lunes, 27 de julio de 2020

Las palabras prohibidas del COI [CCCX]

Ariadna Voulgaris


La publicidad evadiendo ingeniosamente 
la prohibición de decir nombres



         Me llama la atención este asunto desde el año 2004, en que un primo de mi amiga Alejandra estuvo en la selección nacional venezolana de natación y regresó de Grecia quejándose de que el Comité Olímpico Internacional (COI) ponía “demasiadas prohibiciones a la libertad de expresión de los deportistas” durante las Olimpíadas. Alejandra y yo lo animábamos diciéndole que era un gran logro en su carrera haber estado en Atenas a los 18 años y que en el espíritu olímpico era más importante competir honestamente, como él, que la ceguera de los organizadores. Pero él quería libertad de expresión, quería que se eliminara la “regla 40”.
         El miércoles que acaba de pasar tenían que haberse inaugurado en Tokio los XXXII Juegos Olímpicos de la Era Moderna. Nadie necesita que se le explique por qué no se hizo. Se celebrarán el año que viene, del 23 de julio al 8 de agosto. Pero hay algo que mortifica a los participantes quizá más que la posibilidad de obtener una medalla. La aborrecida regla 40 del COI, por lo menos hasta los Juegos de Río de Janeiro, prohibían a los atletas, entrenadores o cualquier miembro de las delegaciones permitir que “su persona, imagen o actuaciones deportivas fueran explotadas con fines publicitarios durante los Juegos Olímpicos”. Por supuesto, la regla no era aplicable a los patrocinadores del COI.
         Justificada por la institución alegando que busca salvaguardar las fuentes de financiamiento y atajar la excesiva comercialización del evento para concentrarse en el desempeño de los deportistas, la rigidez de la norma llegó al extremo, en el 2016, de proscribir, incluso en mensajes personales de los participantes por las redes sociales, el uso de palabras como Juegos Olímpicos, Olimpíadas, medalla, oro, plata, bronce, victoria o verano. Ni siquiera estaba permitido para los no patrocinadores y si estaba relacionado con el evento, ¡escribir Río o Río de Janeiro! Por tanto, un patrocinante que no financiara al COI no tenía derecho siquiera a felicitar a sus patrocinados después de una buena actuación ni publicar sus resultados destacados. La sanción podía ser la expulsión de las competencias e incluso el retiro de las medallas ganadas.
         Afortunadamente, las autoridades alemanas lograron para sus atletas el año pasado una flexibilización de la funesta norma. En un gracioso gesto democrático, el COI se dignó conceder que los alemanes podían utilizar las citadas palabras y las redes sociales durante las competiciones, pero aseveró que no se extendería este beneficio a los competidores de otras nacionalidades. Sin embargo, en junio de 2019, la norma dio un vuelco y se volvió “positiva”, “flexible” y “abierta”. Íbamos a saber hasta qué punto era cierto en estos días, pero hubo que recogerse durante meses y en algunos países siguen encerrados.
         Por lo visto, Atenea intervino en favor de la razón. Es que está tan fuera de la sensatez prohibir palabras, que los publicistas ya habían comenzado a evadir la restricción con mejores resultados que la cerrazón del COI. Hasta el espíritu olímpico, que predica la salud de la mente en armonía con la salud del cuerpo, tenía que estar en contra de aquel desatino.

ariadnavoulgaris@gmail.com





Año VIII / N° CCCX / 27 de julio del 2020

lunes, 20 de julio de 2020

Ponerse hojas alrededor [CCCIX]

Edgardo Malaver



Notas sobre la lengua que deambulan por la casa




         Me tropiezo con una hoja suelta en un cuaderno viejo que desde hace meses deambula por la casa, como llamándome para que busque algo en él. La hoja contiene una nota que dice:

