lunes, 1 de julio de 2024

Una palabra de un quilo [CDLXVII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

El quilo chileno no pesa mucho ni se escribe con ca

 

 

         Cuando yo era estudiante, un día, durante las vacaciones, en Margarita, me desperté casi a mediodía y descubrí que estaba solo en casa. Yo tuve que salir también y cuando estaba cerrando la puerta, llegó una antigua alumna de mi mamá que le vendía harina de trigo cada semana. El encargo aquella semana estaba incompleto por un problema de transporte y la mujer prometía traer lo que faltaba al día siguiente. Le escribí eso a mi mamá en una nota que pegué de la nevera, para que no pudiera dejar de verla.

         En la noche, cuando regresé a casa, mi hermana me esperaba, armada con pruebas documentales irrefutables, para vengarse de mí por todas las veces que, cuando ella estaba aprendiendo a escribir, le corregí casi todo lo que escribía en sus cuadernos: las palabras mal acentuadas, los verbos mal conjugados, las concordancias de género y número, todo aquello con lo que la atormenté hasta que llegó a sexto grado y yo me fui a la universidad. Es decir, después de verme cerrar con llave la puerta, para estar segura de que no me iba a escapar, en medio de un preámbulo reivindicativo, me puso delante la notita que yo había dejado en la nevera y me espetó: “Te pasas la vida corrigiéndolo a uno y luego vienes y escribes esto”.

         Leí sonriendo la nota y casi se me cayeron los ojos al piso de la sala: había escrito “...otros tres quilos de harina”. No dejaba atrás el asombro, porque ni para bromear había pensado nunca en escribir la palabra kilo con cu, pero no dejaba tampoco de reírme porque mi hermana celebraba aquello como si se hubiera ganado un millón de dólares en la lotería.

         Pasado el alboroto, escribí en mi cuaderno de esa época una reflexión sobre el asunto. Y recuerdo que cada cierto tiempo me volvía a la mente aquel extrañísimo error (nada extraño en realidad porque, al fin y al cabo, la grafía utilizada representaba el sonido que se necesitaba). Me fui a dormir esa noche pensando en el curioso episodio, pero sin que me atormentara. Y en la mañana me desperté, como todos los días de vacaciones, tarde, pero antes de desayunar la voz de mi hermana me trajo la imagen de la palabra quilo a la mente. Más o menos al mediodía me había fastidiado ya lo suficiente como para recurrir al diccionario. Para jugar, imagino ahora, porque ¿qué iba a encontrar?, ¿que kilo se escribe con ca? Eso ya lo sabíamos desde siempre. ¡Ah! Pero puedo buscar quilo, con cu. ¿Existirá? Y si existe, ¿qué significará?

         Pues resulta que encontré la palabra quilo, ¡con cu! La exclamación que lancé llegó por lo menos a las nubes. Salí disparado a pavonearme con el diccionario en la mano delante de mi hermana. “¿Qué te pasa?”, me dijo. “No me irás a decir que ahora la Academia escribe kilo con cu”.

         “Pues mira”, le dije riéndome y abriéndole el diccionario, su propio diccionario, por cierto, en la página donde estaba la definición:

 

quilo, m. p. us. V. kilo.

 

Las abreviaturas significaban: masculino, poco usual. Ver... Es decir, también se escribe con cu. Es el “protocolo” que siguen los diccionarios cuando abren una entrada para una variante menos frecuente que otra: nos envía a la que usa la mayoría de los hablantes. Es decir, hay lugares donde se escribe así. Pocos, pero los hay. Y cuando fuimos a buscar kilo, encontramos:

 

kilo, m. Tb. quilo, p. us.

 

También quilo, poco usual. E indicaba que era, como todos sabemos, el “acortamiento” de la palabra kilogramo. ¡Ah, kilogramo también aparecía con cu!

         Fue muy interesante aquella vez (y lo es hoy que lo vuelvo a buscar) enterarme de que kilo también significa (o significaba cuando existía esa moneda) ‘un millón de pesetas’. Además, quilo, con cu, nunca con ca, es toda ‘linfa de aspecto lechoso por la gran cantidad de grasa que acarrea, y que circula por los vasos quilíferos durante la digestión’. Esta acepción proviene del latín chilus, es decir, ‘jugo’. Sudar el quilo equivale a ‘trabajar con gran fatiga y desvelo’. En griego, ese chilus tenía su respectiva y.

