lunes, 26 de febrero de 2018

Kikirikí [CXCVI]

Edgardo Malaver

 

 

 

Cómo escribir las onomatopeyas es tan importante
como hacia dónde sopla del viento

 

 

          Seguramente era para tener, por lo menos, una palabra que comenzara con ca en un idioma en que no abunda que los libros de lectura de primer grado incluían la palabra kikirikí. Aparecía siempre —o sigue apareciendo, porque ¿por qué cesaría esa costumbre?— un gallo sobre una rama y con el pico abierto y el pescuezo estirado al horizonte, y junto a él, la entretenida palabra. Sin embargo, ¿por qué habría que escribir esta palabra de otra forma que quiquiriquí?
         El diccionario le da la razón a quien piense que en español se impone el uso de la cu. Y curiosamente, junto a la definición como onomatopeya, la Academia da ésta: ‘persona que quiere sobresalir y gallear’. ¿Gallear? Me detengo en la tercera acepción, señalada como coloquial: ‘presumir de hombría, alzar la voz con amenazas y gritos‘. Es la imagen del gallo, en su equivalente humano. Con la misma carga coloquial, en Venezuela suele llamarse a personas así gallitos. El diccionario también los llama, justamente, quiquiriquíes.
         Aunque no es precisamente una quiquiriquí, tengo en casa un pequeño ser humano de cuatro años de edad que insiste en corregirme cuando intento despertarla en la mañana con la conocida llamada. Ella, ojos cerrados aún, lanza su agudo grito: “¡Quiriquiquí...!”. Debe pasar en esta situación lo mismo que con murciégalo, estuata u odontógolo.
         Y ha de pasar en otros idiomas, porque, asombrosamente, los mismos sonidos son oídos de maneras diferentes en las dos orillas de un mismo río, cuando ese río marca la frontera entre un idioma y otro. En francés, todos dicen cocorico, pero al cruzar el canal de la Mancha, tienen que cambiar a cock-a-doodle-doo. Parece que en China el gallo, como si fuera un reloj, canta: “Kukú”. Como que faltaran sílabas, ¿verdad?
         No es cuestión de enquiquirizarse; sólo pongamos los puntos sobre las íes, aprovechando que quiquiriquí tiene tantas. La forma en que se escriben una onomatopeya ofrece siempre variedad de oportunidades para estudiar la lengua y, como habla siempre más de nosotros mismos que del ser o la cosa que produce el sonido, vale la pena ponerle atención. Entonces, ¿cómo escribe usted las onomatopeyas? ¿Cómo las pronuncia? ¿Y en qué idioma las prefiere? ¿Por qué?

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Año VI / N° CXCVI / 26 de febrero del 2018
EDICIÓN DEL QUINTO ANIVERSARIO



domingo, 25 de febrero de 2018

Las extranjias [CXCV]

Edgardo Malaver

¡Estamos de cumpleaños! Ritos de Ilación llega hoy a su quinto aniversario. La alegría de la fecha es de todos los que palpitan cada semana con nuestro trabajo, que es más bien un placer: los que escriben, los que nos escriben, los que nos leen, los que nos difunden, los que nos comentan, los que nos corrigen, los que nos recuerdan, los que no nos olvidan, los que nos esperan... los que queremos tanto.


