lunes, 26 de diciembre de 2016

Perú (II) [CXXXVI]

Edgardo Malaver


Pizarro Going to Peru (1878), de Constantino Brumidi,
en el Capitolio de Washington



         A los niños siempre nos llama la atención que la lengua, que a nuestro juicio debería ser uniforme y regular, sea tan caprichosa y zigzagueante. A uno le enseñan en la escuela (o comienza a oír en casa) nombres como Francia, Colombia, Nigeria, y de repente comienza también a escuchar que algunas personas, de la nada, dicen “la India”, “los Países Bajos”, “el Perú”. ¿Por qué le sacuden a uno el mundo de esa manera?
         Más tarde descubre uno que no todos esos nombres que parecen requerir el artículo lo necesitan de verdad. Perú, por ejemplo, puede funcionar con artículo y sin él. Y después se descubre que algunos de estos nombres sólo en los lugares así nombrados tienen el artículo siempre. Perú, por ejemplo. En Venezuela no es frecuente, ni remotamente, que los hablantes digan “el Perú”, pero en Perú, no hay nadie, excepto los extranjeros, que diga nunca solamente, así, con desamparo, “Perú”.
         Este uso, por lo menos en el país de los incas, de ninguna manera es nuevo. En 1526, en su segundo viaje, Francisco Pizarro convenció a 13 de sus hombres de quedarse con él en la Isla del Gallo, en lugar de obedecer la orden de regresar que le enviaba el gobernador de Panamá, trazando con la espada una raya en el suelo, señalando al sur y diciéndoles: “Por aquí se va al Perú a ser ricos, por aquí se va a Panamá a ser pobres. Escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere” (Lorente, 2005, 107). Se decía así en tiempos fundacionales y así se dice ahora.
         Parece que pasa lo mismo en Argentina y en Ecuador. Hasta donde ha llegado mi oído, los ciudadanos de estos países sólo dicen, respectivamente “la Argentina” y “el Ecuador”. Yendo por ese camino, me percato de que América del Sur es como un manantial de lugares que tienen nombres a los que a veces les toca aparecer con artículo y otras sin él. Incluso existe una “regla” al respecto, en la que el uso del artículo “es natural” cuando el país lo lleva en su nombre oficial: República del Ecuador, República del Paraguay, República del Perú, República Federativa del Brasil, República Oriental del Uruguay. Curiosamente, el nombre oficial de Argentina es República Argentina. El Salvador, que no es sudamericano, no entra en el grupo porque el artículo forma parte del nombre en todos los casos.
         Estas “sacudidas” pueden contrariarnos un poco cuando comenzamos a aprender español, como nativos o como extranjero, pero no representan problema alguno para la lengua misma. Pizarro desobedeció aquella orden y a cambio consiguió la autorización del rey para conquistar Perú, es decir, para encontrar inmensa cantidad de riquezas. De igual modo, la lengua gana en matices, es decir, en riqueza, cuando en unos lugares se observa fielmente la “norma” y en otros lugares, a veces se hace lo mismo, y otras, otra cosa.

emalaver@gmail.com



Bibliografía
Lorente, S. (2005). Escritos fundamentales para la historia peruana. Lima: COFIDE-Universidad de San Marcos.





Año IV / N° CXXXVI / 26 de diciembre del 2016

lunes, 19 de diciembre de 2016

Hayaca [CXXXV]

Edgardo Malaver


De la página 643 de la 15ª edición
del diccionario de la Academia (1925)