         En Chile, quilo es de origen mapuche y nombra el ‘arbusto de la familia de las poligonáceas, lampiño, de ramos flexuosos y trepadores, hojas oblongas algo asaeteadas, flores axilares o aglomeradas en racimo, y fruto azucarado, comestible, del cual se hace una chicha’.

         Aunque mi hermana sigue pensando que yo estudié solamente para graduarme de licenciado en Traducción y Corrección, gracias a Dios desde que me percaté de la ignorancia que campea en mi mente sobre todo lo que se refiere a la lengua, especialmente nuestra complejísima lengua española, dejé de corregir a los pocos que corregía antes, que eran siempre las personas que más amaba. Ahora me corrijo a mí mismo, y quizá es eso lo que me permite disfrutar cada día más estas curiosidades y fenómenos tan fascinantes como estas singulares palabras que pueden escribirse con ca y a veces con cu... ¡ah!, y que, fíjese usted, Andrés Bello escribiría con ce.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXVII / 1° de julio del 2024

 

lunes, 24 de junio de 2024

Enshittification [CDLXVI]

Luis Roberts

 

 

 

Cartel en una panadería artesanal. Foto del autor

 

 

         Hace algunos años, un alumno me preguntó al final de la clase: “¿Cómo hacían ustedes los traductores antes de que existiera Internet?”. Yo le contesté: “¿Cuántos de ustedes saben dónde está la Biblioteca Nacional en Caracas?”. Sólo un par de alumnos de una muy concurrida clase levantó la mano. Proseguí: “Pues pasábamos horas ahí consultando, investigando”. Hoy “a golpe de un clic” tenemos la consulta resuelta. O eso parecía. Por eso siempre decía, y digo, a mis alumnos que para ser un buen traductor se necesitan tres condiciones principalmente: 1. conocer muy bien tu idioma; 2. usar la cabeza (si hay algo en ella utilizable al respecto), y 3. consultar con el amigo, “el pana” Google.

         Hoy el 92 por ciento del total de las consultas en la red se hacen por Google, que el 14 de mayo ha anunciado que incorpora la inteligencia artificial a su buscador. La IA está acabando con los traductores y con esta medida de Google va a dificultar bastante más la consulta. Google pretende “monetizar” las búsquedas, es decir, aumentar los beneficios para sus accionistas, por eso cuando haces una consulta cualquiera, con un poco de suerte tienes que esperar a la segunda página para que te indique algo parecido a lo que buscas, pues en la primera todo, o casi todo, es publicidad, con Amazon a la cabeza, eso sí, aunque busques “cómo es el impacto del cambio climático en la Antártida”, por ejemplo.

         Parece ser que hay un truco para evitarlo en las búsquedas tecnológicas y es añadir a la URL la línea de código “&udm=14”; y otro más, añadir “before 2023”. Suerte.

         Todos conocemos la maravillosa capacidad del idioma inglés para convertir en verbo cualquier sustantivo. Pues bien, para esta deriva de Internet el escritor y activista canadiense Cory Doctorow se inventó en 2022 el sustantivo enshittification, y su equivalente verbal, enshittify, de shit (mierda), que la American Dialect Society, que recoge el léxico usado en Estados Unidos desde 1889, eligió en 2023 como la palabra del año. Todavía no hay traducción al español, pero la duda está entre “enmierdamiento” o “mierdificación”.

         Hace unos días, ya con la bendita IA funcionando, se preguntó a Google “cuántas piedras debíamos comer al día”. La respuesta del buscador fue que “al menos una de tamaño pequeño para mejorar la salud digestiva y aportar minerales como el calcio y el magnesio”. La referencia académica de tamaño dislate era nada menos que un trabajo de un equipo de geólogos de la Universidad de Berkeley. La realidad era que la IA había copiado un artículo de The Onion, un periódico satírico muy popular en Estados Unidos, como nuestro Chigüire Bipolar.