Julio Cortázar vivió la mitad de su vida en las extranjias



         Otra vez el español de Colombia.  Esta misma semana estaba prendido el televisor en mi casa y pasaban un programa colombiano llamado “Tu voz estéreo”. Es una serie protagonizada por dos periodistas que tienen un programa de radio en el cual entrevistan a gente que viene a contar sus historias, que a veces llegan a convertirse en tramas que involucran a los entrevistadores; a veces también, son ellos, los entrevistadores, quienes terminan resolviendo los dramas familiares, las disputas entre amigos, los crímenes que la policía desdeña.
         Esta semana pasaron un capítulo en que una mujer de unos 50 años, aparentemente con pocos estudios, quizá procedente de un ambiente rural, contaba que su hija de 18 años, en un abrir y cerrar de ojos de ella, había desaparecido de su casa. Un vecino apareció de repente contando que la había visto de la mano con un muchacho en otro pueblo. La madre no quería creer aquella versión, porque sabía que su hija le habría contado primero a ella y, además, porque el único muchacho con quien la niña había salido alguna vez, era uno cuyos padres “se habían llevados para las extranjias”.
         “¡Las extranjias!”, exclamé yo, mudándome para más cerca del televisor, a pesar de las mil ocupaciones que tenía. “¡Qué palabra! Cuando yo era pequeño, necesitaba esa palabra. ¡De ahí tiene que venir los extranjeros!”. ¿No les parece, como dirían los franceses, la perla de las palabras?
         Naturalmente, cuando apareció la muchacha, que había sido secuestrada por el vecino —¡y yo lo adiviné, ¿eh?!—, corrí al diccionario. Lo primero que descubrí en la Academia es que lo registra como extranjía y lo segundo, que no la define, sino que remite a extrajería: ‘condición del que vive en un país extraño’; ‘sistema de normas que regulan la permanencia de los extranjeros en un país’, y ‘conjunto de los extranjeros’). Extranjias, en plural, sin tilde y como nombre de un lugar, no aparece. Aparece la expresión de extranjía, como locución adjetiva coloquial que significa ‘extranjero’, pero también ‘extraño’ e incluso ‘inesperado’.
         No me parece que haga falta mencionar los argumentos de los que creen que se escribe con ge, pero la existencia de esta discusión confirma el dato de que es una expresión coloquial. Ya antes ha publicado Ritos alguna reflexión acerca de la pluralización que hace el pueblo de los nombres de lugar, y esto también concuerda con la coloquialidad.
         Laura Jaramillo y Adrianka Arvelo tendrían que estar fascinadas con esta palabra, que bien puede resultar una señal de mi ignorancia. Ya veo a Luis Roberts escribiéndome mañana para informarme sobre su origen, uso y variantes desde que el mundo es mundo. Yo, mientras tanto, cual Cortázar del siglo XXI, me siento feliz descubriendo el mundo por primera vez después de viejo. Y pensando y pensando en esta nueva palabra vieja, siento que es una lástima que me incomode tanto viajar, porque, con semejante nombre, me encantaría ir a menudo a las extranjias.

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Año VI / N° CXCV / 25 de febrero del 2018





lunes, 19 de febrero de 2018

Lo breve [CXCIV]

Edgardo Malaver


Montaigne, creador del ensayo como género literario,
apreciaba también la brevedad



         Una estudiante de primer año me prestó hace unas semanas un libro suyo que yo estuve curioseando mientras ella respondía un examen: No más de una cuartilla. Trescientos ensayos (Alfa, 2009), de Manuel Caballero.
         Desde el primero de estos ensayos, el autor se ciñe a esta norma expresa en el título. Y en el mismo primer ensayo explica que, aunque un ensayo expresa y argumenta una idea, una opinión, una visión sobre un asunto, es posible la brevedad. Expresar y argumentar, dice, porque en el género del ensayo, que es el género del pensamiento, no vale “jamás esconderse tras aquello de ‘esa es mi opinión y punto’”.
         Leí con emoción ése y muchos de los textos de este libro —que he de devolver mañana a las 8:00 de la mañana— porque eso intentamos hacer en Ritos de Ilación. Esa “norma” de Caballero y que sean 500 palabras o poco más lo que se escriba cada semana es lo único que se nos exige a los autores de Ritos.
         Y esta lectura, a veces deliciosa, a veces dura, me trae a la memoria la archiconocida (pero jamás suficientemente trillada) sentencia de Baltazar Gracián en Oráculo manual y arte de prudencia (1647): “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Y eso no es todo: sabiamente, como siempre, agrega Gracián: “Y lo malo, si poco, menos malo”. Que se nos haga verdad.

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Año V / N° CXCIV / 19 de febrero del 2018

lunes, 12 de febrero de 2018

Unidades de mil, unidades de millón [CXCIII]

Edgardo Malaver


 
Catedral de San José, aledaña a la Plaza
Santander de Cúcuta, Colombia (foto del autor)