         Una vez, en el año 2000, trabajando como corrector en una revista, hice una travesura. En la edición de diciembre se me estaba escapando un error inmenso en un reportaje sobre las comidas venezolanas de Navidad. La palabra hayaca aparecía en casi todos los párrafos y yo no me daba cuenta. Un minuto antes de devolver el material al jefe de redacción, mi ángel de la guarda se apoderó del control de mis ojos e hizo que mi vista cayera sobre la dichosa palabra que se agazapaba sobre el papel entre las demás, que, cómplices, la escondían.
         Me devolví, me senté de nuevo en mi escritorio y cogí el diccionario, dominado por una pregunta, más que por una duda: “¿Por qué Álvaro Melgarejo, el periodista más correcto del estado, habrá escrito hallaca con ye?”. Y el diccionario, mirándome con los ojos de mi madre cuando me increpa: “¡¿Esa es la educación que yo te he dado?!”, me respondió: “Pastel de harina de maíz relleno con pescado, carne en pedazos pequeños u otros ingredientes, que, envuelto en hojas de plátano, se hace en Venezuela, especialmente en Navidad”. O sea, Melgarejo, como siempre, sabía lo que estaba haciendo.
         Qué tentación. Si un día, en el Sol de Margarita, había despertado el escándalo de todos al poner tilde a la mayúscula inicial del apellido del gobernador, lo cual estaba respaldado por las reglas del español, ¿qué destino me esperaba si dejaba, en apariencia, mal escrita una palabra tan importante en diciembre en toda Venezuela? Pero qué delicioso iba a ser ponerle el diccionario en la cara al director cuando viniera a reclamar que yo había dejado escapar un error de aquel tamaño (que para mí se había reducido inmensamente al pasar por la conciencia de Melgarejo). Iba a ser placentero demostrarles a todos en aquella revista que nadie corregía a los correctores, excepto cuando eran los redactores quienes se equivocaban. Qué tentación.
         Además, había sostenido con Melgarejo conversaciones sobre la manía de la gente de creer que la Academia tiene siempre la última palabra y, a pesar de ello, no hacerle caso nunca. Todo desembocaba siempre en la idea de que nadie se fija en cómo se escriben las palabras... en los medios de comunicación, se entiende. Así que aflojé mi resistencia y me dejé tentar por el diablito de la travesura. No corregí el “error” y entregué la que aquella tarde fue la última prueba que debía leer.
         (Ahora que Internet lo permite, he descubierto que la palabra hayaca, aunque con una definición más amplia, ha estado en el diccionario desde 1925, que desde el 2001 aparece al mismo tiempo como cubanismo y venezolanismo y que en este último caso tiene, como ortografía alternativa, hallaca.)
         En la noche, según me contaron, llegó Melgarejo a la redacción y preguntó por mí. Y todos les respondieron que ya había terminado mi turno. La tarde siguiente fui yo quien preguntó por él. Y me respondieron que había salido a una rueda de prensa del gobernador. Cuando llegué a mi escritorio encontré una nota con su letra que decía: “Ganamos una. Buen trabajo, muchacho”. Nadie más dijo nada.

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Año IV / N° CXXXV / 19 de diciembre del 2016

lunes, 12 de diciembre de 2016

Perú [CXXXIV]

Edgardo Malaver


Núñez de Balboa descubre el océano,
de Tancredi Scarpelli (1866-1937)



         La de veces que sucede que uno cree que se está entendiendo con los demás, y resulta que está entendiendo algo radicalmente diferente. Y como les pasa lo mismo a ellos, todo queda bien, todos nos quedamos con nuestra equivocada versión correcta de las cosas y no nos lanzamos golpes, pero en realidad no nos hemos entendido. Ha sucedido incluso con los orígenes de los nombres de algunos países.
         El Inca Garcilaso de la Vega cuenta, en su célebre libro Comentarios reales, de 1609, que el nombre Perú no existía en la lengua de los indios del lugar, lo crearon los españoles. Poco después de 1513, Vasco Núñez de Balboa (1475-1519), que en ese año se había convertido en el primer europeo en encontrar el Océano Pacífico por su costa oriental, se fue a averiguar también cómo se llamaba aquella tierra que ahora era suya. Desde uno de los cuatro barcos que mandó construir para ello, sus hombres vieron a un indio que pescaba en la desembocadura de un río y lo atraparon para que les informara lo que deseaban saber. Le preguntaron: “¿Qué tierra es esta y cómo se llama?”. El indio entendió que le preguntaban su nombre y lo dijo: “Berú”. Ellos siguieron haciéndole señas y el indio creyó que le preguntaban dónde lo habían encontrado y respondió: “Pelú”, palabra con la que en su lengua se llamaba al río. Desde aquel momento, “que fue el año de mil y quinientos y quince, o diez y seis, llamaron Perú aquel riquísimo y grande imperio, corrompiendo ambos nombres, como corrompen los españoles casi todos los vocablos que toman del lenguaje de los indios de aquella tierra”, nos confía el poeta.
         El mismo Inca Garcilaso, en su Florida del Inca, de 1605, relata casi la misma historia sobre el origen de Yucatán. Y en Margarita Jesús Manuel Subero (¿o habrá sido Ángel Félix Gómez?) explica exactamente así la aparición del nombre Paraguachí en castellano. Ya no lo llamaríamos corrupción, pero son ejemplos suficientes para pensar que debe haber pasado en toda América... o dondequiera que un pueblo ha ido a conquistar a otro.
         La de historias nacionales que provienen de un “error” de esta naturaleza. Perú llegó a ser un virreinato, el mayor, de la corona española entre 1542 y 1824, representó la fuente más abundante de riquezas para el reino español, acumuló un patrimonio cultural que hoy en día aún vibra y deslumbra a los visitantes, y todo esto existió y existe siempre bajo un breve nombre que provenía de un error de comunicación, de una situación en que era casi imposible obtener el socorro de un intérprete. Parece, sin embargo, que fue un error afortunado.

emalaver@gmail.com






Año IV / N° CXXXIV / 12 de diciembre del 2016

lunes, 5 de diciembre de 2016

Expectativa y realidad ante las palabras (parte I) [CXXXIII]

Efraín Gavides Jiménez



Zumo, jugo o aguardiente de caña: guarapo 
(o warapu, del quechua)



Las palabras son abstracciones que “fijan” o “congelan” una realidad (y a nosotros dentro de ella) que está en continuo movimiento.

Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia

         Debo este rito a un creciente interés por asuntos etimológicos. Entre otras inquietudes he visto que son innumerables las veces en que las palabras nos llegan cuando somos ignorantes tanto de su origen como del rumbo que pueden imponernos, aunque las manejemos con cierta familiaridad. Lo que quiero decir es que la razón de ser primigenia de las palabras y su interpretación, el fundamento que tienen y su inmediata interpretación[1], aunque suelen ser arbitrarios, crean símbolos de uso cotidiano. Sabemos, por ejemplo, que nada tiene que ver la palabra bola (un cuerpo esférico) con la interjección ¡qué bolas! (expresar rechazo). De la misma manera, capacho (una espuerta; una planta, o su raíz) con la expresión peyorativa viejo capachero. Además sabemos que, en principio, las lenguas ejercen tal dominio por la necesidad que de ellas tenemos: la necesidad de un sistema de expresión y comunicación.
         He dicho que desconocemos el rumbo que pueden imponernos las palabras porque ante ellas, muchas veces, estamos en una situación de expectativa-realidad. Se ignora, se repele o se olvida una palabra debido a que no se logra conectarla con la experiencia como hablante. Sin embargo, no pocas personas (y en no pocas ocasiones) mantienen la esperanza de establecer la mencionada conexión, sea arbitraria o sea con una justificación conforme a la razón.
         Nuestra palabra guarapo (en rigor una bebida) denota algo cuya relación con su origen (warapu, del quechua) no nos desesperanza tanto: zumo, jugo o aguardiente de caña. Pero el símbolo guarapo (o warapu) es independiente a la imagen de la bebida. Un poco más cercana a la realidad (aunque compartiendo la suerte de las anteriores) está la sonora e iluminadora palabra traquetear, cuya mera articulación ya representa y recrea al objeto que refiere (¿una silla, una cama, un baúl?).
         La literatura, sobre todo la poesía y en general el lenguaje poético (desde la escritura y en la oralidad) es capaz de mitigar la arbitrariedad de las palabras como símbolo, como signo lingüístico[2]. Las razones de esto, en mi próximo rito.

gavidesjimenez@gmai.com





[1] Sigo aquí la definición de “etimología” del Diccionario de la lengua española: «origen de las palabras, razón de su existencia, de su significación y de su forma». Madrid: Real Academia Española, 2016. Diccionario en línea. Disponible en: http://dle.rae.es/?id=DgIqVCc. Consulta: noviembre, 08 de 2016.
[2] Cf. Saussure, F. Curso de lingüística general, Cap. I.



Año IV / N° CXXXIII / 5 de diciembre del 2016



Otros artículos de Efraín Gavides

lunes, 21 de noviembre de 2016

¡Qué molleja de metáfora! [CXXXII]

Laura Jaramillo



“¿Usted ha visto una cucaracha muerta
rodeada de hormigas?”.
Formica prima,
Francesco Redi, 1687


         Hace algunos días, estuve viendo un programa sobre medicina, y alguien le preguntaba al médico si era verdad que a los niños recién nacidos no se les puede cortar el pelo porque se quedan mudos. Luego de arrugar las caras, la mía y la del médico, y reír también, por supuesto que la respuesta fue negativa.
         Sin embargo, lo curioso de la anécdota no fue la absurda pregunta, sino el comentario que hizo el médico, pues él se imaginó que esa creencia, como muchas otras parecidas, era producto de experiencias en las cuales se asocia una cosa con otra. Así es exactamente lo que sucede con el lenguaje metafórico; asociamos dos situaciones, objetos o personas, para crear las “metáforas de la vida cotidiana”[1].
         Nuestra hermosa lengua no escapa de la situación que actualmente vivimos; nosotros, los usuarios de la lengua, asociamos las situaciones de la vida cotidiana con diferentes aspectos. Para muestra, varios botoncitos.
         Cuando llegamos tarde a la repartición de números (ustedes sabrán pa qué), hacemos una asociación hípica, pues llegamos detrás de la ambulancia. Y si se nos ocurre quedarnos dormidos, entonces la cosa es que nos quedamos en el aparato.
         Cuando estamos cansados y queremos retirarnos de alguna situación o lugar, hacemos asociaciones boxísticas, pues tiramos la toalla, y más si el camión imaginario (porque estoy convencida de que es imaginario) nunca llegó.
         Las colas se hacen por turnos, es decir, es una especie de carrera de relevos, porque primero se va el papá, a las pocas horas, se va la mamá para que el señor se vaya a descansar, y así sucesivamente, o sea, se pasan olímpicamente el testigo.
         Esta última asociación que les daré es cortesía de un vecinito de apenas 12 años, que me preguntó si alguna vez he visto una cucaracha muerta rodeada de hormigas. Yo le respondí que sí. Entonces me dijo que los de la cola son las hormigas y el insecto rastrero es el camión. ¿Qué otras tantas cosas se imaginará este aprendiz de lingüista?
         De alguna manera, y sin llegar a ser absurdas, estas asociaciones son el reflejo de nuestras vivencias y son las que nos sirven para expresar bien clarito lo que sentimos y pensamos. Como dirían los hermanos maracuchos: ¡Vergación, qué molleja de metáfora!