         La publicidad “monetiza” rápidamente, pues vivimos lo que se está llamando “la cultura de la dopamina”: satisfacción instantánea, compulsión de rapidez adictiva, contestar ya, comprar ya, empatarse ya, información muy limitada, pero rápida, etc. Eso nos lleva al otro gran problema, el de las redes sociales, la otra cara, y esta aún más fea, de Internet, donde un limpiador de piscinas tiene 15 millones de seguidores en Tik-Tok, con más de 400 millones de likes (eso es lo que monetiza), o donde un loco de atar telegrammer, funda un partido llamado “Se acabó la fiesta”, para presentarse en España en las elecciones europeas y obtiene tres escaños gracias a los 800.000 votos de unos descerebrados cabezas rapadas, por fuera y por dentro. Pero lo de las redes sociales da para otro artículo, así que terminemos con Google y con una frase que no es mía, sino de César Astudillo: “Si es gratis, entonces el producto eres tú”.

 

 

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXVI / 24 de junio del 2024

DÍA DE LA BATALLA DE CARABOBO

  

lunes, 15 de abril de 2024

La a, primera y principal [CDLVI]

 Ariadna Voulgaris

 

 

 

En el campo y la ciudad, lo primero
que aprendemos en la escuela

 

 

         Estoy en Venezuela. Mi amiga Alejandra fue a recibirme en el aeropuerto hace tres días y ayer, jueves, finalmente encontramos el camino a Valencia, donde viven su familia y lo que queda de la mía en toda América. En el camino, antes de quedarse dormido en el asiento de atrás del carro, el hijo de mi amiga, que acaba de cumplir cinco años y anda en una tensa relación sentimental con el alfabeto, me pregunta:

         Tía, ¿cuál es tu letra favorita del abecedario?

         Bromeando, simulo que no entiendo bien la pregunta, volteo y le pregunto a Alejandra:

         —¿Abededario? Eso nos lo enseñaron en secundaria, ¿no?, al final, ¿tú te acuerdas?

         Y el niño salta con una carcajada y grita:

         —¡Ustedes saben leer desde que eran chiquitas!

         En ese instante me percato de que los nombres de los tres comienzan por A, de modo que decido no escoger esta letra por si es la favorita de él. El niño me urge a responderle y yo no logro interpretar la mirada de la madre. Digo nerviosamente:

         —¡Eh...! ¡La zeta!

         —¡¿La del Zorro?! —pregunta él.

         —Sí, la última.

         —La mía es la a, la primera.

         Tan inocente la a, ¿verdad?, tan sencilla, tan calladita que parece ahí en la puerta del alfabeto, tan sonora y tan amiga de los niños que comenzamos a aprender las artes y misterios de la lengua, de cualquier lengua, del conocimiento y, aunque no parezca, también de la ignorancia. Y cuánta historia a cuestas de su redonda humanidad, cuánta poesía y cuánto pensamiento, cuánta ciencia y cuánta agua que ha caído con la lluvia del mundo, que la lava y la limpia de nuestra grosería y nuestras mentiras.

         Y tan humildes sus orígenes. La A, la mayúscula, fue creada probablemente en aquel mismo siglo en que aquellos ingeniosos señores fenicios —¿sería uno solo, serían cien?— tuvieron aquella revolucionaria idea de atribuirle “significado” a aquellos trazos que comenzaron a hacer sobre una tabla o un pedazo de arcilla recién horneado para llevar cuenta del ganado y el grano que acababan de comprar, o de vender, a los comerciantes que llegaban a menudo a su puerto a ofrecer sus mercancías o que ellos mismos llevaban a otras orillas del Mediterráneo. ¿Vendemos y compramos ganado? Pues, mira, podemos dibujar una cabeza de buey por cada res que nos entregan. Ya después, con el tiempo, la parte de abajo, la del hocico, se hará punteaguda y la de arriba, los cuernos, se transformará en dos simples trazos rectos. Y siglos y siglos más tarde, algún heleno girará la figura y la “escribirán”, la trazarán como si el buey mirara hacia adelante y quizá después los latinos la inviertan y será un triángulo con una línea horizontal a la mitad y no en la base. Y la conocerán tantos hombres que hasta la usarán para escribir poesía y para “anotar”, recordar los nombres de sus abuelos y de los lugares donde han ido y de las mujeres que han amado y de los hijos que les nazcan.