emperiollar
em-peri-follar
       alrededor-hojas
poner hojas alrededor

No quiero buscar la palabra en el diccionario para que no enturbie la belleza de este hallazgo que acaso había olvidado. Siento que es como una iluminación que no quiero ensombrecer con la verdad terrena.
         El verbo emperifollar es la imagen más nítida de la ornamentación esmerada a pesar de la escasez de recursos tangibles. Es el esfuerzo de embellecimiento más sencillo pero que por eso termina llamando la atención. En los lejanos orígenes de la lengua española, ¿qué podía haber más bello, mejor ornamentado que la naturaleza, impoluta aún y casi abrumadora de colores y fragancias? Me imagino a los primeros hablantes castellanos, en medio de su vida benditamente sencilla, en su entorno apenas urbanizado, oscilante entre aquella montaña de lengua que era el latín y el humilde latido de la lengua local que habían hablado sus abuelos, que hablaban aún ellos mismos y que hablaban cada día menos sus nietos, los imagino buscando entre las cuenta de su revuelto ábaco de palabras formas de describir cosas o personas de apariencia repentinamente ennoblecidas, circunstancialmente embellecidas, más agraciadas de lo acostumbrado. Las flores pueden haberles brindado la imagen ideal: hacer como las flores, que se rodean de hojas, que las reúnen en su periferia, para lucir más bellas de lo que por sí mismas son, sería algo así como emperifollarse, pensando ya en latín, como los jóvenes de ahora.
         Hicieron tal como los albañiles que comenzaron a decir empedrar cuando ponían piedras una sobre otra; como los soldados que al clavar el asta en el suelo enarbolaron su bandera, o como la madre que se encariña con el hijo de su hermana.
         Me vienen a la mente —y otra vez, rebeldemente, no quiero buscar, aunque sea mal ejemplo para los estudiantes— palabras que siento más recientes, como emplatar (‘poner en platos’), que oigo decir a los cocineros de restaurantes; ensobrar (‘meter en sobres’), de trabajadores de oficinas, o enrutar (‘escribir una ruta de acceso electrónico’), de los técnicos de computadoras. La mente de habla española, por lo que se colige, ha procedido más o menos de la misma manera a lo largo del tiempo, haya sido el latín, el francés, el inglés (o incluso el propio castellano en su contacto con las lenguas de Asia, África y América) el idioma de moda en el mundo.
         O sea, en todas partes cuecen habas y nadie mata al chef. Todas las lenguas se dan a sí mismas esos mecanismos para sintetizar lo que pasa por la mente de sus hablantes, y el español las tiene tan buenas y tan ingeniosas como los de los demás idiomas.

emalaver@gmail.com



20 de julio del 2020 / Año VIII / N° CCCIX




lunes, 6 de julio de 2020

La lengua es castigo del cuerpo [CCCVIII]

Edgardo Malaver



El teatro venezolano creció con la llegada
del gallego Alberto 
de Paz Mateos
a Venezuela




         Cuando yo era estudiante, había en la escuela una muchacha que, sintonizada con la moda lingüística del momento, no llamaba a nadie de otra forma que no fuera gallo. Era, para ser más preciso, una moda instaurada por la jerga juvenil y proveniente, he presumido desde entonces, de la hamponil, tan creativa y refinada.
         Gallo era, al principio, una especie de insulto más o menos moderado que se le lanzaba a quien era considerado el tonto del grupo, el torpe, el que no comprendía, por ejemplo, las bromas. Yo me preguntaba mucho qué tenía un gallo de torpe o de tonto, y nunca encontré el sema que me lo aclarara a primera vista.
         Sólo ayer, domingo 27 de junio, unos 30 años más tarde, vino a conectarse en mi mente este apelativo con otro, también utilizado de manera peyorativa pero con una tradición más larga: gallego. Era sencillo: gallo es como un apócope de gallego. Era —o se me ocurre ahora que era, que fue— el habla hamponil haciendo lo que quizá sea su rasgo más característico, su acto más frecuente: cambiar los significados de los signos más comunes para crear confusión mediante el significante —ojalá que Laura Pérez Arreaza me corrija—. Me da la impresión, además, de que en cada país hay un gentilicio extranjero al que se atribuye la falta de talento e inteligencia, y en Venezuela es el de Galicia. En España parece ser sueco; en Argentina, boliviano; en Estados Unidos, irlandés.
         Aquella estudiante terminó siendo apodada Galla, nadie la llamaba por otro nombre, y hasta debe haber habido alguno que nunca supiera cómo se llamaba de veras. Al final luchaba en vano para revertir un hábito que ella misma había inducido, lo cual es inmensamente difícil en cualquier comunidad, en cualquier lengua. Incluso se cambió de facultad, ojalá que no haya sido por esa razón. Yo recuerdo su nombre, pero siempre que oigo que preguntan por ella es con aquel infame e inmerecido apodo... señal clarísima de que hay que tener cuidado con lo que se dice porque la lengua es castigo del cuerpo.

emalaver@gmail.com




Año VIII / N° CCCVIII / 6 de junio del 2020



Otros artículos de Edgardo Malaver