laurajaramilloreal@yahoo.com





Año IV / N° CXXXII / 21 de noviembre del 2016





[1] Lakoff, G. y Johnson, M. (1980). Metáforas de la vida cotidiana. Cátedra: Madrid.

lunes, 14 de noviembre de 2016

¡Oh! ¿Qué será? [CXXXI]

Laura Jaramillo


“...con la seriedad de Juan Vicente Gómez...”.
Caricatura de Pedro León Zapata, 24 de julio del 2007



         Hago referencia al título de esa canción, pues he podido darme cuenta de que hay una necesidad de adaptar al español las palabras que vienen de otros idiomas, muy especialmente del inglés, particularidad lingüística que puede observarse en las series de televisión o en las películas, las cuales deben traducirse al español, bien sea por subtítulos o por doblaje.
         El mercado de este tipo de traducciones lo tiene México, al menos una gran parte, por lo que a ellos les debemos que muchas adaptaciones formen parte de nuestra habla, sin que por ello se incurra en error o se corra el riesgo de que nuestro interlocutor no nos entienda, pues ya son de uso común entre los hablantes.
         Ahora, ‘feisbuquiamos’ y ‘tuitiamos’, y nuestras fotos o comentarios publicados tienen cientos de ‘laikeadas’. Pero no solo eso, también tenemos que ‘textear’ o ‘mensajear’, ‘guasapear’ y ‘fotochopear’. En el caso del WhatsApp, terminamos diciendo ‘guasá’, porque a nosotros nos encanta aspirar los sonidos.
         En una película de acción, los policías o los malos de la película están ‘francotirando’. En el canal de ‘vídeos’, hacen un ‘rankeo’, o sea, un conteo de los más pedidos. Y los artistas se la pasan ‘instagramiando’.
         Hace algún tiempo, cuando se nombró tanto la Ley de Amnistía, hubo periodistas que con la seriedad de Juan Vicente Gómez decían sin inmutarse ‘amnistisiado’. La que se inmutaba era yo, que me daba vuelta la cabeza como gallina a medio matar.
         Sin ir muy lejos, ‘bachaqueo’, que denomina esa grotesca actividad comercial, es una palabra que proviene de Bachaquero, una población del estado Zulia. Además de ser una zona petrolífera, es un punto de partida para el contrabando de mercancía de aquí pa allá. Actualmente, se ha desvirtuado un poco su significado, pues no hacemos mercado, sino que vamos a ‘bachaquear’. O a lo mejor es una metáfora que proviene de esa hormiguita culona que se la pasa llevando pedacitos de hoja de un lado a otro. Ustedes dirán.
         Por cierto, los colombianos en este caso dicen que van a ‘mercar’, y, curiosamente, en el caso del Twitter, no dicen ‘tuit’, sino ‘trino’, lo que realmente hace el pajarito, y no silbar como dijeron por ahí hace algunos añitos.
         Por eso, a lo Willie Colón, me pregunto, ¡oh!, ¿qué será?, ¿qué será...? ¿Qué será lo que impulsa a los hablantes a crear giros terminológicos o a hacer adaptaciones al español? ¿Por qué no buscamos un equivalente? ¿Hasta qué punto es válido enriquecer la lengua de este modo? No sé, no sé y no sé. Al final del camino, quizás no sea tan malo, solo queremos expresarnos y hacernos entender, o sea, como el serrucho, pa allá y pa acá.

laurajaramilloreal@yahoo.com






Año IV / N° CXXXI / 14 de noviembre del 2016

lunes, 7 de noviembre de 2016

Baralt no desapercibido [CXXX]

Sérvulo Uzcátegui Gómez


Baralt en el centro de su plaza en Maracaibo
(foto del autor, 1983)