         Brevísimo sonido, larguísima la historia. Siempre fiel y siempre diferente en cada pueblo que la profería. Y hubo que esperar unos tres milenios para que otra vez la historia se partiera en dos, antes y después de Cristo, y que después, escritos a toda prisa, los trazos rectos y quebrados de la A se suavizaran, se curvaran, se “minusculizaran”, conservando en todo este recorrido el lugar que desde el principio le habían dado los fenicios aquella mañana caliente en aquella orilla marina. La imprenta de Gutenberg y la pantalla de Gates se lo han respetado; ya no parece una cabeza como en sus primeros días, pero sigue siendo la primera.

         Con la letra A comienzan casi 10.400 palabras de la lengua española, es decir, 11,4 por ciento de las registradas en el diccionario de la Real Academia. Aunque perteneciente al grupo minoritario, las vocales, la a preside el conjunto total de las letras. Representa además el sonido más fácil de pronunciar, el que encuentra menos obstáculos en el aparato fonador.

         Le muestro a mi curioso sobrino el torpe dibujo que hago en mi agenda. Él lo reconoce y dice:

         —Una vaquita.

         —Es más bien un toro —le digo—. Se llama Aleph.

         Le dibujo después la simplificación de la letra fenicia, con dos puntos como narices y juntando ojos y orejas en un solo trazo casi horizontal. El niño le da la vuelta a la libreta y dice:

         —Ahora es una A. ¿Por qué te gusta la zeta, tía? Esta es más bonita. Es la A de mi nombre, y mi mamá dice que es la primera y principal.

 

Valencia, 4 de abril del 2024

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLVI / 15 de abril del 2024

 

lunes, 8 de abril de 2024

Andrés Eloy novelista (I) [CDLV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Primera edición de Los claveles
de La Puerta, de 1922

 

 

 

         La semana pasada, cuando descubrí que Vicente Gerbasi (1913-92) también era autor de cuentos, que busqué y encontré y leí y disfruté, me percaté de que en realidad no es, ni mucho menos, el único poeta venezolano que ha hecho aventajadas incursiones en la narrativa. El caso que más me ha llamado la atención (y sobre el cual incluso he escrito antes) es el hiperconocido y alabado Andrés Eloy Blanco (1896-1955), hijo de Cumaná. El llamado “poeta del pueblo venezolano” bien podría ser llamado igualmente, el novelista del pueblo venezolano, si no fuera porque escribió sus “novelas” antes de llegar al “mezzo del camin”, porque no escribió más que dos, una de ellas en España, y muchos las creen perdidas.

         No están perdidas, les digo desde ya, para tranquilidad de los curiosos. Andrés Eloy* apenas escribió cuatro libros de narrativa: La aeroplana clueca, libro de cuentos de 1935, el más conocido, que se publicó antes en México que en Venezuela y que se ha reeditado varias veces; Malvina recobrada, de 1937, que fue escrito en la cárcel en los tiempos de Juan Vicente Gómez y que a partir de 1960 ha aparecido como parte de El árbol de la noche alegre; El amor no fue a los toros, considerado una novela breve y, por los datos que tengo, publicado una sola vez en España en 1924, y Los claveles de La Puerta, aparecido en Caracas en 1922, que tuvo una suerte similar al anterior. De este último, que fue el primero, y de su carácter de novela quiero hablarles hoy.

         Los claveles de La Puerta comienza como una historia de amores contrariados, de amores discutidos, de amores imposibles: ambientada llano adentro, una mujer, Martina, es pretendida por dos hombres de personalidades impetuosas, José Eugenio y el Araucano, que al principio, a pesar de competir, se tratan caballerosamente. Ella le entrega a uno de ellos un ramo de claveles como símbolo de su preferencia, y el otro inicia una lucha para arrebatarle esta especie de “objeto mágico”, con el que espera obtener el amor de la mujer. El relato luego evoluciona hacia una historia de odio y revancha entre estos dos hombres en medio de la Guerra de Independencia de Venezuela. La guerra misma se va transformando en una empecinada búsqueda mutua que emprenden los dos personajes, que supera la importancia de la causa patriota, para vengarse y eliminar al otro, pero sobre todo para alcanzar la dignidad de poseer los claveles de la muchacha; ella, por su parte, ha desaparecido de la historia y únicamente aparece su nombre cuando se menciona los claveles. La lucha ya no es por la patria y ya no es por la bella Martina sino por los claveles que se la recuerdan. Ella, dice el narrador, “se había perdido, pero aquellos claveles suyos eran cuestión jurada, [...] odio, odio...”.

