se ha instalado a sus anchas y es bien difícil perturbar su comodidad: las artes escénicas. Sin embargo, también en el teatro es posible hablar de performance por medio de otras palabras. Un performance es, según la Academia, una “actividad artística que tiene como principio básico la improvisación y el contacto directo con el espectador”. O sea, usted recita un monólogo en una plaza, baila una danza contemporánea una estación de metro, ofrece una función de mímica en un parque, y ese, como pieza individual, es un performance.

         En realidad, cualquier manifestación teatral y todo lo que involucra, el estilo, la fuerza del trabajo que hace el actor, su talento para poner en actos y palabras el texto, sus movimientos en la escena, la impresión que causa en el público, todo esto puede llamarse performance. Sin embargo, en español hay más de una palabra para decirlo: actuación, interpretación, función, presentación, representación, acto, exhibición, recital, personificación, e incluso espectáculo, simulación y número.

         Todo esto es lo que debieron hacer Carmela y sus compañeros, Paulino y Gustavete, para sobrevivir cuando se vieron obligados a actuar para entretener al enemigo. En la obra de Sanchis Sinisterra, la actriz hasta debe regresar de la muerte para reanimar a su antiguo amante, que ya no encuentra sentido a la vida, al teatro, a nada sin ella. Y la verdad es que, como decía aquel profesor, ¡qué performance!

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año VIII / N° CCCXLII / 1° de febrero del 2021