         Cuando quien escribe estas líneas, por alguna diligencia de mayor o menor importancia, debe dirigirse al centro, el casco histórico de la ciudad de Maracaibo, suele ocurrir que tenga que pasar frente a la estatua de Rafael María Baralt, en la plaza homónima, frente a la capilla que aquí llaman «del convento». Allí está esa estatua, de cuerpo entero de pie en bronce, desde 1888; la pequeña ciudad de entonces, todavía de carácter insular, a toda una vida de distancia del puente que la uniría con el resto del país, se la dedicó a uno de sus más excelsos hombres de letras, quien fuera escritor, periodista, filólogo, crítico y poeta; pareciera que observa a quien pasa frente a ella bajo el inclemente sol, y aún así pasa completamente inadvertida, en medio del deterioro, la basura por todos lados y la procaz rutina del día a día maracaibero.
         Que este humilde servidor ya no diga (como todavía mucha gente en el entorno inmediato sigue haciéndolo hasta el día de hoy) que el Baralt de bronce pasa desapercibido, es algo que le deberá y agradecerá por siempre al Baralt de carne, hueso y pluma ilustre, y a su diccionario de galicismos.
         El Diccionario de galicismos de Rafael María Baralt, publicado originalmente en 1851 y luego muchas otras veces (p. ej. por la Universidad del Zulia en 1963) sigue siendo (por lo que puede extraerse de una indagación en Google y Wikipedia) obra de referencia de primera mano para quien busca cultivar una expresión en español (al menos por escrito) con propiedad, dando a preposiciones, adverbios, verbos y frases un uso castizo, alejado del calco de su uso correspondiente en francés, práctica muy en boga en tiempos de Baralt y que alcanza hasta nuestros días.
         A propósito de desapercibido escribió Baralt:

DESAPERCIBIDO, DA

Pasar desapercibido (una verdad, una persona, un suceso, etc.) es hoy un barbarismo tan generalizado que excuso poner ejemplos de él, pues dondequiera se encuentran a montones.
Con ser muy generalizados los galicismos que hoy se cometen, hallo que ninguno lo es tanto como este disparatadísimo pasar desapercibido: locución que en todo rigor significa en castellano pasar alguno desprevenido, desprovisto de lo necesario para alguna cosa; y no, como quieren los galiparlistas, pasar no visto, no advertido, inadvertido, ignorado, según los casos.
Téngase y considérese, pues, como delito grave contra la lengua; y arguya supina ignorancia en quien lo use (pág. 265, edición de la Universidad del Zulia).

         Por supuesto que un comentario así, más de ciento cincuenta años después de su primera publicación, se presta para polémica, puede reprochársele ser anticuado y demasiado exigente. Pero hay que tener en cuenta que Baralt era un purista, consciente de la función del lenguaje como constructor de la realidad y portador de la cultura nacional, y por lo tanto desconfiado ante la entrada gratuita, excesivamente generosa de expresiones extranjeras en la lengua nativa.
         Es de temer que cualquiera que se exprese en esos términos, más o menos correctamente, cosechará crítica en nuestra época, como la cosechó Baralt en la suya. Pero no pasará inadvertido, como no lo hará Baralt para quien, obligado a caminar bajo el inclemente sol del mediodía por el casco histórico de Maracaibo y a pasar frente a su estatua, es consciente de la función del lenguaje y se siente corresponsable de su integridad y su preservación.
         Y una cosa definitivamente no hará Baralt: ¡pasar desapercibido!

servuzcg@yahoo.es





Año IV / N° CXXX / 7 de noviembre del 2016

lunes, 31 de octubre de 2016

Mnemotecnia [CXXIX]

Edgardo Malaver



Guzmán (Carlos Mata) descubre el cuadro protagonista
de Desnudo con naranjas (1995), de Luis Alberto Lamata