         En realidad, los rasgos de novela no abundan en el texto, a no ser por el fragmento en que José Eugenio y el Araucano son arrastrados, por caminos diferentes, por el maremágnum de la guerra personal de Boves contra Bolívar, contra la corona, contra la república, contra todo aquel que se le opusiera, y terminan perdiendo el norte político de la lucha para alimentar la pasión de la revancha como objetivo último de sus vidas. Dice el narrador, exponiéndonos los pensamientos de José Eugenio: “¿Qué le iba ni le venía a él que la cadena que oprimiera la garganta de América fuese el lazo mismo de los llaneros?”. Ya no le importaba nada, sólo derrotar “restregarle por el hocico” los claveles a su rival.

         De modo que los dos personajes se persiguen, se cazan, e incluso, en ocasiones, se escapaban el uno del otro —aun estando el uno a la vista del otro—, debido a que lo verdaderamente importante era la reivindicación mezquina del amor propio herido, representada en los claveles, en la convicción de merecer el amor de Martina. “El lobo perseguía al lobo”, dice en cierto punto el narrador. La Guerra de Independencia termina así convirtiéndose en una guerra personal también para José Eugenio y el Araucano, en la que lo pierden todo y en la que “aquellos claveles en su mente permanecían como una ola de sangre sobre los ojos”.

         Mi intuición me sugiere que es, quizá, la poca difusión de la que ha disfrutado este texto la que ha causado que varios especialistas le adjudiquen el nombre de novela (además de que muchos especialistas piensen que ya no existe). En realidad es un cuento, y ni siquiera demasiado largo, por más que pasen, al menos, meses entre la situación inicial y el desenlace, por más que los personajes experimenten cambios sustantivos en sus emociones y por más a lo largo de la narración las descripciones, al principio del mundo tangible y al final más del mundo interior de los personajes, no sean precisamente simples ni lacónicas. El número de protagonista incluso se reduce a medida que avanza la anécdota. Y si atendiéramos exclusivamente al factor de la extensión, siguiendo el criterio que utilizamos el 18 de marzo, esta historia tendría apenas 17 páginas, es decir, más de cuatro veces más breve que la novela más breve que citábamos aquel día: La metamorfosis de Kafka, que a veces pasa por relato largo. Y, aunque no es frecuente, bien puede contarse una novela incluso en menos espacio, pero no con tanta poesía y tantos claveles. Es, pues, un cuento, un cuento bien escrito, un cuento narrado por una voz poética y escrito por la pluma de un narrador que conoce por dentro la máquina de contar. Este narrador conoce a sus personajes y, como recomienda Quiroga a los cuentistas, los lleva de la mano hasta su destino.

         Sin embargo, un escritor que es capaz, a los 26 años de edad, de escribir como lo hace Andrés Eloy Blanco en Los claveles de La Puerta, bien hubiera podido escribir su propia Doña Bárbara, su propia Las lanzas coloradas, su propia Zárate. A Andrés Eloy, me parece a mí, ya lo estaba esperando, cuando nació, el pedestal en que un día lo iba a poner el cariño de su pueblo, un cariño plenamente correspondido y adornado por un talento para la poesía que era tan intenso que desbordó hacia la narrativa y hacia otros mares de la literatura, siempre los más humildes en el centro de la escena, siempre la historia tejida en los diálogos, siempre Venezuela en el fondo del drama... ¡Ay, cuando hablemos de sus obras de teatro! 

emalaver@gmail.com

 


_________________________

* Perdonen ustedes la informalidad de llamar al autor por su nombre de pila

y no por su apellido, que es lo que exige la academia. Se debe, sin duda, al

cariño que le tenemos en Venezuela al autor, al cual no soy inmune.