         Esta historia tiene dos extremos, dos episodios que están al principio y al final, pero mañana mismo puede aparecer un episodio que vaya más allá, y habrá que escribirlo todo otra vez. En enero del 2017, de regreso de Perú por Cúcuta, al preguntarle a un taxista el precio del viaje desde la Plaza Santander hasta el puente internacional, éste me respondió: “Doce pesitos, paisano”. Naturalmente me sorprendí de cifra tan insignificante, pues unos amigos me habían aconsejado no pagar más de 10.000. Cuando le manifesté mi confusión, me respondió: “Doce mil, doce mil, por supuesto”.
         Hace tres o cuatro días oí contar en mi casa que un obrero se había presentado recientemente en un banco, en Caracas, a cambiar un cheque con que le habían pagado un trabajo. Con la esperanza de no llevar por la calle un paquete demasiado grande que llamara la atención de los ladrones, preguntó si le podían dar, al menos, 60 billetes de 20.000 bolívares, es decir, un millón doscientos mil. La señorita que lo atendía experimentó una sorpresa parecida a la mía en Cúcuta, porque el cheque decía, en letras y en números, que debía entregar a aquel cliente 1.200 bolívares, ni un céntimo más.
         ¿Por qué está pasando esto en Venezuela y en Colombia? En un artículo anterior de Ritos comentaba la aparición de un “nuevo plural” en el español venezolano. Algún nexo debe haber con este otro fenómeno, aunque el de ahora no me parece tan fácilmente comprensible. ¿Qué puede haber causado que, de repente, los hablantes cuenten, con toda normalidad, hasta 999.999 e inmediatamente después digan: “Mil”, en lugar de “Un millón”?  Es posible que el hábito de acortar las cifras “redondas” elidiendo la palabra mil, cuando el contexto indica que todos se refieren a cifras muy altas (lo que en lingüística se llamaría el menor esfuerzo) “engañe” al cerebro, que, al no haber registrado aún, literalmente, el número 1.000 en estos conteos, se decide a terminar en él la cuenta en que se han estado mencionando sólo unidades, decenas y centenas simples.
         También en este caso tiene que tener su participación el contexto, que está metido en todo, pero ¿hace falta que le pase a uno una escena como la de aquel obrero en el banco para percatarse de los inconvenientes de contar de tan disparatada manera? ¿Tiene que pasar por el ridículo o por la estafa para darse cuenta de que 850.000 más 850.000 no da 1.700, ni siquiera tratándose de bolívares... o de pesos? ¿Esto es señal de una extrema habilidad o de torpeza? Si lo es de habilidad, ¿dónde ha dejado la gente que suma así sus quejas sobre las complicaciones matemáticas? Y más allá, ¿esta contrariedad, esta confusión, este fenómeno es meramente matemático o es también lingüístico? Ya ustedes saben mi opinión.
         El año pasado, cuando ya estábamos en el avión de San Cristóbal a Maiquetía, le comenté a mi familia mi conversación con el taxista en Cúcuta. Todos se sorprendieron, es decir, no lo habían oído antes. Al día siguiente, cuando salí a la calle en Caracas, como por obra de magia, todo el mundo estaba hablando como aquel taxista.
         El extremo final de esta historia da la conclusión de que la mayoría de los hablantes, por lo menos en Venezuela, están cambiando los números mediante la herramienta de la lengua... aunque no es lo único que están cambiando. No sé si algún Saussure sabrá explicarse semejante actitud.

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Año V / N° CXCIII / 12 de febrero del 2018






lunes, 5 de febrero de 2018

Adolescente / adolecer [CXCII]

Luisa Teresa Arenas Salas



César Miguel Rondón en su ambiente natural:
la radio (foto:
El Impulso)