         En el número 128, “Palabras forajidas”, terminamos diciendo que, según la profesora Liliane Machuca, de Lengua Española, la solución para las palabras forajidas era la mnemotecnia. Me propuse “adivinar” lo que pudieran ser las técnicas de la profesora para recordar algunas de esas palabras “delincuentes, que andan fuera de poblado, huyendo de la justicia”, y, en lugar de ello, apenas puedo ofrecerles algunas de las que yo he utilizado. Las expongo aquí sin promesa de éxito.
         La primera palabra forajida que mencionábamos la semana antepasada era escasez. ¿Cómo podemos recordar si la última sílaba se escribe con ese o con ce, con ce o con zeta, si lleva tilde o no? Es sencillísimo. Intente escribir escaso con ce, y verá cómo se convierte en escaco. No es con ce. Con respecto a la zeta, podemos pensar que pertenece al mismo grupo que vejez, solidez, madurez.
         Luego hablábamos de sobre todo y su compañero de fuga, sobretodo. Ni siquiera hace falta tener una mnemotecnia para esto, pero puede ser útil pensar que, en el primer caso, sobre equivale a por encima de, es decir, cuando decimos Me gustan las frutas, sobre todo las naranjas, estamos diciendo que las naranjas están de primeras, por encima de todas las demás, entre mis frutas favoritas. Recordando esto, queda claro cómo se escribe la otra, así que no escapará ninguna de las dos.
         En la trilogía formada por a sí mismo, así mismo y asimismo, conviene recordar que el pronombre personal de tercera persona singular vale lo mismo que él. En la oración Se miró a sí mismo en el espejo, el sujeto está frente a un espejo y es su propia imagen lo que mira, es decir, se mira a él mismo. Por otro lado, como así significa ‘de este modo’, entonces así mismo significa ‘de este mismo modo’. Al quedar aislado, asimismo es muy fácil de aprehender: es sinónimo de también. Es una trilogía ambigua, sí, porque casos abundan en que podrían funcionar las tres opciones, pero, como se sabe, el contexto es capaz de aclarar todos los misterios.
         Y llegamos al que parece ser el trío más divertido de los mencionados: ay, ahí y hay: interjección, adverbio y verbo, respectivamente. Y la mnemotecnia puede ser la más graciosa: “¡Ay, ahí hay!”. Sorpresa, en ese lugar tenemos algo.
         Respecto a basta y vasta, ¿le sirve relacionar el primero con bastante (es decir, ‘que basta’... y quizá sobre)? ¿Se ha dado cuenta de que tiene algo de abasto, de abastecimiento? Vista la diferencia desde adentro, el segundo tiene que ser con ve, con la que se escribe también devastación, por algo será.
         Sólo nos queda o sea. Todo lo que hay que decir en este caso se resume en que aquí el verbo sea está, aunque no lo notemos, en imperativo. O sea, el hablante que lo usa ordena que lo que acaba de decir sea comprendido como va a decir a continuación. (Esa, por cierto, quizá sea una buena razón para no repetir o sea cada tres palabras.)
         Sobre a su vez ya ha tratado en Ritos XXIV. El cuarteto de porque, porqué, por que y por qué ameritaría un artículo aparte, si es que puede encontrarse una forma que no sea la lógica de identificar cuándo usar cada uno. El cambio de veníamos por veníanos, que señalábamos como el más forajido de la lengua, será objeto de estudio más tarde.
         No estoy seguro de haber sido muy mnemotécnico. En todos los casos, la clave, más que mnemotécnica, debe ser de conciencia. Lo que debe uno hacer siempre es pensar, aplicar el conocimiento que ya posee para abrir caminos hacia el conocimiento nuevo. La profesora Luisa Teresa Arenas, de Lingüística, diría con toda contundencia que es un asunto de la imagen que tiene la palabra en nuestra mente. Ergo, en la próxima oportunidad que tengamos, hablaremos de ella.

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Año IV / N° CXXIX / 31 de octubre del 2016



lunes, 17 de octubre de 2016

Palabras forajidas [CXXVIII]

Edgardo Malaver



Goethe y Schiller en el Teatro de Weimar.
No salían sin sobretodo, sobre todo en invierno



         Nancy Echezuría, profesora de Política y Economía de la Escuela de Idiomas, me hace el honor en cada reunión de departamento de afirmar que en algún momento yo le he hablado de un grupo de palabras que alguna vez llamé “forajidas”. Menciona siempre el ejemplo de escasez, que es quizá la más frecuente en los labios de los venezolanos en estos días y la más impresa en los periódicos de toda Venezuela, pero nadie sabe nunca cómo escribirla. La verdad es que sólo recuerdo ese episodio remotamente, pero creo que estas palabras merecen algo de nuestra atención, sobre todo si tenemos que influir en los estudiantes para que las conozcan por dentro y por fuera.
         Por mi cuenta (es decir, sin acordar con la profesora Echezuría, pero la entero ahora por medio de Ritos), he incluido en ese grupo palabras y expresiones que encuentro mal escritas todo el tiempo en todas partes. Una que incluso parece graciosa es la locución adverbial sobre todo (equivalente a ‘mayormente’, ‘principalmente’), que muchos estudiantes se empeñan en juntar sin darse cuenta de que la convierten en el sustantivo sobretodo (‘abrigo’, ‘impermeable’), que ridiculiza cualquier cosa que pretenda destacar.
         También suelo compadecerme de la construcción a su vez, sobre la que ya he escrito en Ritos y a la que muchísimos hablantes atribuyen el significado de ‘también’, ‘incluso’ o ‘al mismo tiempo’. Existen hasta familias de palabras que se entremezclan en la imaginación de muchos y resultan en frases con sentidos a veces retorcidos, a veces muy divertidos. Pienso, por ejemplo, en asimismo, así mismo y a sí mismo; porque, porqué, por que y por qué; ay, hay y ahí; abra y habrá. Nada es, sin embargo, más forajido en la lengua que el cambio de veníamos por veníanos.
         Ya vasta. Lo digo a propósito, porque este terreno es amplísimo, y es una bastedad escribir las palabras de ciertas formas. Osea, seamos serios. ¿Por qué son forajidas estas palabras? ¿Porque se nos escapan? Sí, se nos escapa su ortografía, se nos esconde su origen, se nos escurre su sentido. Es, por lo que dicen los especialistas, un asunto de atención, de vista, de detenerse a mirar para recordar.
         ¿Cómo haremos para recordar cómo escribir bien escasez y todas las otras palabras forajidas sin que nos quede rastro de duda?, le preguntan los estudiantes a Echezuría de vez en cuando. La profesora Liliane Machuca dijo en la última reunión de departamento que la solución es la mnemotecnia (palabra curiosa también). La semana que viene le toca a Machuca, entonces.