 

 

 

Año XII / N° CDLV / 8 de abril del 2024

 

lunes, 1 de abril de 2024

Gerbasi cuentista [CDLIV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Vicente Gerbasi a los 10 años, en 1923
Foto: Fundación Gerbasi

 

 

         Ustedes no lo van a creer, pero acabo de descubrir que el poeta, el archiconocido poeta Vicente Gerbasi... ¡también escribió cuentos! Quizá mañana me entero de que el único que no lo sabía era yo, pero es que si me hubieran preguntado ayer, me habría puesto de rodillas para afirmar con toda convicción que no, que un poeta que escribe como Gerbasi, a quien parece que los ángeles le dictaran los poemas, no podía haber cometido el desliz de descender al tosco suelo de la narrativa. Habría apostado a Rosalinda a que no, era impensable para mí.

         Y he aquí que me habría equivocado. Preparándome para mi clase de Lengua Española II, que esta semana tenía que tratar de las vanguardias del siglo XX en Venezuela, me encuentro (¿cómo no la he encontrado en los cinco años anteriores?) la página de la Fundación Vicente Gerbasi, donde descendientes del poeta reúnen miles de textos, fotos, videos, avisos de eventos, etc. Y yo me quedo paralizado cuando mi vista cae en una pestaña que dice “Muestras de cuentos y artículos”. ¡¿Qué?! Artículos, indudablemente. Como todos los escritores del mundo, le atrae el periódico, y a los periódicos les gusta vestirse de literatura al menos una vez a la semana... pero ¡¿cuentos?! ¡¿Gerbasi?! ¿De cuándo acá, si Gerbasi es poeta, única y solamente poeta?

         Ilusionado con la posibilidad de leer algo nuevo, pero sobre todo curioso, de un autor harto conocido, hago clic. Y se abre una sección que quizá no está muy ordenada pero que incluye, ciertamente, al menos cuatro cuentos que me pongo a leer con emoción sin esperar ni un segundo más. Se titulan “Pluma” (¡que pone como inédito!), “Cometa” (al que apellidan de infantil), “Cuento sobre Reverón” (que quizá no sea un cuento pero lo parece) y el que juzgo el mejor y que está muy bien logrado: “Regreso a la aldea”, publicado en Papel Literario ¡en 1954! ¡Setenta años y no me habían avisado!

         “Pluma”, que es el apodo cariñoso del niño protagonista, aunque casi no participa en la acción, es un cuento de buena ley que tiene el adorno de ponernos, de una vez, del lado de los más débiles y, sobre todo, de aquellos que luchan para dejar de serlo. Como era de esperar en Gerbasi, que en poesía está rodeado de noche, de misterio ancestral, del enigma indescifrable de la vida, la historia de Pluma (o más bien la de sus padres) termina mal, pero el cuento se mantiene en pie porque no le concede ni un centímetro al sentimentalismo. Y ni siquiera se puede decir que termina sorpresivamente porque en el camino el narrador nos va dando datos sobre el final, aunque mientras leemos no captamos esas insinuaciones porque estamos ocupados... pues leyendo. A pocas frases para el final del cuento, sopla el viento de la tragedia, y el protagonista ve arder su mundo y, con él, sus esperanzas. Venía de la noche y hacia la noche iba.

         Por otro lado, el cuento “Cometa”, que comienza de manera encantadora porque habla de esa fascinación que hemos sentido todos por los papagayos, lamentablemente no está completo. El final llega de repente en un punto en que aún no se ha asomado el desenlace... ni siquiera casi el conflicto que los personajes tienen que resolver. Sin embargo, está clarísimo que esta falla no es atribuible a la impericia de Gerbasi, porque incluso en este caso truncado despliega mucha, sostenida siempre por la delicada expresión poética de todo aquello que mira y que desea señalarnos para que nosotros lo miremos. Mi hipótesis es que o los transcriptores no se han percatado de que se les escapó un pedazo del texto o que en la revista infantil impresa donde fue publicado el cuento por primera vez Páginas para Imaginar, de la Fundación del Niño, que presidía doña Alicia Pietri de Caldera— lo cortaron antes de que aparecieran escenas no apropiadas para niños de primaria. Tengo, entonces, la esperanza de encontrar pronto el texto entero, porque confío en que tendrá un conflicto y un desenlace dignos de semejante autor.