A César Miguel Rondón

         Hoy, 19 de enero de 2018, escuchando el programa de César Miguel Rondón, en su tradicional segmento de los viernes, “Soundtrack de su vida”: las canciones que han marcado la vida de Edgar Ramírez, me quedé patitiesa al escuchar a mi admirado periodista, locutor, animador cuando decía que, palabras más palabras menos, adolescente viene de adolecer, que significa ‘carencia de madurez, de seguridad, de todo’.
         “No puede ser —me dije— que mi admirado César Miguel Rondón haya caído en la trampa de confundir el significado del verbo adolecer y lo asocie con la raíz de la palabra adolescente. Esto merece transformarse en un rito dedicado a este insigne comunicador social y, por supuesto, a mis estudiantes de la EIM y a los lectores de Ritos de Ilación”.
         El verbo irregular, adolecer, “en su acepción más habitual, tener algún defecto o sufrir de algún mal, es intransitivo y lleva un complemento introducido por de, que expresa el defecto o el mal” (RAE y ASALE, 2005, p. 22). La trampa en la que cayó Rondón en ese programa que fue grabado en 2011 y repetido en 2016 y ahora en el 2018, fue el uso popular del término con un significado antónimo, tal como lo cita el Panhispánico: “es impropio usar este verbo con el significado de “carecer”. Ilustrémoslo con ejemplos sencillos cotidianos. Piense en las palabras de un médico cuando, después de examinar a un paciente, haber conocido sus síntomas y estudiado los resultados de exámenes de laboratorio, le dice, de manera conclusiva: “Usted adolece de un cáncer grado 3”. ¿Es motivo de alegría este resultado? Otro ejemplo que se escucha mucho en los campos de juego cuando el equipo pierde es: “Los jugadores adolecen de un entrenamiento adecuado”.
         Esa trampa en la que fue atrapado Rondón sigue al creer que adolescente tiene una raíz próxima a adolecer, dada su similitud morfológica, asociada al sentido erróneo que señalamos arriba. Para aclarar esto, recurrimos a Google, a la Hispanoteca Lengua y Cultura y citamos la explicación que daJusto Fernández López al respecto:

La palabra adolescente viene del latín adolescens, adolescentis, ‘que está en período de crecimiento, que está creciendo’ y es el participio presente del verbo adolescere, ‘criarse, ir creciendo, estar creciendo, madurar’. Este verbo latino es un compuesto del prefijo ad-, ‘hacia’, y el verbo alescere, ‘crecer’, forma incoativa (que implica o denota el principio de una cosa o de una acción progresiva) del verbo latino alere, ‘nutrir, alimentar, criar’ (2009, párr. 2).

         Hecha esta explicación, creo que es difícil desde el punto de vista lingüístico que, con esa confusión asociativa por similitud de forma en las palabras adolescente y adolecer, se vaya a cumplir la tesis de que “el uso impone la norma”. Como concluye Fernández López:

etimológicamente, adolescente y adolescencia no tienen nada que ver con la idea de que en esta etapa del desarrollo se adolece de alguna cosa o falta algo. No es una etapa de carencias, sino de crecimiento, que en muchos puede ser traumática o dejar recuerdos dolorosos (2009, párr. 4).

         Por ello, siendo un tanto redundante en la explicación, anoto los significados propuestos en el Diccionario de la Lengua Española (digital), edición del Tricentenario, actualización de 2017:

adolecer. Del ant. dolecer. Conjug. actual c. agradecer. 1. tr. desus. Causar dolencia o enfermedad. 2. intr. Caer enfermo o padecer alguna enfermedad habitual. 3. intr. Tener o padecer algún defecto. Adolecer DE claustrofobia. 4. prnl. compadecerse ( sentir lástima).
adolescente. Del lat. adolescens, -entis. 1. adj. Que está en la adolescencia. Apl. a pers., u.t.c.s.
adolescencia. Del lat. adolescentia. f. Período de la vida humana que sigue a la niñez y precede a la juventud.

         Estoy segura de que pasados siete años (de 2011 a 2018) desde la grabación del soundtrack de la vida de Edgar Ramírez, ya mi admirado César Miguel Rondón en algún momento se habrá percatado de su error y habrá reaprendido el significado de adolecer y la etimología de adolescente y no volverá a asociar esa bella y, a veces, difícil etapa de la vida del ser humano con “carencias” sino con crecimiento hacia la adultez. Y, en caso de que no lo haya hecho, sirva este rito que a él dedico para internalizar el sentido de adolecer como ‘padecer’ y nunca ‘carecer’. “Errar es de humanos”, lo importante es rectificar a tiempo y hacer, por ejemplo, una “fe de erratas” cuando esa excelente entrevista a Edgar Ramírez sea nuevamente puesta al aire.
         César Miguel Rondón, el cariño es el mismo y seguirás siendo objeto de mi admiración.

ue.eim.ucv@gmail.com


Referencias bibliográficas
Fernández López, Justo (2009). “¿En qué consiste el error de considerar que adolescente tiene relación con adolecer?”. Disponible en http://hispanoteca.eu/Foro-preguntas/ARCHIVO-Foro/Adolescente%20y%20adolecer.htm.
Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española (2005). Diccionario panhispánico de dudas. Madrid: Santillana.



Año V / N° CXCII / 5 de febrero del 2018