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Año IV / N° CXXIV / 19 de septiembre del 2016



lunes, 10 de octubre de 2016

La gente cree que no sabe nada de lingüística [CXXVII]

Edgardo Malaver



García Lorca (1898-1936), hombre fino
que escribe con la lengua del pueblo



         Mucha gente parece creer que la lingüística es cosa del otro mundo. Sin embargo, todos incluimos en nuestra habla cotidiana mil conceptos que provienen de los estudios científicos de la lengua. Es como con la matemática —en realidad con cualquier ciencia—. Cada día oye uno a muchísimas personas decir que los números, las relaciones aritméticas, las operaciones más sencillas, son imposibles de entender, pero todo el tiempo lanzamos afirmaciones como “La línea recta es el camino más corto entre dos puntos”, “La luz viaja a mayor velocidad que el sonido”, “Los signos contrarios se anulan”. No sé nada de medicina, pero sé que los glóbulos blancos combaten los gérmenes. No sé nada de física, pero sé que la luz viaja en línea recta. Al final es más o menos lo mismo con la lingüística. No hace falta saber leer ni escribir para detener una discusión con un “¡Y punto!”.
         Veamos algunas cosas que decimos todos y el área de la lingüística en que, sin proponérnosle, incursionamos:

¡Pronuncia bien, modula! (fonética)
A buen entendedor, pocas palabras bastan (pragmática)
Esa palabra no está en el diccionario (lexicografía)
Lo demás es cuestión de semántica (sintaxis)
Me lo contó todo con puntos, comas y acentos (puntuación)
No es lo que lo dices sino cómo lo dices (pragmática)
No hay palabra mal dicha sino mal interpretada (semántica)
No me gusta su acento (fonética)
No sabe ni la o por lo redondo (ortografía)
Tiene un verbo incendiario (morfosintaxis)
Vamos a poner los puntos sobre las íes (ortografía)

         Acento, adjetivo, apóstrofe, arcaísmo, artículo, aumentativo, barbarismo, carácter, coma, concordancia, conjugación, dialecto, diminutivo, discurso, esdrújula, frase, gerundio, gramática, guion, habla, idioma, lengua, lenguaje, letra, léxico, mayúscula, minúscula, oración, ortografía, palabra, participio, plural, pluscuamperfecto, predicado, preposición, pronunciación, redundancia, significado, sílaba, singular, sujeto, sustantivo, verbo, todos estos son conceptos científicos que la gente usa todos los días. Los lingüistas no han inventado nada, entonces. Todo proviene de los hablantes, que según García Lorca son los grandes poetas de las lenguas.

emalaver@gmail.com







Año IV / N° CXXVII / 10 de octubre del 2016

lunes, 3 de octubre de 2016

Doble acentuación, ¿doble dolor de cabeza? [CXXVI]

Andrea Villada


 
Agentes alérgenos, o alergenos, que enferman a las personas.
El violinista enfermo (1886), de Cristóbal Rojas

 

         Las normas de acentuación son bastante claras en nuestro idioma español y todos las conocemos bien, o al menos, a estas alturas de nuestras vidas, deberíamos conocerlas. Así, sabemos que existen cuatro tipos de palabras según la ubicación de la sílaba tónica: agudas (acentuación en la última sílaba), graves (acentuación en la penúltima sílaba), esdrújulas (acentuación en la antepenúltima sílaba) y sobresdrújulas (acentuación en cualquier sílaba que esté antes de la antepenúltima) y que cada una viene con su propio reglamento en cuanto a la inclusión de la tilde.
         Hasta allí todo está bien, ¿no es cierto? Pero, dado que la primera área de estudios en la que me especialicé es una ciencia de la salud, me di cuenta de que nadie se termina de poner de acuerdo en cuanto a la pronunciación de ciertas palabras. De esta forma, tan solo en medicina, pude conseguir al menos tres que parecieran graves o esdrújulas dependiendo de la preferencia de quien las pronuncia. Estas son omoplato/omóplato, alveolo/alvéolo, cardiaco/cardíaco y diabetes/diábetes.
         Así que me di a la tarea de buscar en la sagrada biblia de cualquiera que estudie Idiomas Modernos, el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, para ver, de una vez por todas, cómo es que se pronuncian dichas palabras. Es así como llegué a notar que, aunque al parecer sea el que lleve la batuta, el ámbito de la salud no es, ni de cerca, el único afectado por estas ambivalencias idiomáticas en las que el acento de la palabra puede recaer en diferentes sílabas. Encontramos entonces palabras como vídeo/video, austríaco/austriaco, olimpíada/olimpiada, período/periodo, policíaco/policiaco, zodíaco/zodiaco, kárate/karate o amoníaco/amoniaco, y todas son aceptadas como válidas para nuestra famosa academia idiomática.
         De este modo me di cuenta de que hay estructuras como los alveolos o alvéolos pulmonares y también el omoplato u omóplato, que puede decirse de cualquiera de las dos formas aunque la gente prefiera llamarlo simplemente “paleta”. Así mismo, existen agentes alérgenos o alergenos que enferman a las personas. También me enteré de que a muchos de nosotros nos llegó a dar rubeola o rubéola cuando estábamos chicos y de que los hombres son más propensos a sufrir de enfermedades del corazón tales como la isquemia cardíaca o cardiaca, así como de que hay pacientes con hemiplejia o hemiplejía, o con reuma o reúma, sin contar con que, si alguien piensa que sufre de todas estas cosas, entonces probablemente se trate de un hipocondríaco o hipocondriaco.
         Aparentemente, la RAE respeta la preferencia de quienes utilicen tales palabras (a excepción del propio diccionario de la computadora que me ha llenado de líneas rojas todo este artículo) permitiéndoles poner el acento en dos sílabas distintas, pero no duda en darle una acotación a la diábetes indicando que se trata de un venezolanismo pues, para el resto del mundo y como hace poco le escuché decir a un profesor, la diabetes es una enfermedad grave… jamás esdrújula.