         El “Cuento sobre Reverón” parece más bien un artículo de los que publicaba Gervasi en El Nacional cada semana. Narra una visita que le hizo al pintor Armando Reverón, su amigo, en su casa en Macuto. Es una narración graciosa que hace un artista sobre otro, por el cual siente el sincero amor fraternal que todos sabemos que sentía Gerbasi por Reverón y viceversa. El autor no esconde, porque le parece un rasgo valioso de su arte, el desequilibrio psicológico que ya padecía el pintor en esa época (¡el mismo año en que iba a morir!). Para él es pura imaginación, e imaginación genial, de la más prístina, cómo se comporta su anfitrión, cómo lo recibe y cómo lo hace participar en la película que imaginariamente está filmando sobre sí mismo porque “en las que se han hecho no está él”. Parece que para él —y para sus lectores de aquella semana—, sin ese elemento, Reverón no es Reverón. ¿Y qué es más artístico en un artista que el ejercicio de la imaginación, en particular cuando hay que nadar en la adversa realidad?

         Ese quizá no sea de veras un cuento, pero “Regreso a la aldea”, que trata de un hombre que después de muchos años de vivir en la ciudad, regresa a su pueblo atravesando una selva de la que no parece encontrar la salida, es un cuento que está tan bien hecho que uno incluso llega a pensar, pasada la mitad del texto, que es algo aburrido. Pero no, era una perversa estrategia del narrador para engañarnos. En cierto punto me convencí de que aquello era un despliegue, bellísimo y delicioso, de las habilidades de Gerbasi como poeta. Las descripciones me dibujaban los objetos y los seres con precisión en la mente, y las sensaciones del protagonista eran visibles, palpables. Después de dos o tres páginas uno siente que lo único que sucede en el cuento es que el protagonista se ha perdido en el monte. Siempre está a punto de llegar a su aldea, pero el viaje sigue y sigue. Es él el único que no se da cuenta. Pero llega el momento en que se tropieza con otros dos personajes que dicen dos palabras que lo cambian todo. Uno se echa hacia atrás, brinca de la silla por causa de la sorpresa y se comienza a circular más rápido la sangre. Después de aquellas dos palabras no quiere uno despegar los ojos de la lectura porque ya nada tiene explicación y, sin embargo, todo está claro. Qué cuento de parecerse tanto a golpear la frente contra una pared que no hemos visto aparecer delante de nosotros.

         Y la poesía. La forma poética de narrar enamora al lector, por más que él trate de mantener en mente que está leyendo prosa. Desde el principio dice:

 

Un humo lento ascendía entre la húmeda maraña olorosa a madera podrida, y a yerbas machacadas y a vainilla, adquiriendo tonalidades azules en los reflejos de sol que se filtraban por los claros abiertos en la elevada ramazón.

Jinete de un caballo moro, bajo un amplio sombrero oscuro y una larga capa negra, Gonzalo Valbuena entró en la umbrosa resonancia vegetal.

 

Sin embargo, esta entonación mansa, esculpida en una melodía leve, se mantiene hasta la última palabra.

         El propio personaje habla como si estuviera escribiendo un poema: “Vio bajo los árboles inmensos [un árbol] más pequeño, todo cubierto de flores amarillas, y pensó: ‘Está bordado en la penumbra’”. Más adelante se encuentra ante unas aves y tiene este pensamiento: “Divisó un guacamayo rojo que en una rama seca se espulgaba el pecho, y dijo: ‘Un guacamayo rojo habita entre las hojas de la alucinación’”. Cabalgando y cabalgando, pasa por un lugar en que “sobre el agua enigmática del pozo caminaban algunas arañas rojas. [Gonzalo Valbuena piensa:] ‘Las estrellas de la noche, las estrellas del mar y las arañas rojas. He aquí un bello misterio’”.

         No sé si existirá, aunque en las listas de obras de Gerbasi no aparece, una obra individual que recoja sus textos narrativos, pero me he propuesto encontrarla. Y ahora guardo la esperanza de que haya más cuentos como “Pluma” y “Regreso a la aldea”, que son el perfecto equivalente narrativo de nuestro gigantesco poeta de Canoabo.

         Ahora, qué alegría, Vicente Gerbasi no es meramente, que ya era mucho, uno de los cuatro o cinco poetas más grandes de la historia de Venezuela, sino que también podemos considerarlo un narrador habilidoso y sensible, claro y humano. Un poeta cuya delicada expresión le hace tanto bien a la narración...

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLIV / 1° de abril del 2024