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Año IV / N° CXXVI / 3 de octubre del 2016

lunes, 26 de septiembre de 2016

De Cervantes y aquel no acordarse [CXXV]

Edgardo Malaver




En un lugar de Caracas... Busto de Cervantes (1920), de Cruz Álvarez
García, en el Paseo de El Calvario



         Dentro de tres días cumple años el escritor más celebrado de la lengua española, el autor de la novela más fascinante de la historia. Miguel de Cervantes cumple 469 años, y entre más tiempo pasa, más presente lo tenemos en la memoria. La última noticia que tuvimos es que, después de muchas pruebas, se logró identificar sus restos con alto grado de certeza. Hasta apareció hace dos años un documento notariado, fechado en 1593, en el que el escritor otorga un poder a una mujer desconocida de Sevilla para que cobrara sus honorarios. ¡Qué de revelaciones!
         Un detalle que probablemente nunca se revele es dónde vivía su personaje más conocido. El texto dice: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Hay quienes, desde el siglo XIX, han argumentado que Cervantes “no quiere acordarse” porque ahí estuvo en la cárcel, ambiente que el autor frecuentó más de lo deseable.
         La razón, sin embargo, puede ser más sencilla. Primero, habría que pensar que quien dice esto en la novela es el narrador, no el autor. Y el narrador, que en Don Quijote cambia cada cierto número de páginas, es, como todo narrador, un ser de ficción. No hace falta buscarle acomodo a este detalle en la vida real de Cervantes, pero si quisiéramos hacerlo, bien podría tratarse de un recurso expresivo, más que se un dato biográfico.
         ¿Qué estaba pensando, entonces, el narrador de Don Quijote, quienquiera que sea, al decir que “no quiere acordarse” del lugar donde vivía el protagonista? ¿Y si no fuera que no desea recordar sino que no lo logra? No es extraño encontrarse en la situación de insistir mucho en hacer algo, abrir un frasco, una puerta, por ejemplo, y, al desistir, lanzar la queja: “¡No se quiere abrir!”. Con esto no queremos decir que el frasco o la puerta hayan adquirido voluntad de seres animados y, de repente, libremente, se han negado a abrirse o a permitir que se les abra. Se trata de una hipérbole en que expresamos la inmensa dificultad de hacer algo o, por lo menos, nuestro momentáneo fracaso en el intento. Es tan difícil, que pareciera que estos objetos se hubieran despertado y se opusieran conscientemente a nuestras fuerzas, como si “no quisieran” abrirse.
         Todos hemos dicho: “El carro no quiere prender”, “La fiebre no quiere bajar”, “La impresora no quiere imprimir”. A veces incluso decimos: “Quiere llover”, cuando la atmósfera da señales de ello. Jesús Ávila dice en la canción “Rauda, rauda” que el viento “se negó a soplar”, como si el viento pudiera decidir cuándo soplar y cuándo no.
         Entonces, así como atribuimos ese poder, esa libertad, esa capacidad de decisión a objetos inanimados, así como les atribuimos esa autonomía más bien humana, es posible entender que Cervantes —o el narrador o quien nos cuente la historia en la novela— más bien quiera indicar que, a pesar de los esfuerzos que hace por recordar dónde fue que sucedieron aquellos hechos, hechos de ficción, no lo consigue, no le es posible obligar a su memoria a recordarlo: es como si él mismo no quisiera recordar.
         Unas frases más adelante, en el mismo primer párrafo, el narrador explica que algunos “quieren decir” que el hidalgo se llamaba Quijada o Quesada, “pero eso importa poco a nuestro cuento”. La función principal de la memoria es olvidar, y ese parece ser el fenómeno que nos ofrece las primeras palabras de una novela que, por los vientos que soplan, no ha de ser olvidada.

emalaver@gmail.com




Año IV / N° CXXV / 26 de septiembre del 2016